Por los valles del río Trubia, camino de Teverga. Santo Adriano, Proaza, carreteras estrechas entre montañas solemnes como catedrales, Asturias profunda, tierra de osos...
A Teverga, que es un pueblo pequeño y apacible, se llega por un garganta estrechísima. Íbamos para que los chiquillos visitasen el Parque de la Prehistoria y nosotros la Colegiata. Albergábamos la ilusión de encontrarnos con la misma guardesa que nos atendió cuando la vistamos hace cinco o seis años. Un personaje. Lo que entonces pasó lo escribí en el cuaderno que llevaba aquel año:
Después de comer emprendimos un paseo hasta la Colegiata. A mitad de camino encontramos la oficina de turismo. Era una caseta de madera colocada de un modo inestable en medio de un estrecho solar. Decidí entrar. Estaba todo en penumbra, y el funcionario que estaba tras el mostrador, solo y sin un brazo, como mutilado de guerra, se movía lentamente revolviendo papeles. Me alargó un par de folletos y comenzó a hacerme un montón de preguntas: ¿de dónde es usted?, ¿dónde está alojado?, ¿cómo supo de estos lugares?... Hacía todas esas preguntas con una voz monótona, oscura como aquel local, sin inflexiones. Apuntaba mis contestaciones - un conjunto de mentiras alegres y sin importancia- con gesto serio y concentrado, como si aquellos papeles fuesen de gran relevancia para la buena marcha del turismo en Asturias. Los cumplimentaba con tanta solemnidad, la manga izquierda caída sobre su costado, que casi al final comencé a sentir cierta mala conciencia por los embustes que le estaba embaulando.
Al fin dejamos a aquel hombre ocupado en ordenar sus papeles y continuamos el paseo. La Colegiata es preciosa. Nos encontramos la puerta cerrada y un papel pegado con celo a ella. "Normas de la Colegiata de San Pedro de Teverga" se leía al comienzo de esa hoja. Constaban estas de siete puntos e iban firmadas por el señor párroco. Los dos primeros informaban del horario de vistas y del precio de las entradas. El tercero recordaba que al tratarse de un templo se "rogaba el mayor decoro posible en el hablar y en el vestir". Pedía el cuarto el "máximo silencio" mientras la guardiana explicase todo lo relacionado con la fábrica del edificio, y el quinto sancionaba la prohibición de realizar fotos, filmar en vídeo o utilizar, durante la visita, el teléfono móvil. Pero el que no tenía desperdicio, el que más nos gustó por su carácter moral y por todo lo que sugería, fue el sexto mandamiento: "Antes de protestar recuerde que nosotros no obligamos a nadie a realizar la visita, la guardiana les está prestando un servicio que le permite a usted disfrutar de este singular edificio ya que el sacerdote está solamente para la atención pastoral de la parroquia". El séptimo indicaba que el incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores "puede suponer que le invitemos amablemente a abandonar el edificio, perdiendo el importe del donativo abonado".
Naturalmente, la lectura de esas siete tesis nos despertó unas ganas tremendas de conocer a la guardiana y no veíamos el momento en que se abriese la puerta y nos invitase a cruzar el umbral. Al rato, se abrió al fin aquel viejo portón, salieron seis o siete visitantes y ya asomó aquella mujer. Era menuda y pálida, de movimientos rígidos, muy delgada, con el pelo, ceniciento y apagado, recogido en un moño alto y apretado. Con gesto enérgico nos indicó que nos acercáramos y tras pagar la entrada nos fue colocando a todos en el pórtico, más ancho que la nave. Luego cerró la puerta, nos dio las buenas tardes y nos preguntó si habíamos leído con atención la hoja clavada en la puerta. "Bien, pues ya podemos comenzar la vista". Hablaba con una rara cadencia de tardes de rosario que poseía una poderosa capacidad hipnótica.
