lunes, 30 de noviembre de 2015

Antiguo viaje a Oriente

Hace más de veinte años hicimos, en compañía de nuestro viejo amigo D., un viaje a Jordania. Fuimos invitados por otro amigo, J., que estaba allí de lector de español. Nos alojamos en Irbid, en el apartamento que le habían cedido a nuestro amigo en el campus de la universidad en la que trabajaba. Visitamos buena parte del país: Amman, Petra, Wadi Rum, Aqaba, el Mar Rojo, el valle del Jordán, el monte Nebo, las ruinas romanas de Jerash... 

A esta última visita nos acompañó un español que conocía J. y que trabajaba en la embajada. Llevaba viviendo en diferentes países de la zona desde hacía mucho tiempo. No recuerdo su nombre, solo que era un hombre de mediana estatura, de rasgos anodinos y con una barba como la de cualquiera. Un hombre que pasaba desapercibido y evitaba salir en las fotografías que hacíamos. Salía siempre de espaldas o medio oculto por una columna o unas piedras. Sí recuerdo bien, en cambio, que hablaba árabe perfectamente, que conocía profundamente la historia de aquellos lugares y que mostraba un enorme desprecio hacia los musulmanes. Recuerdo que mientras paseábamos por las antiguas vías de aquella ciudad romana, escuchando sus explicaciones, se paró de repente, señaló con el dedo hacia la ciudad árabe, que se veía enfrente, separada de las ruinas por una rambla de unos cincuenta metros, y nos aseguró que los árabes que vivían allí no sabían lo que representaban aquellas columnas, el teatro, los templos que estábamos visitando. Ni lo sabían ni les importaba, nos dijo, y cerró aquella digresión afirmando que, si por ellos fuese, lo harían volar todo por los aires. Luego ya recobró el hilo de su discurso y continuó explicándonos cosas de aquella antigua ciudad de la Decápolis. 

Nos llevó a comer a un restaurante cercano, que estaba lleno de empleados de la embajada a los que J. saludó, pero no nuestro guía. Dedicamos la comida a contarle nuestros planes, a ver qué le parecían. Teníamos pensado alquilar un coche y bajar hacia el sur, para vistar el Mar Muerto, Petra, el desierto de Wadi Rum y llegar hasta la ciudad de Aqaba. Le pareció bien. Incluso se ofreció a acompañarnos al día siguiente a alquilar el coche, pues tendríamos que regatear el precio. Así fue pasando el día, en una larga sobremesa. Regresamos a Irbid y nos llevó a un hermoso café. Mientras atardecía, sentados los cuatro en unos cojines, fue contándonos más cosas aquel hombre aparentemente gris. Conocía bien todos los países de la zona: Siria, Irak, Arabía Saudí... En este último país había asistido a algunas ejecuciones públicas. Había visto cómo le cortaban la cabeza a un hombre acusado de asesinato y las manos a otro responsable de un robo. Había visto lapidar a una mujer que decían adúltera... "Son unos salvajes", afirmó. Comenzó entonces un largo lamento porque decía que ni en Europa ni en Estados Unidos se estaban dando cuenta del peligro que suponían unos fanáticos de semejante calaña. "Estos brutos son capaces de cualquier cosa", se nos quejaba, "son capaces de todo, creedme", nos repetía una y otra vez. Ya era noche cerrada mientras aquel hombre del que apenas recuerdo que era de mediana estatura, de rasgos anodinos y que lucía una barba como tantos otros, insitía una y otra vez en esa idea. Después de una jornada tan agradable, en aquel café de Irbid y a aquella hora tan dulce del final del día, aquellas palabras nos ensombrecieron un poco. 

Se quedó a dormir en el apartamento de J. para acompañarnos a la mañana siguiente a alquilar el coche. En la cena ya hablamos de otras cosas, menos sombrías. Nos contó lo hermosas que eran muchas de aquellas ciudades, de los taxis que te llevaban, por muy pocas monedas, de Irbid a Damasco o a Bagdad... Salían de la estación de autobuses, y si tenías suerte y negociabas con habilidad, podías viajar a aquellas ciudades en apenas un par de horas y por muy poco dinero. Nos animó a hacerlo. Damasco, Bagdad, esas dos ciudades prodigiosas, esos dos nombres fascinantes, estaban a apenas dos horas de coche de la habitación en la que estábamos charlando. Era como tener Las mil y una noches al alcance de la mano. Finalmente, nos fuimos a dormir.

