jueves, 18 de septiembre de 2014

JUNTO AL CABO DE GATA

Mientras P. viaja por Irlanda, lluviosa y esmeralda, nosotros nos hemos venido hasta un rincón de la costa de Almería, seca y parda. Muy cerca del Cabo de Gata. 

Mientras llegábamos aquí desde Úbeda, la toponimia nos tuvo entretenidos: Huéneja, Benahadux, Gafariclos, Alfaix, Polopos, Alboloduy (aquí casi se me van las manos del volante por probar a pronunciarlo...)... Pasamos al lado del desierto de Tabernas. Desde la autovía se pueden ver muy bien esos pasos peligrosos en los que los indios emboscaban al 7º de Caballería o en los que se mataban los pistoleros feos, desgreñados y sin afeitar de Sergio Leone.

Nuestro modo de vida aquí es muy elemental. Pasamos la mañana en la piscina, comemos en un restaurante con todas las ventanas y puertas abiertas por donde se cuelan los gorriones, que también acuden a comer y, cuando el sol comienza a hacer mutis por el foro, nos vamos a Garrucha, a dar un paseo y a cenar. 

La primera tarde que fuimos a ese pueblo, buscando un cajero, al fondo de una calle estrecha que da al paseo marítimo descubrí un resplandor que llamó mi atención. Envuelto en las llamas del fin de la tarde, un puesto de libros viejos. Me olvidé del cajero, y me lancé calle abajo.

Como suele suceder con esta clase de puestos, no tenían gran cosa, pero sí una novela de la que me había hablado mi compañero D., con grandes elogios, al final del curso. Si hubiese pasado más tiempo, uno ni se acordaría y habría pasado de largo. Pero la reconocí enseguida.  El circo de la familia Pilo, de Will Elliott, libro y autor del que yo no sabía nada hasta hacía apenas un par de semanas. Es, a lo que parece, una novela de terror, género del que no puedo decir nada en contra ni a favor, por lo poco que lo he frecuentado. Sin embargo, tan encarecidamente me lo había recomendado mi compañero, que pensé que esa luz de cobre que me había hecho girar la cabeza no había sido casual. Evidentemente, era una señal que me mandaba ese libro, un aviso suyo de que me estaba esperando allí -la verdad es que ahora sigue igual, esperando, solo que en una de las estanterías de casa. Algunas veces, me da la impresión de que fosforece-.

Salvo este hecho más o menos sobrenatural, lo que decía: una vida muelle y sin sobresaltos. Por las noches, un pianista veterano, de larga y cuidada melena rubia, viene hasta la terraza de la cafetería y toca, como si estuviese en el salón de su casa, boleros y melodías de los Beatles bajo una luna muy aparente que se acerca a escucharlo cada noche. Es tan aparente y lucida que yo sospecho si no la habrá colgado allí la dirección del hotel. Está rodeado este de un campo de golf, de cubos que son casas, de lomas cubiertas de una vegetación mísera y parda y, a lo lejos, en un alcor, una ermita blanca en lo alto. Al fondo de todo, el mar.




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