Habían entrado junto a nosotros tres muchachas norteamericanas. Cuando la guardesa cayó en la cuenta de que tenían estas ciertas dificultades para seguir sus explicaciones levantó su voz antigua y comenzó a acompañarse de gestos muy amplios y exagerados: "La figura de este capitel está orando. ¡Oraaaaando!", y levantaba las manos al cielo como si la estuviesen atracando. Luego miraba fijamente a las americanas para comprobar si se habían enterado, movía la cabeza arriba y abajo, y como aquellas le contestasen con el mismo gesto, un poco acobardadas, le nacía una sonrisa de satisfacción a la guardesa y ya se iba a otra cosa. Al contrario, cuando se enteró de que todos nosotros éramos nativos, se mostró desilusionada y nos dijo: "Ustedes, como son asturianos, vendrán entonces a ver las momias", y añadió: "Pues deben saber que hasta aquí han llegado gentes de todas partes, como estas muchachas, y hasta profesores muy entendidos, eminencias en la materia, de Barcelona recuerdo a algunos, y me han dicho que pocos lugares hay como este que ofrezcan muestras tan importantes del románico". No se lo tomamos a mal, porque nosotros estamos muy lejos de ser eminencias en nada y a los chiquillos los habíamos arrastrado hasta allí con el señuelo ese de las momias que guardan en la sacristía. Pero efectivamente la iglesia es un pequeña joya. Pequeña y desnuda, las figuras de los capiteles o el cristo del altar, románicos y bellísimos, no deben de ser fáciles de ver, efectivamente, en muchos lugares. Lo que más nos gustó fue, escondido bajo un capitel, el retrato del maestro que dirigió los trabajos de construcción de este templo, allá por el año de 1069, y que quiso dejar esa firma, discreta y humilde, en un rincón de la piedra.
"Bueno, y ahora ya vamos a pasar a la sacristía, donde están las momia", y nos miró con una sonrisa que no sé si era cómplice o desaprobadora. Fue entonces cuando mi tío le contó que había sido él muy amigo de Ramón, que fue alcalde del pueblo, y vivía muy cerca de esa iglesia. Le salieron unas pequeñas manchas en el cuello a la guardesa. "Sí, claro, don Ramón. Era muy buena persona. Entonces, como era él el que tenía las llaves de la iglesia, no era como ahora, y dejaba pasar a todo el mundo. Y no digo yo que eso estuviera mal -las manchas le iban creciendo como un borrón derramado-, ¡líbreme Dios! No , no. Pero claro, la gente lo tocaba todo, abrían las urnas... Pero era muy buena persona don Ramón, sí... Era muy amigo de mi marido también, que en paz estén los dos... Al parecer dejaba que la gente tocara las momias, aunque eso yo no lo sé de cierto. Eran amigos porque los dos eran hijos de madre soltera, y eso, antes, en los pueblos, unía a la gente. Muy buena persona Ramón, sí, sí..." Mientras iba diciendo esto, sin mirar a nadie, con la cabeza baja, como si monologase, nos dirigió a la sacristía, que hacía las veces de museo. Estaba en un rincón del claustro. Nos pareció tan hermoso este que, mientras buscaba la guardesa las llaves en los bolsillos de su rebeca, nos sentamos un momento para disfrutarlo mejor. Rectangular, con columnas de madera, como las vigas que sostenían el tejado, es un claustro pobre, lleno de hierbas locas, sin ningún adorno, apolillado, silencioso y raro como un fraile mendicante. No resultaba difícil imaginárselo mil años atrás, seguramente ya un poco destartalado, con los tejados arruinados por el peso de la nieve y las columnas comidas por la carcoma. Tanto me ensimismé que, cerrados los ojos, vi cómo comenzaba a nevar sobre ese claustro pobre perdido entre montañas.
Me despertó P., que tiraba de mí hacia la sacristía, que ya estaba abierta. Por fin íbamos a ver las momias. Resultaron ser una cosa repugnante. Medio podridas dentro de unas urnas polvorientas, con gesto de horror y espanto, parecían salidas de un cuadro de Solana. Los chiquillos se quedaron callados al verlas. Había también, enmarcado y tras un cristal, un manto bordado al parecer por doña Urraca. Presentaba el mismo color amarillento que las momias.
Fue una alivio salir al fin al día puro, a la tarde clara. Nos pusimos tan contentos de vernos fuera que nos quedamos un rato ramonenado alrededor del tejo espléndido que hay al lado de la Colegiata. Nos hicimos unas fotos a su sombra, tomamos unas botellas de sidra en un chigre próximo y, mientras caía la tarde, regresamos a casa.
Pero no puedo ser. Nos encontramos la Colegiata en obras de restauración, rodeada de vallas y con una alta grúa sobre el tejado del claustro. Espié por una rendija si continuaba aquel papel pegado en la puerta, pero tampoco. Fue una desilusión grande. Y yo que llevaba estudiado todo lo que había podido leer sobre esa iglesia -su parentesco con San Isidro de León, y con San Salvador de Valdediós, las columnas cruciformes de los pilares de la cabecera, los canecillos con figuras de animales y la cornisa ajedrezada, las complejas escenas de los capiteles...- para que viese la guardesa que los asturianos podemos ir allí de vista para algo más que a ver las momias... Pero no pudo ser. Nos volvimos para casa pensando en qué habrá sido de esa mujer.
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