Al día siguiente, cuando nos despertamos, el hombre ya no estaba en el apartamento. Había desaparecido. Se había ido sin despedirse y sin que nos hubiésemos dado cuenta. Mientras desayunamos decidimos, entre risas, que debía de ser una especie de espía. Alquilamos nosotros el coche y viajamos a donde teníamos pensado. Fue un viaje precioso. Nos olvidamos de lo que aquel hombre nos había contado.

Ha pasado el tiempo. J. continuó viajando por el mundo. Fue lector de español en no sé cuántos lugares, todos más o menos lejanos y exóticos -Camerún, Rusia...-. A veces algunos de los amigos nos lo encontrábamos, en Gijón, en Oviedo. Se había vuelto tan huidizo y misterioso como el hombre aquel de Irbid. Convinimos que lo habrían captado, y que sería nuestro amigo, ahora, otro espía. Viajando por el mundo, aquí y allá, para mandar luego informes a la cancillería nacional. Hace un par de años lo volvimos a encontrar. Estaba casado con una muchacha rusa y tenía dos niños pequeños. Estuvimos cenando en casa de A. y N. una noche de verano. No tenían un trabajo fijo. Al cabo, alguien nos dijo que se habían ido a Rusia. D. vive en Oviedo, pero tampoco lo vemos mucho. En los últimos años, casi nada.

Hoy no seríamos capaces de reconocer el rostro de aquel hombre. Sin embargo, cada vez que sucede una de estas matanzas tremendas y absurdas -los rascacielos de Nueva York, los trenes de Madrid, las calles de París...-, no podemos dejar de acordarnos de aquel viaje a Jordania, de aquella tarde en un café de Irbid, de aquel hombre oscuro, de todo aquello que nos dijo...




sábado, 28 de noviembre de 2015

El café de la sabiduría

El otro día, revisando unas libretas de esas que acostumbro a llevar en los bolsillos, descubrí en una varios sobres vacíos de azúcar. Eran sobrecillos de Cafés Oquendo. ¿Por qué los dejé allí guardados, como  hacían antes las jóvenes románticas con las florecillas del campo, dispersos entre sus hojas? Lo recordé al instante, en cuanto les di la vuelta. Bajo el título de ¿Sabías que..., cada uno de esos sobres te proporcionaba una información curiosa y peregrina, sin duda muy valiosa para hacerte una cultura, pegar la hebra por ahí y, como se dice ahora, socializar como es debido.

Uno de ellos, el primero que leí, te explicaba que la guía telefónica de Islandia no está ordenada por apellidos, porque los apellidos, en ese país, se forman añadiendo una terminación al nombre del padre o de la madre, y que esta sufijación varía según se sea un niño o una niña. De manera que, si eres islandés, resulta más sencillo ser reconocido por tu nombre real que por tu apellido.

El resto, uno explicaba la razón por la que se emplea una pistola para dar la señal de salida en la pruebas olímpicas de atletismo, y los otros dos no los pude descifrar, porque se les había ido la tinta. Algo quise adivinar en uno sobre el embarazo de no sé qué clase de mamíferos, y de unas crías que pesan al nacer unos 90 kilos y miden un metro de altura... 

Imagínense la escena: tras una comida satisfactoria, se toma uno un café y mientras se lo va bebiendo, sorbo a sorbo, despacio y relajadamente, lee estas cosas. Les aseguro que es imposible no llegar a la convicción de que, si uno persevera, y con solo beberse unos cuantos cafés al día, acabará convirtiéndose un verdadero sabio. 

Por todo ello, propongo desde este humilde rincón que le concedan, en la próxima edición, el Premio Princesa de Asturias, en la modalidad que crean más conveniente, a esta empresa cafetera asturiana. Por su dulce y aromática labor de difusión cultural. A mí me parece una candidatura irreprochable. Teniendo en cuenta que el café es un estimulante perfectamente reconocido, no llamaría a engaño a nadie y no tendría que salir luego el presidente emérito y vitalicio de la Fundación a excusarse de nada.

 www.azucarpicasso.com

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Las despedidas (Cuaderno de Palacio)

Cuando vivimos en Palacio, el último día, mientras todos se van por ahí a dar el paseo de despedida por los alrededores, nos quedamos A. y yo en el jardín, leyendo. El jardín no es exactamente un jardín, pues es muy pequeño, pero no encontramos otro nombre que le convenga mejor. Es un pequeño prado con una higuera, un manzano y, componiendo un seto, unas hortensias de distintos colores: azules, rosas, amarillas... Esto de los diferentes colores de las hortensias, lo leí el otro día no sé dónde, es cosa del PH de la tierra en la que estén plantadas.

