La casa de las golondrinas. Hay en este pueblo, a orilla de la carretera, una casa abandonada. Tiene la puerta desquiciada y las ventanas sin cristales. Pero es una casa alegre porque alguien ha aprovechado un pequeño terreno frente a ella para cultivar un diminuto huerto y la han ocupado las golondrinas, que entran y salen por los balcones y ventanas, una y otra vez, con esas cabriolas y volantines tan suyos, como niños en verano...
Posada es el pueblo más grande de estos alrededores y el que los abastece de las dos o tres cosas necesarias y de todo lo demás. Allí está la ferretería, y la farmacia, y dos supermercados, y tres sucursales bancarias. Hay también varias cafeterías, y una tienda de electrodomésticos, y dos papelerías... Y está, claro, la estación del ferrocarril, aunque apenas se ve a nadie allí pues nadie viaja ya en ese tren de vía estrecha. Hubo también un cine, pero solo queda de él el edificio descarnado y medio en ruinas. Conserva, en la fachada, el nombre: Cine Pontbal, y dos grandes puertas de madera apolillada y deslucida por donde se puede ver, entre rendijas, lo que queda del interior: el ambigú lleno de escombros y, donde era la sala, un descampado comido por las zarzas, sin techo, y lleno de basuras.
San Salvador de Celorio lleva aquí, a la orilla del mar, desde el siglo XI. ¿Cuántas olas habrán roto contra sus muros? ¿Cuántas mareas en todo ese tiempo habrán llegado a besar sus piedras para retirarse después? ¿Llevará algún monje la cuenta? El tiempo, cuando es tan largo, se vuelve abstracto.
Acababa de leer el poema contra la vejez que Yeats pone en labios de Hanrahan el Rojo:
"El poeta, Owen Hanrahan, a la sombra de un arbusto de mayo,
lanza una maldición sobre su propia cabeza
por volverse marchita y gris..."
Así comienza y continúa maldiciendo a todo lo que es viejo y está decrépito, incluidos algunos vecinos suyos que luego, molestos, le quemarán su choza al errabundo Hanrahan. Termina de este modo:
"...pero bendice a las flores de mayo,
pues llenas de hermosura vienen y se van".
Acababa de leer esto, sentado al sol a la puerta de la casa, cuando se escuchó un golpe sordo, repetido y regular que venía de la carretera y se iba acercando. No tardó en aparecer una anciana que caminaba apoyada en un bastón de madera de serbal, como el de Hanraham, y que era el que sonaba de ese modo. Llevaba unas zapatillas de fieltro y negros calcetines, y tenía las piernas muy flacas y llenas de bultos. Se abrigaba, a pesar del calor del día, con una toquilla oscura, porque llevaba el frío consigo, anidado en sus huesos, y ese sol apenas era una caricia muy leve para ellos. Cruzó delante de la casa sin mirarnos, absorta, ensimismada, cada golpe de su bastón en el camino un recuerdo amargo y muy lejano. Y de pronto temí que hubiese salido de las páginas de mi libro, pues era la viva imagen, esa mujer, de la vejez más inconsolable.
Cada tarde entra el viento en conversación con el manzano del jardín. A su lado, cabecean las hortensias como comadres que les diesen la razón en lo que aquellos se dicen...
La montaña, frente a nosotros, parece grabada en cristal, en el cristal de este cielo de hoy, transparente, limpio, añil...
La montaña, frente a nosotros, parece grabada en cristal, en el cristal de este cielo de hoy, transparente, limpio, añil...
Cae la tarde, hoy, como fruta madura.
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