Adelantándonos a las celebraciones de la semana que viene, hemos escrito hoy de la Constitución en el periódico (aunque de lo que realmente se habla es de mi viejo profesor, don Prisciliano, por lo que lo iba a titular así: "Don Prisciliano", o "Don Prisciliano y la Constitución". Sin embargo, al final, no sé la razón, preferimos ese de "Artículos de broma").
Artículos de broma
Lo recuerdo, a don Prisciliano, envuelto en una blanca nube de humo. Llegaba cada tarde a clase con paso cansino, el pitillo siempre entre los labios y esa bruma que lo difuminaba y nos lo hacía parecer muy lejano. Tardaba una eternidad en llegar hasta su mesa en la tarima y, cuando al fin se sentaba, nos lanzaba una mirada fatigada y escéptica. Fumaba sin descanso. Debía de ser su forma de suspirar. Durante dos cursos fue nuestro profesor de Historia. Pienso que no albergaba ninguna confianza en la labor benefactora de la educación, y que esa era la razón por la que nos enseñaba esta materia sin ningún entusiasmo. Quiero creer que era consciente de que lo verdaderamente importante nunca se aprende en un aula, y de que la Historia es ciencia incierta y muchas veces fantástica, y que debía de pensar que todo profesor es en buena parte un farsante, pues como dijo alguien, solo el que no sabe enseña. Me atrevo a imaginarme todo esto porque los únicos momentos en los que don Prisciliano parecía recobrar cierto brillo en su mirada melancólica y miope era cuando dejaba de lado el libro de texto y el programa, y nos contaba cómo se había hecho profesor para evitar tener que trabajar, como su padre, en la mina; o cuando se guaseaba sin piedad del pequeño museo de arte abstracto que la directora del instituto había creado; o cuando nos anunciaba que la vida es muy rara, y que ya nos daríamos cuenta. En esos momentos, se olvidaba durante unos minutos de su pitillo, que se consumía olvidado entre sus dedos, la nube se levantaba sobre su cabeza y entonces podíamos distinguir con nitidez su rostro. Fue en uno de esos momentos en que escampaba cuando nos dijo que una constitución no debería tener artículos que hiciesen reír, y que la nuestra era una verdadera comedia. Luego volvía al libro, al programa y a su cigarro, al que arrimaba un par de caladas largas e intensas, y ya volvía a borrarse tras un velo de humo.
Cada año, cuando se acerca esta fecha en la que se festeja la Constitución , me acuerdo de mi herético y singular profesor de Historia, y de aquella frase suya sobre la Carta Magna. Se refería a dos artículos en concreto: el que habla del derecho al trabajo de todos los españoles y el que lo hace del derecho a una vivienda digna… Cada vez que los leía le daba la risa, decía. ¿Qué pensará ahora, me pregunto, cuando ya son casi seis millones los parados y los desahucios el pan nuestro de cada día? ¿Continuará pensando que es una comedia o, tal y como están las cosas, le parecerá ahora una completa tragedia?
Porque son muchos más los artículos que nos pueden hacer reír.
Lean ustedes lo que ese sagrado texto refiere de las obligaciones de todos con la hacienda pública, del derecho a la educación, la sanidad y la justicia, de la distribución de la riqueza o del papel de los partidos políticos y del Parlamento como garante de todos esos derechos ciudadanos… Lean todo eso y guarden cuidado de no atorarse con las carcajadas.
Tampoco ha sido mal chascarrillo ese de que la Constitución no se podía tocar, como si se tratase de un incunable que hubiese que resguardar de la luz y el efecto corrosivo de las corrientes de aire, y mantener por ello dentro de una urna a una temperatura regular y adecuada. Eso nos decían y, de pronto, por arte de birlibirloque, en apenas unas horas y sin inmutarse, se emborrona con un nuevo artículo que asegura que antes de atender a nuestros escolares o enfermos se pagará a esos acreedores y prestamistas que se enriquecen con nuestra deuda. Ese sí que fue, no me lo negarán, un chiste estupendo.
Como resulta igualmente muy gracioso el que tengamos todavía leyes que llevan decenas de años sin modificarse y que chocan de frente y a gran velocidad con lo que la Constitución sanciona. Entre otras muchas, la ley hipotecaria, de la que sabemos ahora un montón de cosas indignas…
Todas las crisis tiene algo positivo, nos animan algunos: aprenderemos a ser más austeros, recuperaremos la vieja sabiduría que nos permitirá disfrutar de las cosas más pequeñas, no confundiremos valor y precio… Puede que todo esto sea cierto, pero también está sirviendo para dejar al desnudo las miserias de esta sociedad nuestra: la incompetencia interesada de los políticos, su ceguera y su egoísmo; la deshonestidad de tantos medios de comunicación que en lugar de informar o formar, deforman; la usura de un indecente sistema financiero sin ética ni moral alguna; las malas artes de las grandes corporaciones y el cabildeo entre estas y los políticos que dicen trabajar por nuestros intereses y que, cuando se jubilan, son premiados con un puesto en el consejo de administración, seguramente como premio por haberles ayudado en la estafa al ciudadano; etc., etc.
Llevaba razón mi viejo profesor don Prisciliano. Una constitución no debería ser motivo de risa, no debería parecer un bazar de artículos de broma. Una constitución tendría que resultar una cosa bien seria y respetable. Hoy, cuando se lee la nuestra, nos asaltan grandes, amargas carcajadas.
Me ha encantado, compañero. Llevaba unos días sin leerte (me voy reservando tus artículos y luego me los meriendo de una sentada, porque no empachan), y he disfrutado mucho con todos, pero con este en particular. Hermoso tu recuerdo de don Prisciliano -su nombre podría hacerlo parecer paisano mío, por lo difícil y recóndito- y certero tu análisis de la Carta Magna, cada minuto que pasa menos magna, desde luego.
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