Luego, cuando vuelven todos, para dar término a las provisiones, a esas alturas ya muy menguadas, y por vaciar la nevera, comemos un poco de todo. Un poco de esto, un poco de aquello...

Por la tarde, después de hacer la maletas, solemos bajar a Posada, a celebrar el cumpleaños de A., nuestra sobrina más chica. Antes de cenar damos una vuelta por el pueblo. Subimos hasta la iglesia y contemplamos desde allí el caserío. Las callejas de Bricia, el campo del Urraca, la trasera del viejo cine arruinado: un montón de zarzas enredadas donde antes fue el patio de butacas... Luego nos acercamos a Lledías, también paseando. Este año había allí, en la entrada, unas cuantas pancartas contra un plan de urbanización... Casi siempre suele llover.

Al día siguiente madrugamos, recogemos, limpiamos la casa y subimos las maletas a los coches. Luego nos despedimos de A., de V. y de C.,  nuestros caseros, que son unas gentes encantadoras, y ya nos marchamos. Al exilio de nuestras otras vidas.

domingo, 22 de noviembre de 2015

El Valle Oscuro (Cuaderno de Palacio)

Cuando vivimos en Palacio, de vez en cuando hacemos una excursión. Si por nosotros fuese, nos quedaríamos todo el día en el jardín, viendo pasar las nubes. Allí es lo que hacemos casi siempre. Eso o bien contemplar la mole espléndida del Benzúa. O leer novelas policiacas. O quedarnos dormidos con esas novelas en el regazo o sobre la cara, protegiéndonos del sol o del orbayu. O todas esas cosas más o menos al mismo tiempo. Solo a veces consentimos en acercarnos a la playa, cuando no llueve, a nadar un rato, y, al caer de algunas tardes, podemos dar un paseo, muy breve, hasta Ardisana, al Mesón las Cuevas, a tomarnos una cerveza, con La Nueva España abierta sobre la mesa como un mapa, para leerla de cabo a rabo. Esa es la vida que llevamos en Palacio.

Sin embargo, algunas veces los cuñados, que son gentes que tienen el prurito extravagante de lo deportivo y acostumbran  a salir por ahí a caminar o a correr, organizan una excursión.

Este año fue al Valle Oscuro, que discurre sobre los límites de los concejos de Llanes y Ribadedeva. Va saltando el camino de un concejo a otro, como saltaban los chiquillos sobre los charcos. El origen del nombre es incierto. Hay quien señala a lo intrincado de sus bosques, y quien afirma que fue el último lugar de la zona al que llegó la luz eléctrica. Quién sabe.

Nos levantamos temprano y nos dirigimos hasta el pueblo de Tresgrandas. Dejamos allí aparcados los coches y emprendimos la marcha. Subimos por un estrecho camino hasta la rasa costera y, al rato, volvimos a bajar, por otro camino igualmente encogido y sombrío, hasta el lugar de Pie de la Sierra. Ese camino tenebroso desembocaba encima del pueblo, en un otero donde se levantaba una capilla recién restaurada.

Decidimos hacer un alto en ese claro, pues a lo tonto llevábamos ya más de una hora de caminata. Sacamos unos bocadillos y unos botellines de agua de las mochilas, por reconfortarnos. No llevaríamos allí ni diez minutos cuando apareció, por el sendero que conducía al pueblo, un señor muy pinche, que nos saludó con desconfianza, mirándonos atravesado. Dio unas vueltas alrededor como si buscase algo, calibrando nuestra catadura, como perro que husmea algún peligro. Cuando al fin se convenció de que no éramos motivo de inquietud, nos miró de un modo más claro y se confió con nosotros. 

