miércoles, 20 de febrero de 2013

Viaje de invierno IV. Historias de paraguas

El domingo, cuando cruzábamos los cien metros que separaban el lugar donde aparcamos el coche del restaurante donde comimos, mi madre estuvo a punto de sacarle los ojos a una media docena de personas con el paraguas. Mi madre, con el paraguas abierto siempre ha sido un peligro público.

Conducir un paraguas no es asunto baladí. No todo el mundo sabe. Mi madre creo yo que sí que sabe llevarlo cómo es debido, lo que ocurre es que no le da la gana. Sobre todo cuando salimos a otra ciudad. Entonces abandona los movimientos de cortesía, indispensables para no desgraciar a otros paseantes, y avanza sin miramientos hacia su destino golpeando en su marcha frentes y cabezas, o chocando aparatosamente contra otros paraguas a los que no les ha dado tiempo de apartarse. Cuando esto sucede, mi madre le lanza una mirada desaprobadora a sus víctimas y les pide perdón con una gelidez digna de la reina de Inglaterra."No es nada, señora, no se preocupe", balbucean llenos de culpabilidad, como si hubiesen sido ellos los causantes del tropiezo. Así que fui a su lado  para  ir desviando en el último momento su paraguas y evitar que se consumase la desgracia y que Gijón sumase ese día unos cuantos nuevos tuertos.

A mí me fascinan los paraguas. Me parecen uno de los inventos más acabados de la humanidad. Sencillos, elegantes, prácticos, perfectos. Junto al de la bicicleta, es mi invento favorito...

El lunes, justo cuando comenzó a nevar en Mieres, acompañé a mi padre a comprar uno. Se le había descompuesto el suyo, el de diario - pues también hay paraguas de domingo-. Lo acompañé para hacerme yo también con otro, que todos los pierdo. Creo que ya lo conté una vez. Mi historia con los paraguas es una historia de amor no correspondido. A mí, los paraguas me abandonan sin remedio... 

Fuimos al supermercado de Hunosa, que está al lado de casa. Es un lugar bien curioso ese supermercado.  Entra uno en él y es como si hubieses ingresado en un país del este en los años del comunismo... Estantes medio vacíos, ausencia de rótulos y anuncios a todo color, luz mortecina, hoscos dependientes, silencio... Todo de un grisura desconsolada. Antes era muy diferente y solo podían entrar a hacer sus compras en él los empleados de esa compañía minera. Tenía unos precios imbatibles, subvencionados por el estado. Recuerdo que en aquellos años hacíamos unas colas eternas tanto al entrar como al salir, esperando que quedase alguna caja libre para pagar... Cada vez que mi madre anunciaba que tocaba compra en el Súper, mi hermano y yo nos echábamos a llorar, e intentábamos disuadirla de todas las formas posibles: nos inventábamos un ataque de apendicitis, o un examen imprevisto, o cualquier otra excusa que nos librara de aquella pesadilla de las colas  interminables. Eran días desgraciados que nos hacían ver la existencia del color de una negra escombrera de carbón. Lo que de existencialismo haya hoy en nosotros nació, sin duda, de aquellas horas tediosas e interminables en aquel Súper de Hunosa. Ahora que dejan entrar a todo el mundo casi nunca hay nadie y ya no se forman colas como aquellas de nuestra infancia.

Seríamos, esa mañana, media docena de clientes  Compramos unos paraguas muy buenos, con una montura especial con sistema anti-viento y varillas de aluminio y fiberglass -no sé qué pueda ser esto, lo he copiado de la etiqueta, pero sospecho que ha de ser cosa muy buena-... Y ya nos salimos tan contentos, con nuestros flamantes paraguas bajo el brazo. Los abrimos, mi padre y yo, en la misma puerta del Súper, bajo  la nevada...

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