miércoles, 30 de octubre de 2013

La coquilla

Hace unos días, a la hora de la pintura que decía Gaya -cómo se pone el cielo al atardecer, lujoso de matices prodigiosos, de colores que uno juraría no haber visto jamás-, nos fuimos P. y yo a comprar una coquilla. Aunque sabía qué era, y cuál su función, no había visto una jamás. 

Es para el hockey. El sábado vinieron los de Villarrobledo hasta el club. Jugaron un partido al mediodía y, todavía no sé cómo, ganaron los nuestros. De manera que andan ahora todos alborotados, y equipándose con toda clase de adminículos que, dicen, resultan indispensables. Sobre todo para la seguridad del jugador, dicen. Si es por eso, para que no se nos desgracien nuestros hijos, lo que sea... Así que allí se fueron  P. y su padre, que es quien esto escribe, a comprar la dichosa coquilla.

Si el nombre ya resulta poco afortunado, el referente no les digo nada. Para definirlo pronto y rápido, se trata de una especie de tanga con un urinario de plástico en miniatura delante. Cuando al fin lo encontramos en el Decathlon, P. me lo puso en las manos:

-Llévalo tú, papá...- me pidió, y se fue a ver los patines y los sticks, como si la cosa no fuese con él. 

Me sentí verdaderamente incómodo con aquello entre las manos. Es una cosa extraña una coquilla, y más que un artículo deportivo parece un objeto de sex-shop. Tal vez seamos nosotros un tanto puritanos, puede que sí, pero a mí me pareció una cosa para pervertidos.  Repito que está compuesta, por lo menos las que tenían allí y la que nosotros compramos, por un calzoncillo tipo tanga, y, en la parte frontal, un recipiente de plástico blanco que a mí me recordó a La Fuente de Duchamp, en pequeño, como un recuerdo de uno de los museos donde exponen esa pieza.

Le pedí a P. que, ya que era cosa suya, mejor la llevaba él. Rehusó el ofrecimiento. 

-Pues entonces vayámonos de inmediato de aquí...-le conminé.

Pagamos rápidamente sin mirar a los ojos de la cajera y salimos de allí los dos furtivos y un tanto avergonzados...

Atardecía gloriosamente sobre los campos de La Mancha y parecía el cielo, efectivamente, la paleta de un pintor prodigioso. Se mezclaban en ella colores nunca vistos... Con la coquilla todavía en las manos, nos quedamos en medio del aparcamiento un buen rato, embobados...


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