Desde que escribo en el periódico, los artículos del verano los dejo hechos en junio. Como no sabe uno qué va a pasar, son siempre textos un poco vagos y evanescentes, en los que componemos un gesto que quiere ser lírico y literario. El de agosto es siempre el más difícil. En los últimos años, me ha dado por hablar de la vida que acostumbramos a llevar ese mes, perdidos en un pueblo de Llanes. Así que en junio me imagino qué estaremos haciendo en agosto, y lo cuento. Como esos programas de la radio o la tele que, aunque suelen ser en directo, a veces graban días antes de emitirlos.
Cada vez que lo hago, hace ya tres o cuatro años, pienso que a lo mejor, cuando se publique, no estaremos ni en ese lugar que describo ni haciendo nada de lo que allí fantaseo, que tal vez la vida dé un giro inesperado, y esté uno en otro lugar y en otros afanes. Pero de momento siempre ha resultado bien esta especie de playback periodístico y, más o menos, cuando salen esos artículos, lleva uno una vida más o menos parecida a la que allí se describe, y en el lugar que se dice.
Así este año, el 9 de agosto, se publicó este que ahora sigue, y sí, allí estábamos, en Palacio, como reyes.
Emblemas
Hace unos años pasábamos quince días en Poo. Igual que el topónimo que lo nombra, se trata de un lugar muy pequeño, apenas una decena de casas subidas a una loma en las estribaciones de la imponente sierra del Cuera, que es, a su vez, el prólogo de los majestuosos Picos de Europa. (De estas montañas podríamos hacer aquí una pintura admirativa y muy expresiva pero no porque, como decía sabiamente Camba, tratar de describir esta clase de paisajes resulta siempre una pretensión ridícula).
Teníamos alquilada una hermosa casa con jardín desde la que se veía el mar. Era la última casa del pueblo y, por tanto, la más encumbrada, alejada del bullicio de veraneantes que multiplican cada verano la población de ese pueblo. Al lado del muro que la cercaba nacía un camino que conducía a la sierra y por el que, nos contaban los vecinos, en los días más crudos del invierno bajaban los lobos.
Como se trata de un pueblo muy cercano a Llanes, acostumbraba a salir de casa muy temprano y, caminando, caminando, llegaba a esa villa por el Paseo de San Pedro, probablemente el lugar más hermoso del mundo.
Nada más entrar a la villa torcía a la izquierda y subía por unas aceras que enmarcaban unos solares vacíos. Crecían en estos las malas hierbas, flores huérfanas de nombre y toda clase de basuras. A pesar de esto, habían plantado ya las farolas, para que iluminasen aquella desolación cada noche. Pensaba al pasar que eran, aquellas calles trazadas para nada ni para nadie, emblema de lo que ha sido este país todos estos años. Pero sacudía esos pensamientos como perro que se espulga, y me encaramaba a lo alto, allí donde comenzaba el paseo. Me detenía unos minutos para contemplar el prodigio: a un lado el mar, su respiración profunda, su anchura inconcebible; al otro la sierra silenciosa, su solemnidad de rey antiguo. Y flanqueado por ellos, reanudaba la marcha, bajo mis pies un camino blando de hierba color esmeralda.
Hoy ya no veraneamos en Poo, en esa casa. Estamos, como los reyes, en Palacio, que es un pueblo más pequeño todavía, en una casa más modesta y antigua con un jardín más recogido. Como reyes, por tanto, en el exilio. Y doy en pensar que es este otro emblema, en este caso el de nuestra pobreza… Aunque no querría uno que se tomase esto como una queja, pues Palacio es también un lugar bellísimo, en el valle escondido de Ardisana, una deliciosa arcadia entre montañas. Pero ya no vemos el mar y el Paseo de San Pedro queda tan lejos que hay que ir hasta él en coche.
Sin embargo no he podido abandonar esa costumbre de madrugar para pasear por él. Algunas mañanas conduzco hasta esa urbanización fantasmal, aparco a la vera de unos cardos que medran robustos entre las baldosas que se resquebrajan, y subo hasta el paseo.
Cuando joven pasé largas horas del verano en este lugar. Me subía con un libro tras haberme dado un baño en la playa de El Sablón, que está a sus pies, y me quedaba allí hasta que el sol se enfriaba en el horizonte. Leía apoyado en el tronco de un pino torcido y raro, esculpido a lo largo de los años por el nordeste feroz. En aquellas dulces tardes doradas recuerdo haber leído la mayor parte de las novelas maravillosas –en ambos sentidos de la palabra- de Torrente Ballester: “La isla de los jacintos cortados”, “La princesa durmiente va a la escuela”, “Quizá nos lleve el viento al infinito”… Una de aquellas tardes descubrí en el mar, no demasiado lejos de la costa, envuelto en la calina, un viejo galeón con las jarcias relucientes y todas sus velas desplegadas, anclado frente a Puerto Chico. Pensé entonces, al descubrirlo, que era cosa del mar, de las montañas y de aquellas novelas fantásticas, que entre los tres juntos me habrían hipnotizado, y me habían puesto ese barco en el fondo de los ojos…
Pero no se trataba de una visión. Era Gonzalo Suárez, que rodaba aquellos días su poética visión del nacimiento del Romanticismo, su “Remando al viento”…
Recuerdo ahora aquellos días de la juventud y, si cierro los ojos, vuelvo a ver sobre la línea del horizonte aquel viejo barco que se pierde en la niebla. Emblema este de aquella juventud perdida, me digo… Y me vuelvo a sentar en la hierba, la espalda apoyada como entonces en el viejo pino jorobado, pequeño, torcido y raro que, al contrario que ese barco de cartón piedra, todavía sigue allí. Y como esas personas que abrazan a los árboles para absorber su energía telúrica, escucho en él, flexible y frágil, su lección de supervivencia. Para poder aguantar estos vientos oscuros que hoy nos azotan, más crueles que el nordeste fiero. Para que resbalen sobre nosotros sin troncharnos. Para que, aunque nos inclinen y puedan llegar a deformarnos, no consigan vencernos nunca. Para que sepamos, al fin, mantener las raíces bien sujetas en la tierra…
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