Visita a Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo. Echando cuentas, hacía casi veinte años que no nos acercábamos a estos monumentos prodigiosos. Naturalmente, ellos continúan má o menos como siempre, pero los alrededores los encontramos transformados. Por ejemplo ya no se permite aparcar los coches a la orilla misma de los edificios y han construido un aparcamiento doscientos metros más abajo. Son dos grandes explanadas asfaltadas con un poco de hierba y media docena de árboles separándolas. Había muy pocos coches pero gente bastante más, tumbada sobre la hierba o en sillas de playa, tomando el sol. Al lado de una furgoneta, para aprovechar su sombra, cuatro abuelas jugaban una partida de parchís sobre una mesa de camping.
De ese aparcamiento sale un camino hacia Santa María. Entre árboles muy altos y prados silenciosos, parece como si estuvieses muy lejos de la ciudad. Antes de llegar, junto a una fuente han levantado un edificio para recibir a los visitantes, eso que la jerga moderna llama "centro de interpretación". Maquetas, vídeos y paneles informativos para que el interesado se ilustre antes de acercarse al fin a las venerables y antiquísimas piedras patrimonio de la humanidad.
Luego ya solo queda subir cien metros y de pronto, a la izquierda, descubres sobre tu cabeza, encumbrada, una delicadísima pieza de piedra blanca y aire entre finas columnas: Santa María del Naranco. La verdad es que llegados a ese punto se olvida uno de la trabajosa subida. El efecto es teatral y fascinate, bien pensado.
El guía que nos tocó, vestido con un traje de verano blanco y una curiosa corbata corta y amarilla, resultó ser como una estricta gobernanta inglesa. "Los niños deben ir cogidos de la mano en todo momento", nos ordenó mientras nos vendía las entradas, con voz mecánica y fría. "Algunos lugares pueden ser peligrosos y si caen o se hacen daño, nosotros no nos haremos responsables", concluyó.
Cuando ya nos tuvo a todos en la nave central, exigió silencio y comenzó a explicar exactamente lo mismo que acabábamos de leer en los paneles del edificio al lado de la fuente. Lo hacía con desgana, con una voz de vieja grabadora a la que le empezasen a fallar las pilas.
En la cripta, cuando la gente se acercaba a una puerta que daba acceso a una estancia más hundida, una antigua sauna o lo que fuera, que al parecer no se sabe con certeza, cambió nuestro guía el timbre de su voz, histerizándolo un poco, y gritó: "Tengan muchísimo cuidado; ayer, por no seguir nuestras inidicaciones, se cayó una señora y se hizo bastante daño". Los que estaban asomados a esa puerta dieron un respingo todos al mismo tiempo, como si fuesen un cuerpo de baile y lo tuviesen muy bien ensayado, y se apartaron rápidamente de ese umbral.
Los chiquillos, que por supuesto no se dejaban coger de la mano, estaban fascinados con ese hombre de blanco, con su curiosa forma de hablar y su corbata menguada y amarilla, y les entraba la risa, que embolsaban en sus carrillos y a duras penas conseguían retener.
Después nos pastoreó ese guía peregrino hasta San Miguel y allí todo fue más o menos igual. Al final, cuando estaba describiendo las jambas, al señalar a los saltimbanquis que están alli grabados, se les desbordó la risa que llevaban represando tan largo rato, por culpa, según se excusaron más tarde, de esa palabra, "saltimbanquis", que no habían escuchado nunca y que les parecía, dijeron, bien ridícula.
El guía escuchó esas risas infantiles como quien oye llover, flemático e impasible, dio fin a la vista y se despidió de nosotros con la misma voz fría, monótona y mecánica con la que nos había recibido.
En el aparcamiento, las cuatro abuelas del parchís ya habían concluido su partida y se disponían a merendar. Sobre la mesa de camping brillaban al sol dos botellas de licor de hierbas.
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