Hay temporadas en las que no tenemos suerte con los libros que nos ponemos a leer. Los abrimos con ilusión pero, a las pocas páginas, se nos hace muy cuesta arriba su lectura. A veces no sabemos exactamente por qué razón se nos hacen tan fatigosos, por qué, cuando por fin tenemos tiempo para volver a ellos, no nos hace ninguna ilusión, y preferimos sentarnos frente al ordenador, encender la tele, ojear una revista... Son libros que nos dejan indiferentes, que no nos parecen ni malos ni buenos. Y estoy persuadido de que, la mayor parte de las veces, la culpa no es suya sino nuestra.
Hubo un tiempo en que, pese a todo, trabajosamente, los terminábamos, obligándonos a llegar hasta la última página, por mucho que nos costase. Pero creo que fue con el Ulises cuando me paré, y me dije que qué era lo que estaba haciendo, que cómo era tan gilipollas... Ahora, si un libro me disgusta, lo dejó sin remordimiento alguno, sin piedad, sin mirar atrás.
Hace bien poco tuvimos que sufrir una de estas temporadas cenicientas y tristes. Nos sucedió con tres libros seguidos. Dos los habíamos comprado nosotros y el tercero nos los prestó un amigo.
"Días bajo el cielo" es uno de esos tomos que nos gustan mucho, en octavo, para llevar por ahí en el bolsillo. Acompañan ese sueño de rentista ocioso que albergamos cada vez que cubrimos la quiniela. Nos pasaríamos la vida por ahí, de viaje, de paseo, y en el bolsillo de la gabardina -porque en ese sueño recurrente nuestro siempre es otoño, y llueve- llevaríamos un libro de ese tamaño y de esa naturaleza, una miscelánea de aforismos, apuntes diarísticos, pequeños artículos, algunos versos... Sin embargo, no sé la razón, a este que digo aquí no le hemos encontrado el encanto que nos pareció adivinar en él cuando lo hojeamos en la librería. No sé, algunas anotaciones son bonitas ( "¿Qué puedes darme, agosto, si por tus campos libres solo quedan en flor los cardos?"; "Escribir: volar dejando un rastro"; "Hoy la ermita ya no tenía veleta. ¿Desprendida? ¿Robada? Tal vez aburrida de su vida ermitaña, se dejó llevar por el primer aire que sopló y después no supo orientarse"; "Ser leve y dejar huella, igual que los gorriones en la nieve") pero la imagen virgiliana que retrata, no sé por qué, no nos ha seducido lo suficiente.
"El tiempo baldío", de una editorial recién inaugurada, me costó conseguirlo. En la Fnac de Oviedo lo tenían, pero no sabían dónde. Me pidieron mi número de teléfono y prometieron que, cuando al fin lo hallasen, me llamarían. Pero se ve que aún siguen buscándolo, porque todavía no he recibido esa llamada. Como ya me barruntaba algo así, lo pedí en una librería de mi pueblo, que aunque no lo tenía, me lo consiguió en unas horas. Pero, lamento decirlo, no merecía tantos desvelos. La edición es bonita, pero lo que se cuenta dentro nos ha dejado más fríos que los crudos inviernos de Tineo, y, en ocasiones, como el cuento final, un poco enfadados. ¿De verdad que era necesario publicar un cuento así?
Me acordé del aforismo de Eder: "Los libros cuando son malos son muy caros, y cuando son buenos una ganga". A mí estos dos no me han salido ni caros ni baratos.
"Los libros son tímidos", de una escritora italiana, que es el que me prestó mi amigo, no anunciaba nada bueno desde el mismo título. Sin embargo, después de los dos anteriores, me encontró un poco aturdido y caí en la trampa de lo que decía la solapa, que la voz de ese libro era muy parecida a la de Natalia Ginzburg. ¡Ja! Supongo que el editor consideró suficiente el hecho de que las dos sean mujeres e italianas para juntarlas en esas líneas de presentación. No pasé de la página treinta. Con una redacción redicha y fatigosa, cuenta sus experiencias lectoras de un modo tan envarado y aburrido que ya caí en la desesperación más absoluta.
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