Nos contó que apenas hacía dos meses que habían restaurado la ermita, que era de 1903 y estaba muy deteriorada. Que hasta había venido el Arzobispo desde Oviedo, a bendecirla, y que todos los vecinos del pueblo habían colaborado en su reconstrucción. Porque ese era un pueblo de gentes adineradas, nos susurró. Un pueblo de indianos. La mayoría en México, y que no eran pocos los que habían hecho allí una fortuna. Nos señaló un par de grandes casas, y nos aclaró que eran de poderosos empresarios que vivían en México y venían a pasar los veranos en el pueblo de sus padres o sus abuelos. "Aquella", nos dijo señalando con un dedo de campesino, torcido y deforme, una enorme finca y una casa de tres plantas, "esa es de los dueños de todas las librerías de México". 

Nos contó también que la ermita se había construido allí donde estábamos porque fue en ese otero sobre el pueblo donde encontraron al hijo de uno de esos indianos, que se había perdido y que, al cabo de varios días, apareció en ese mismo lugar, sin ningún quebranto. 

Nos explicó que la ermita era visible desde cualquier rincón del pueblo, y que habían tenido ya, en los últimos días, algún disgusto: unos mozos que robaron el sagrario y causaron algunos destrozos, y una pareja que él mismo encontró, abrazada y desnuda, al pie del pequeño altar. Que a los ladrones los atrapó al poco la Guardia Civil, y que a los otros dos los espantó él mismo mentándoles a aquella...

Nos preguntó de dónde veníamos. "¿De Palacio? Lo conozco, lo conozco...", cabeceó sorprendido y contento como si le hubiésemos mentado algún lugar lejanísimo y no uno a tan escasos quilómetros y del mismo concejo que el suyo. "Estuve una vez allí", continúo, encantado con semejante casualidad. "Yo es que he viajado algo. Conozco Ardisana, Riocaliente, Mestas... Allí hay un hotel, ¿verdad? El hotel Benzemá, ¿no? Hace algún tiempo estuve allí, tomando un café".

Y tras esta conversación ya nos despedimos con grandes cortesías, sin corregirle lo del nombre del hotel -¿para qué?-, como grandes amigos.

Bajamos al pueblo, nos salimos de él y entramos en el bosque, en verdad oscuro. Cruzamos limpios arroyos, pasamos junto a una vaca que acababa de parir, el ternero aún a su lado, tratando en balde de mantenerse en pie. Entramos a La Borbolla, salimos de La borbolla y por una galería cerrada por las ramas de los árboles llegamos al nacimiento del río Cabra, donde varios molinos arruinados. 

Es ese uno de los lugares más hermosos que uno se pueda encontrar por ahí, quiero decir en el mundo. Sin exagerar. El río recién nacido, todavía un poco torpe como el ternero que acabábamos de ver, los prados amenos, las piedras claras de un molino medio rehabilitado, los árboles sonoros, el maravilloso silencio... Comimos allí, otros bocadillos y otras botellas de agua, encantados por la belleza y la paz del lugar. Hasta que llegaron unos franceses, con perros y chiquillos. Pero no nos molestaron, nos pareció bien compartir un sitio como ese con ellos, con la humanidad entera lo habríamos compartido, la sonrisa en los labios, tan agusto estábamos allí.

Luego retomamos el camino, hasta Boquerizo y, subiendo y bajando por caminos y carreteras, llegamos de vuelta a Tresgrandas. Subimos a los coches y nos volvimos a Palacio, al jardín.



El jardín. Al fondo, el Benzúa y unas cuantas nubes pasajeras


miércoles, 18 de noviembre de 2015

Los himnos (París en la cabeza)

No conozco mejor himno que el de mi tierra. Ni siquiera La Marsellesa. Porque no es un himno, sino una canción de fiesta y de celebración, de voluntad testaruda y de melancolía. Un himno que ahora se usa en los actos solemnes, donde se pavonean las autoridades, pero que encuentra su acomodo mejor en los chigres y los bares, donde lo entonan los borrachos, los melancólicos y cualquiera que le apetezca

Hoy, escuchando a Zaz, al calor de la canción que traemos abajo, hemos pensado que es, además, un himno que se puede exportar a cualquier sitio que nos guste. Basta con cambiar Asturias por el nombre de ese otro lugar y no hacerle mucho caso a la métrica. Y así, no en el mes de mayo, sino en cualquier otros mes, quién estuviera en París en todas las ocasiones...



        

martes, 17 de noviembre de 2015

El bulevar ( París en la cabeza)

Albacete no es París, lo sé. Incluso a pesar del Pasaje Lodares. Sin embargo, hay momentos en los que, desde un determinado punto, si logramos un  alto grado de ensimismamiento, y le echamos bastante imaginación, podríamos fantasear con ello y engañarnos durante un rato.

