jueves, 28 de febrero de 2013

La mano de nieve

Acabo de subir de la calle, de dejar la basura, y continúa nevando.

Al levantarnos esta mañana, caía como una pelusilla de nieve, una nieve muy menuda y tímida que no era capaz de dejar su huella ni en los tejados ni en las calles. Apenas se posaba y ya no era nada. Luego, después de desayunar, cuando volvimos a mirar por la ventana, ya no encontramos señales de ella. 



Así pasó toda la mañana, sin nuevas noticias de la nieve. Supusimos entonces que tal vez no la volveríamos a ver hasta dentro de mucho tiempo, quizás hasta el próximo invierno o más tarde aún. 



Sin embargo, al mediodía, cuando todo parecía más calmado, regresó de repente y ya no ha dejado de nevar. 



Volvió, además, más copiosa y entusiasmada, como si hubiese cobrado confianza, sin la timidez de la mañana. Se dejaba caer gloriosamente. Era como cuando mi madre espolvoreaba de azúcar glas sus milhojas. Se convirtió la ciudad en un postre helado.



Trajo consigo, como es su costumbre, un silencio nuevo, y difuminó el paisaje y sus figuras envolviéndolas en un cuadro impresionista. Los contornos habitualmente nítidos de los edificios, de las esquinas y las calles, y las figuras de los paseantes, se volvieron poéticos y borrosos. Tiene la nieve alma de artista y embellece cuanto toca con su mano, incluso esta ciudad nuestra tan gris y sin relieve...



Luego, mientras jugábamos el partido de los jueves -que ganamos al fin, con un juego casi exquisito, tras una larga travesía por un desierto de derrotas injustificables y rotundas-, entre jugada y jugada, me dio tiempo a mirar por los altos ventanales del pabellón cómo seguía cayendo, hermosos copos redondos y rotundos como gorriones bien alimentados. Me daba tanta alegría que jugaba cada vez mejor...



De vuelta a casa, con las aceras alfombradas de armiño, me dediqué a sacar algunas fotos. Caminaba lentamente. Una mano de nieve acariciaba de la ciudad y repiqueteaba sobre su piel con innumerables dedos. 


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