martes, 22 de octubre de 2013

Volver a perder

P. ha dejado el baloncesto y se ha pasado al hockey. 

Al principio a mí no me hizo mucha gracia. 

El baloncesto suele ser un deporte civilizado, de gentes con una formación y una educación, si no exquisitas, sí muy aceptables. Y aunque hay confrontaciones y algunos roces, no suele ser violento. En los partidos de los viernes, los padres compadreábamos muy cordialmente, y no importaba mucho el resultado (sobre todo a nosotros, que casi siempre perdíamos). Si alguien daba alguna vez una voz más alta que otra, o algún grito, ese era yo. El hockey, sin embargo, lo recuerdo demasiado rápido, tanto que resultan muy frecuentes las caídas, los choques y los golpes sin cuento... Incluso no son raras las peleas. Tengo en la memoria las temporadas en que fue uno socio, allá en la más tierna juventud, del Club Patín Kiber, y de aquellos partidos en el pabellón Visiola llenos de un público áspero y tremendo. Éramos terribles, los hinchas del Kiber, aulladores como un ejército de salvajes... Más de un árbitro acabó la jornada en el arroyo de San Juan, un regato negro y sucio que besaba los cimientos de aquel pabellón...

Parece mentira, pero en aquellos años ese equipo de mi pueblo jugaba en la División de Honor, y el primer partido que yo vi, que me llevó mi padre, fue contra el Barcelona, entonces, y durante muchos años, el mejor equipo de hockey patines del mundo... Hasta teníamos, en nuestro equipo, dos internacionales...

Hoy ya no queda apenas nada de todo aquello. La licorera que daba nombre al equipo y lo patrocinaba cerró y los pisos que levantaron en el solar de la fábrica puede que tengan ya veinte años... El equipo juega ahora en una de las categorías inferiores y el pabellón, más moderno y cómodo, no tiene, ni de lejos, el encanto, la poesía y la fiebre de aquel barracón a orillas del río, frente al lavadero del Batán. Hasta el arroyo San Juan ha dejado de bajar negro y nadan en él una colonia de patos...En fin.

Pero dejemos este tono elegíaco, que nos pone muy melancólicos, y volvamos a lo nuestro. Al baloncesto juegas con un pantalón y una camiseta y ya no necesitas nada más. Sin embargo, para este de los patines, la lista de necesidades es inacabable: además de los patines, son indispensable coderas, muñequeras, espinilleras, la coquilla,  un casco, un stick, y no sé cuántas cosas más... 

Necesitan todas esas cosas porque es un deporte violento. Mil veces más que el baloncesto. Y eso me tenía, hasta el otro día, inquieto. 

Jugaron el sábado su primer partido. En Villarrobledo. Creo que el de allí es el único equipo contra el que van a jugar esta temporada. Una vez al mes. Un mes aquí y otro allí. A lo que se ve, no hay más equipos por estas anchuras manchegas, por estas soledades...

A las tres de la tarde salimos desde el club, la furgoneta y tres coches más. Nosotros nos llevamos a un muchacho muy redicho y muy alto, que hablaba como un cura antiguo a pesar de tener poco más de trece años... Opinaba de todo como un obispo. Afortunadamente, cuando estaba pensando en parar el coche y dejarlo en el arcén, con el calor de la tarde se durmió y ya no dijo nada más.

En Villarrobledo nos estaban esperando -llegamos un poco tarde- un equipo completamente equipado y un público impasible... Daban todos un poco de  miedo...

Pero no. Fue el partido de guante blanco, y el público se comportó como si no estuviese presente. El único que gritó un poco fui yo -como en el baloncesto-... 

No lo hicieron mal los nuestros. P. juega de defensa, y lo vi suelto, rápido, atento. Salió dos o tres veces con autoridad, y montó varios contraataques peligrosos que acabaron en nada pues o bien se le quedaba la pastilla atrás o bien le salía un tiro muy tibio y desviado. Exactamente como les sucedió durante todo el partido a todos sus compañeros.

Perdieron seis a cero. Pero, como le ocurría con el baloncesto, no se lo tomó mal. Ya está acostumbrados mi P.

La mayoría se quedó para ver el partido de los mayores -también hay solamente dos equipos, el nuestro y el de Villarrobledo-, pero nosotros teníamos una cita y nos volvimos nada más terminar el de los infantiles. El niño-obispo se quedó. Estaba al tarde preciosa, dorada, y los campos esperando el otoño, que no acaba de entrar.


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