Ese Pasaje Lodares, por ejemplo, podría dar el pego perfectamente. Sobre todo desde que han abierto dentro de él un café delicioso. Las cariátides, las columnas, el hierro forjado de los balcones, las tiendas diminutas..., todo eso se podría trasplantar a la ciudad de la luz y colocarlo allí, dentro de una manzana de casas, en cualquier sitio, sin que llamase la atención.

Y en el otoño - que ya de por sí es algo muy parisino-, también nuestra calle. Nuestra calle es una calle ancha con una paseo central flanqueado de árboles. Por esta razón hay quien se refiere a ella como el bulevar. Salvo eso, nuestra calle es una calle como tanta a otras. Sin embargo, ya lo hemos dicho aquí varias veces, en el otoño, con todas esas hojas caídas, nos parece una de las calles más bonitas del mundo. Un bulevar parisino en miniatura, lujoso y brillante, alfombrado por todas esas hojas secas. Y nosotros, que somos unos fantasiosos, nos quedamos a veces parados en una esquina, contemplándolo, y soñamos un rato. 


        

lunes, 16 de noviembre de 2015

París, otra vez

Cuando ocurre una tragedia tan enorme e inexplicable como la del viernes, enseguida nacen eslóganes bienintencionados y voluntariosos con los que tratamos de solidarizarnos con las víctimas. "Todos somos Charlie", se gritaba hace ocho meses, o "Todos somos neoyorquinos", cuando lo de las Torres Gemelas. A mí, debo confesarlo, siempre me han dado un poco de pudor esa clase de declaraciones. Lamenté con todo mi alma aquellas muertes, pero no me llegué a sentir un neoyorquino, ni tampoco un dibujante satírico.

Sin embargo, el viernes por la tarde, a la misma hora en que comenzaba en París la tragedia, esos asesinatos sin cuento, nosotros estábamos en Albacete haciendo exactamente lo mismo que las víctimas. El viernes por la tarde, a la misma hora en que comenzaban los tiroteos, salíamos de un bar, A., P., mi sobrina C., mi cuñada L. Salíamos de tomar una cerveza, un vino, una coca cola, una fanta... Solo eso. Antes habíamos pasado P. y yo por la librería, y nos habíamos comprado un tebeo precioso, Otoño de Jon MacNaught, que es una melancólica celebración de la vida. Lo mismo que salir un viernes a tomarse un vino o una cerveza, una coca cola o una fanta. Si en lugar de ser Albacete hubiera sido París; si en lugar de ser la calle Collado Piña o Albarderos, hubiesen sido el bulevar Voltaire o el Faubourg du Temple; si hubiesen sido esos lugares, entonces sí, esta vez sí habríamos podido ser nosotros... De manera que en esta ocasión bien podemos decir, sin pudor alguno, que sí, que nos sentimos parisinos. No solo por lo que amamos esa ciudad, sino porque somos exactamente como ellos.


PD. Justo después de escribir esta entrada, leímos ESTO en el periódico...



            

domingo, 15 de noviembre de 2015

París

En París hemos estado una vez, en un hotel a los pies de Montmartre, y antes muchas más, en las páginas de muchos libros, en las melodías de muchas canciones, en las imágenes del cine.

Por París nos han servido de guía Balzac, Simenon, Azorín, Solana, Gómez de la Serna, Pla, Bryce Echenique, Cortázar, Modiano...También Trenet, Brassens, Brel, Benjamín Biolay, Zaz... Y en la juventud, más que ningún otro, Truffaut, al que tanto queremos. En realidad, los queremos mucho a todos.

Cuando estuvimos en aquel hotel, sin embargo, solo llevamos encima un plano del metro y una pequeña libreta con los consejos de todos esos amigos. Para entonces, uno ya amaba París. Pero fue en aquel viaje cuando me rendí definitivamente. Uno ama París sobre todas las ciudades que conoce. No hemos viajado mucho, pero entre aviones, trenes, lecturas, películas y canciones, conocemos bien unos cuantos lugares. Londres, Roma, Lisboa, Amán, Venecia, Edimburgo, Florencia... -donde tuvimos hotel-. Y Nueva York, Berlín, Amsterdam, Oporto, Buenos Aires... -donde no nos hizo falta-. En todos esos sitios nos habríamos quedado a vivir.  Pero si nos diesen a elegir, nosotros nos quedamos, sin duda, con París. 

