Palacio es un lugar del concejo de Llanes en el que llevamos pasando buena parte del verano desde hace dos años. Este me llevé un cuaderno negro que me regalaron en la universidad y fui escribiendo en él el paso de esos días allí. Lo hemos titulado, como no podría ser de otro modo, "Cuaderno de Palacio", y aquí lo vamos a ir transcribiendo por no tener otra cosa que contarles:
CUADERNO DE PALACIO
Ha pasado un año y, sin embargo, nada parece haber cambiado aquí. Las nubes que velan las montañas podrían ser, como nosotros, más o menos las mismas del año pasado, igual que el orbayo que cae es la misma lluvia silenciosa y discreta de cada verano. Se diría que le gusta salir a recibirnos. Poco antes de que oscurezca, cruzan delante de la casa el viejo con bastón y el pastor alemán cojo que hace exactamente un año pasaban juntos, todos los días, frente a nuestra puerta.
Nos ha reconocido la casa. Y también el jardín. Y las montañas, que al fin se han dejado ver. Y el vecino escultor y su mujer, con los que hemos retomado las conversaciones del verano anterior.
Como si fuésemos a pasar la vida entera en este rincón del mundo, hemos cambiado algunas cosas: la mesa grande de la cocina la hemos llevado junto al aparador y la pequeña, de vieja madera cuarteada, la hemos colocado bajo el ventanuco que da a la calle, donde hay un jarrón con hortensias que alguien arrancó del jardín. Y en esta mesa vieja atacada por la polilla pero aún firme, bajo esa ventana diminuta y esas flores presumidas, escribimos cada tarde estas cosas...
Cada mañana, nada más despertarnos, abrimos las contraventanas y contemplamos el camino que cruza delante de la casa. Es un camino que serpentea cuesta abajo con la forma de un río. Y nos da mucha alegría verlo bajar.
El año pasado, las tardes de lluvia, que fueron frecuentes, encontramos en los cajones de las cómodas y aparadores, y en los arcones profundos, montones de viejas cartas en las que se saludaban lejanos parientes, se preguntaban por sus vidas, por la salud de unos y otros, daban cuenta de casamientos, nacimientos, enfermedades y muertes... También había testimonios de litigios y pleitos cerrados hace ya mucho tiempo. Y álbumes de fotos, algunas de principios del siglo, grupos familiares con el aire fantasmal de quienes llevan largos años muertos. Y polvorientas colecciones de periódicos y revistas de los años 60 y 70. Así pasábamos, curioseando entre todos esos tesoros, las tardes de lluvia.
¿Quiénes habrán vivido en esta casa que ahora solo acoge, algunos pocos meses al año, veraneantes como nosotros? De esas cartas y esas fotos poco se puede sacar, de manera que fantaseamos a menudo, en medio de la galbana de la sobremesa, con esas vidas, y pensamos en lo hermoso que sería conocer la biografía de esta casona desde el mismo día que pusieron sus cimientos, y qué fue de aquellos que la levantaron y vivieron en ella, sus casamientos, sus afanes, sus litigios y sus pleitos, sus enfermedades y sus muertes. ¡Qué novela estupenda si conociésemos todo eso y tuviésemos algo de talento para contarla!
El silencio, en este lugar encumbrado, vibra como un arpa. Si se pone atención, se pueden escuchar en él cosas prodigiosas.
Cuarteto de música antigua: los pájaros, los árboles, el viento, la lluvia.
Cada tarde, cuando está a punto de anochecer, nos suben los caseros una cántara de leche recién ordeñada.. Se lo agradecemos mucho y pegamos la hebra con ellos largo rato. Cuando al fin se despiden ya se ha hecho de noche. En el suelo, la cántara se ha vuelto fosforecente.
Los amaneceres en Palacio. Todas las mañanas entra la luz, por las rendijas de las contraventanas, silenciosa y tan blanca como la leche que nos traen los caseros. Suena el trino de un pájaro, siempre el mismo, y un tractor pasa desmadejándose... Abrimos la ventana. La carretera que parece un río luce hoy bajo un sol entusiasmado.
(Continuará)
Nos ha reconocido la casa. Y también el jardín. Y las montañas, que al fin se han dejado ver. Y el vecino escultor y su mujer, con los que hemos retomado las conversaciones del verano anterior.
Como si fuésemos a pasar la vida entera en este rincón del mundo, hemos cambiado algunas cosas: la mesa grande de la cocina la hemos llevado junto al aparador y la pequeña, de vieja madera cuarteada, la hemos colocado bajo el ventanuco que da a la calle, donde hay un jarrón con hortensias que alguien arrancó del jardín. Y en esta mesa vieja atacada por la polilla pero aún firme, bajo esa ventana diminuta y esas flores presumidas, escribimos cada tarde estas cosas...
Cada mañana, nada más despertarnos, abrimos las contraventanas y contemplamos el camino que cruza delante de la casa. Es un camino que serpentea cuesta abajo con la forma de un río. Y nos da mucha alegría verlo bajar.
El año pasado, las tardes de lluvia, que fueron frecuentes, encontramos en los cajones de las cómodas y aparadores, y en los arcones profundos, montones de viejas cartas en las que se saludaban lejanos parientes, se preguntaban por sus vidas, por la salud de unos y otros, daban cuenta de casamientos, nacimientos, enfermedades y muertes... También había testimonios de litigios y pleitos cerrados hace ya mucho tiempo. Y álbumes de fotos, algunas de principios del siglo, grupos familiares con el aire fantasmal de quienes llevan largos años muertos. Y polvorientas colecciones de periódicos y revistas de los años 60 y 70. Así pasábamos, curioseando entre todos esos tesoros, las tardes de lluvia.
¿Quiénes habrán vivido en esta casa que ahora solo acoge, algunos pocos meses al año, veraneantes como nosotros? De esas cartas y esas fotos poco se puede sacar, de manera que fantaseamos a menudo, en medio de la galbana de la sobremesa, con esas vidas, y pensamos en lo hermoso que sería conocer la biografía de esta casona desde el mismo día que pusieron sus cimientos, y qué fue de aquellos que la levantaron y vivieron en ella, sus casamientos, sus afanes, sus litigios y sus pleitos, sus enfermedades y sus muertes. ¡Qué novela estupenda si conociésemos todo eso y tuviésemos algo de talento para contarla!
El silencio, en este lugar encumbrado, vibra como un arpa. Si se pone atención, se pueden escuchar en él cosas prodigiosas.
Cuarteto de música antigua: los pájaros, los árboles, el viento, la lluvia.
Cada tarde, cuando está a punto de anochecer, nos suben los caseros una cántara de leche recién ordeñada.. Se lo agradecemos mucho y pegamos la hebra con ellos largo rato. Cuando al fin se despiden ya se ha hecho de noche. En el suelo, la cántara se ha vuelto fosforecente.
Los amaneceres en Palacio. Todas las mañanas entra la luz, por las rendijas de las contraventanas, silenciosa y tan blanca como la leche que nos traen los caseros. Suena el trino de un pájaro, siempre el mismo, y un tractor pasa desmadejándose... Abrimos la ventana. La carretera que parece un río luce hoy bajo un sol entusiasmado.
(Continuará)
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