martes, 20 de diciembre de 2016

La piscina

Ahora vamos a la piscina por las tardes. Dos o tres a la semana. Antes no, antes íbamos por las mañanas, un poco aprisa, los días que teníamos algún hueco en el trabajo. Como la piscina está cerca del instituto, aprovechábamos cuando no teníamos la clase de después del recreo, por ejemplo, y nos acercábamos a hacer unos largos. 

Andábamos siempre muy pendientes del reloj esos días que digo, y además con dos mochilas encima, la de los libros y el ordenador y la de la impedimenta del nadador, incluidas unas aletas.

Así que este curso hemos decidido tomárnoslo con más calma, y acudimos a media tarde, después de haber dejado enjaretadas las clases del día siguiente, o de leer un rato, de dar la clase de pendientes vespertina los martes, o de hacer la compra los lunes. Depende de la tarde. Lo invariable es que vamos mucho más tranquilos, y nadamos mejor.

El ambiente también es diferente. Por las mañanas concidía con abuelos que iban por prescripción médica, por culpa de una hernia o de otro dolor parecido, y de jóvenes hipermusculados que preparaban unas oposiciones, para policías municipales o bomberos. Las conversaciones eran monótonas. Los abuelos apenas decían nada, si acaso se encontraban con algún conocido, se contaban, adustos y con pocas palabras, sus achaques. Y los jóvenes de los slips y los abdominales esculpidos, solo hablaban de sus marcas, de las carreras populares a las que iban, de las horas que echaban en el gimnasio, o de lo difícil que se les hacía la parte teórica, que al parecer llevaban casi todos mucho peor que las pruebas físicas...

Ahora no, ahora comparto el vestuario con hombres de mediana edad -mes semblables, mes frères-, que como aquellos abuelos tampoco dicen esta boca es mía, y con un montón de niños, acompañados por sus padres, que acaban de salir del cursillo. Y es mucho más agradecido, porque los críos, casi todos muy pequeños, no paran de hablar, de hacerles preguntas a sus progenitores, y sobre todo de cantar con sus lenguas de trapo. En la piscina de nuestro barrio los niños sobre todo cantan, cantan una y otra vez la misma canción. Lo hacen mientras los padres los persiguen por todo el vestuario, tratando de secarles el pelo. No entiendo lo que cantan, pero suenan todas las melodías muy alegres, pues se les ve bien felices a los chiquillos, como es natural a su edad, y a sus padre sudando la gota gorda... Ahora ya están con los villancicos, esos sí los reconozco. De manera que me meto en la piscina muy feliz también, porque me contagian ellos esa alegría pura, y también, lo confieso, porque me acuerdo, con cierta nostalgia, de cuando P. tenía esos años, y era yo uno de esos padres sofocados.


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