Tengo hablado con A. que, cuando uno llegue a los cincuenta, el único regalo que quiero es que me lleve de nuevo allí. Los dos solos. Y que nos dediquemos a pasear, por el Marais, por los bulevares, por el Barrio Latino, por la Plaza Dauphine. Que vayamos al parque Monceau, donde el 22 de octubre de 1797 aterrizó André Jacques Garnerin después de lanzarse desde un globo con un rudimentario paracaídas y ante un público que no daba un duro por él. Que caminemos despreocupadaos por los Campos Elíseos, por la rue de Rivoli, por el Jardín de Luxemburgo. Que bajemos, cogidos del brazo, por la rue Lepic, a visitar a Stendhal en el cementerio de Montmartre. Que nos sentemos un buen rato en la Plaza de los Vosgos, a ver pasar la gente... Que volvamos a ese hotel de aquella vez, a los pies de Montmartre, y pidamos la misma habitación, en lo más alto, para volver a ver los tejados de París. Yo me iría ahora mismo, pero me temo que tendré que esperar a cumplir los cincuenta. No falta tanto.




 


lunes, 9 de noviembre de 2015

Nueva noticia de Eduardo Halfon

¿Qué es la historia, entonces? La historia no es ciencia (...) Su abismo es tan perpetuo como el lenguaje con que se narra. La historia, de hecho, se vuelve, una y otra vez, a escribir sobre sí misma. Todos somos sus autores, todos podemos tachar, corregir, agregar, subrayar, omitir, hasta manipular lo que otros ya han escrito. La historia es atemporal: fue, es y sigue siendo, a la vez (...). La historia, como un poema, siempre dice más (y menos) de lo que dicen sus palabras. La historia es, por tanto, un libro de poesía que trasciende los confines de espacio y tiempo, escrita para escribirse de nuevo. Refleja nuestra imagen de ayer, de hoy y, si leemos con cuidado, también la de mañana. Es un espejo (¿distorsionado, quizás, como el de un circo?) y un abismo a la vez. Un cabo roto, diría Trapiello, que estamos siempre, aunque en vano, tratando de completar.

Eduardo Halfon, Cabo roto, Littera, Barcelona, 2003

Lo encontramos, tras una rápida pesquisa, en la biblioteca municipal. Es el único libro que tienen allí de este autor. Lo sacamos y lo leímos. Es, como los otros dos, breve y hermoso. Y se relaciona con ellos por el cordón umbilical de la curiosidad histórica, del deseo de saber qué pasó antes de nosotros, con nuestros abuelos o con alguien que, sin duda, forma parte también de la familia, como Cervantes. Porque todas las historias son, al fin, la misma historia.

Es un libro lleno de humor y de reflexiones muy serias sobre el arte de contar, sobre la naturaleza de la verdad y sobre cómo se trasforma esta con la escritura. Sobre cómo la historia y la ficción pueden darse la mano tan ricamente. Un juguete cervantino en el que hasta sale, haciendo un cameo relevante -esto debe de ser un oxímoron-, nuestro admirado Trapiello.

Cuando lo sacamos de la biblioteca, animados por el buen sabor de boca que nos dejaron los otros dos libros suyos que habíamos leído, no sabíamos nada de este Cabo roto. Así que fue una sorpresa, y un placer multiplicado, encontrarnos dentro de él con tantos -Cervantes, Cide Hamete, Trapiello- amigos y familiares.


 www.todocoleccion.net

viernes, 6 de noviembre de 2015

El mal humor

Lo comentábamos el otro día, a propósito de los Premios Princesa de Asturias. Nos da la impresión de que ahora la gente, en nuestro país, se enfada con mucha frecuencia y además sin estilo ni elegancia. Como críos maleducados. 

Ahora ha sido en un acto de la Cátedra Alarcos Llorach de la Universidad de Oviedo, en un recital de poesía. Al parecer, lo que iba a ser un simple recitado de versos se inflamó de un modo imprevisto y allí ardió Troya. Y fue el caso que una muchacha leyó un poema escrito en asturiano y que esto, al   hijo de Alarcos, que se ve que estaba allí cuidando de la finca, le indignó como si alguien se hubiese atrevido a saltar el muro de esa propiedad y se hubiese llevado las mejores manzanas de la pomarada familiar.

Se enfadó lo indecible. Tanto que incluso se atrevió a proclamar que desde ese momento en que él lo declaraba, quedaba  prohibido "cualquier uso o difusión del acto o de cualquier otro en que el nombre de Alarcos Llorach se vea mezclado con las actividades de ese invento del asturiano", que viene a ser como poner uno de esos carteles de "Prohibido entrar. Se sueltan perros", a la entrada del cortijo familiar. Y acabó sacando la escopeta y disparando a todas partes. Dijo que el asturiano era "una puta mentira que se aprovecha de la gente de bien", "una puta mentira de políticos y filólogos paletos", para concluir confesando, en el mismo tono contenido, que "antes era tolerante, pero ahora se me han hinchado las pelotas y ya no paso ni una". 

En fin. Con lo bonito que habría sido que se hubiese enfadado, este señor, con más gracia. Parecería entonces que no habría heredado de su padre solo el apellido y muy viejas, absurdas e incomprensibles disputas, sino también algo de su inteligencia. Porque enfurruñándose de este modo y diciendo esas cosas, solo parece un crío maleducado.


P.S. Al cabo de unos días, volvió a presentarse este muchacho ante los medios de comunicación, para disculparse por las groserías. Eso, desde luego, le honra. Pero también se quiso descargar un poco de la responsabilidad de tan gruesas palabras, y apeló a eso tan viejo del contexto. Dijo que sus declaraciones habían sido "sesgadas y descontextaulizadas". Y se sacó del bolsillo unos versos de Machado, para pedir, de nuevo, perdón: "Siempre ha habido gente buena y gente mala, como dice A. Machado en su poema "He andado muchos caminos". Y es a esas buenas gentes asturianas a las que ofrezco públicamente mis disculpas". Me he quedado un rato pensativo. Yo, ¿en qué campo me hallaré? ¿Seré de los buenos o de los malos asturianos? Con lo bien que había empezado el muchacho... Tengo para mí que ahora, en lugar de arreglarlo, lo ha estropeado más.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Apunte lírico con estrambote

Cada noche teje el otoño en nuestra calle una alfombra, espléndida y dorada, de hojas secas. Y cada mañana aparecen los barrenderos y la deshacen con sus escobas, y meten todas esas hojas viejas en los cubos de la basura. Así cada día. El otoño bordando esa alfombra dorada, y los operarios municipales deshaciéndola. Hasta que llegan estos, se ve la calle bellísima. 

Cada día sucede lo mismo. Hasta que llegue el invierno y ya no haya nada que tejer. Entonces se van a joder los barrenderos.


martes, 3 de noviembre de 2015

José Antonio Marina, vendedor de crecepelo

El otro día, en El Intermedio, entrevistaron a José Antonio Marina.

Siempre suenan muy bien las cosas que dice. La melodía resulta armoniosa. Ahora, si uno se fija con cierta atención en la letra, si se reflexiona sobre ella, entonces la cosa comienza a chirriar o, en el peor de los casos, no se escucha nada. Solo un zumbido muy semejante al que hacen los tubos fluorescentes cuando están a punto de fundirse. Le ocurre en las entrevistas y le pasa en sus libros. Una luz que brilla un momento pero que se apaga inmediatamente, dejándonos a oscuras.

Así sucedió en esa entrevista que vimos hace unos días. 

Habló en ella de educación, a propósito de un libro que acaba de publicar. Lo primero que nos dejó perplejos fue su afirmación de que, si se siguiesen los consejos y teorías que se explican en ese libro suyo, el sistema educativo de este país se arreglaría en cinco años. Si se hiciese caso a sus fórmulas magistrales, dijo sin ruborizarse, en ese breve tiempo tendríamos una educación de excelencia. Nos dejó con la boca abierta.

Pasó luego a criticar la actual y reciente ley educativa, y colocó sobre la mesa dos opiniones que compartimos: que los políticos creen que con redactar una nueva ley todo se arreglará como por arte de birlibirloque, y que en este país la educación no le importa a nadie. De eso no hay duda. Sin embargo, nos enteramos a continuación de que el señor Marina es ahora asesor del ministro del ramo. Que uno sepa, ese ministro bendice la nueva ley, pues es el responsable de que se esté implantando al pie de la letra, sin variar, hasta este momento, ni una sola coma.

Por eso no nos extrañó que llegase, al fin, adonde acaban por llegar todos los expertos educativos que ha dado este país. Afirmó, de nuevo sin que se le subiesen los colores a las mejillas, que el gran problema de la educación era la formación del profesorado. "Acabáramos", exclamamos, dándonos una palmada en la frente, como aquella pobre doña Truhana de don Juan Manuel. 

Es ese el lugar común donde vienen a desembocar, como los ríos a la mar, los discursos todos de los trileros que han gobernado la educación de este país. Por lo menos, desde que uno entró a trabajar en este negociado. No las continuas reformas, las continuas insensateces, los recursos desviados o la falta de recursos. No el mirar para otro lado, la incompetencia de los responsables políticos o la poca vergüenza de inspectores, asesores y demás cortesanos pedagógicos... No. Todo eso no tiene, al parecer, nada que ver con lo que lleva ocurriendo durante todo este tiempo. Tampoco que a la gente la educación le importe, efectivamente, un bledo, o que la manera de contemplar el mundo que se ofrece como modelo en la televisión, las vallas publicitarias o los campos de fútbol, sea absolutamente contrario a los valores ilustrados que se tratan de difundir desde la escuela -además de ser también absolutamente deplorables-. No. Nada de eso. El problema verdaderamente serio y principal es la formación de los profesores.

Dejo a un lado la implicación maliciosa que tiene semejante afirmación, pues se deduce de ella que los profesores somos unos tarugos que no sabemos lo que hacemos. Convengamos que lo somos, convengamos que hemos llegado a nuestros puestos como quien gana una muñeca chochona en una tómbola de feria. ¿A qué formación se refiere entonces el señor Marina? ¿A que nos expliquen, por ejemplo a los de Lengua y Literatura, los secretos de la gramática española o las características de la literatura medieval, de las que no tendríamos ni idea? Les puedo asegurar que no es eso a lo que se refiere el experto Marina. El experto Marina, como toda esta clase de especialistas, está pensando en la formación pedagógica. A, como dijo explícitamente, saber explicarles a los alumnos no solo una serie de conocimientos, sino también qué hacer con ellos.  

Desde que trabajo en este oficio, he recibido toneladas de esta clase de formación. Y como yo, todos mis compañeros. Todo el gremio. Cursos y cursos sobre los misterios de esa ciencia pedagógica. Cientos y cientos de horas que constan en nuestras hojas de servicios. Pues bien, me he sentido siempre en ellos como aquel rey moro, del que también nos habló don Juan Manuel, al que unos pícaros engañaron con una tela que le dijeron resultaba invisible solo para los que no eran verdaderos hijos de sus padres. Exactamente igual. Los primeros cursos me sentía mal -un verdadero bastardo-, pero luego ya me di cuenta del engaño.

Esta clase de cursos continúan existiendo, aunque ahora con muchos menos medios y alaracas. Ahora la formación es online, o se convence a algunos ingenuos y voluntariosos, para que ilustren en estos saberes mágicos a sus compañeros. Como además, desde hace unos cuantos cursos, acostumbramos a pasarnos casi todas nuestras horas en las aulas, con los alumnos, resulta muy difícil reunirse con nadie para formarse de esa manera, o de cualquier otra, como tampoco para otros menesteres. Ahora estas cosas se hacen a salto de mata. Me imagino que el señor Marina sabría todo esto, de manera que sorprendió que no dijese nada al respecto. Un verdadero pícaro.

Un pícaro que trata de hacer pasar como nuevas unas ideas muy viejas. Porque se trata de industrias que tienen ya, y no exageramos, más de veinte años.  Eso, para unas doctrinas que se tratan de presentar como novedosas y salvadoras, es mucho tiempo. Lo que expuso el señor Marina es lo que vienen pregonando los políticos más zafios y sus asesores y cortesanos desde hace dos décadas; lo que repiten como loros sus comisarios, los periodistas desinformados, las gentes más groseras y despreocupadas.

De manera, señor Marina, que por mucho que engole la voz y ponga sus manos como si fuese a rezar, supongo que para bendecir sus palabras como muy sabias y profundas, diciendo esas cosas -que es capaz de arreglar todo en cinco años, etc, etc.-, usando esas palabras -formación, excelencia- o realizando tan torcidos diagnósticos,  se comporta del mismo modo que esas malas gentes, y nos recuerda mucho a aquellos charlatanes, vendedores de crecepelo y otras panaceas y elixires, que acostumbraban a aparecer en nuestras amadas películas del Oeste. Igualito.