El sábado por la mañana acostumbro a hacer las compras temprano para tener tiempo luego de ir por ahí, de vagabundeo y librerías.
Este pasado, nada más salir comencé a cruzarme con gentes vestidas de azul, como aquella muñeca famosa.
Al principio, distraído como iba, como siempre, pensé con pesadumbre que se trataba de una de las muchas reivindicaciones laborales que sacan a la gente a las calles a protestar; pensé que serían, esas personas, empleados públicos o trabajadores de alguna empresa que estuviese a punto de ponerlos a todos de patitas en la calle. Los miraba solidario a los ojos, pero ninguno me devolvía esa mirada, pues iban también ellos afanados en otra cosa.
Como a cada paso que daba eran más esas gentes de azul, ya les presté mayor atención y comprobé que todas llevaban colgadas al cuello unas cámaras fotográficas muy aparentes, amartilladas con teleobjetivos de grueso calibre. Como si fuesen fotógrafos de prensa... Fue entonces cuando leí el texto que llevaban estampado en los petos azules. No eran consignas sindicales, gritos de protesta. Anunciaban simplemente que estaban participando, todos los que los llevaban, en un maratón fotográfica...
Por eso iban tan afanadas esas gentes... En todas las esquinas te los tropezabas, la cámara pegada al ojo, en busca de la foto que mejor retratase la ciudad... Mujeres y hombres, jóvenes y viejos, se les veía a todos muy serios, concentrados, achinando los ojos por descubrir mejor la imagen definitiva... Algunos se movían muy lentamente, como si acechasen a un animal; otros caminaban con prisa, como si fuesen a perder el tren; otros realizaban contorsiones arriesgadísimas a ras de acera en busca de un ángulo nunca visto...
Me dieron cierta lástima tantos esfuerzos, la fiebre que se les adivinaba a casi todos en la mirada, esa desesperación por encontrar la imagen incontestable, la más hermosa... La ciudad era la misma de todos los sábados por la mañana, el otoño el mismo de cada año... Me entró en ese momento un ataque de pedantería, y pensé que por mucha prisa que se dieran, por muy serios que se pusieran, nada iban a conseguir si no se traían ya de casa lo que buscaban. Solo lograrían esa foto los que supiesen ver en ese sábado corriente y cotidiano lo que la vida esconde de único y milagroso. Lo que todos tenemos delante de los ojos cada día y no sabemos ver. No hay más misterio que ese, no hay ningún otro secreto. Eso es el arte.
Y, pensando esto, continué con mi vagabundeo, hinchado de pedantería, hasta que tropecé con un adoquín mal puesto, y me pregunté:
¿Qué hubiese fotografiado uno el sábado pasado por la mañana?: ¿el mendigo velazqueño, mutilado y colérico, de la esquina de la calle Concepción?; ¿el cielo (seguramente lo más hermoso de esta ciudad)?; ¿las nubes peregrinas, vagabundas? Había llegado ante la entrada del parque. Era, esa mañana, un retablo barroco: ardían los árboles de pan de oro y el suelo se extendía suntuoso de hojas caídas. Parecía un escenario preparado para que el Otoño en persona apareciese subido a una carroza de pámpanos y sarmientos. Naturalmente, había allí delante una docena de fotógrafos azules. Me quedé un rato parado, contemplado el Otoño, así, en mayúsculas. Porque parecía reamente como si el Otoño en persona se nos hubiese aparecido... Pero no llevaba uno cámara de fotos y, de haberla llevado, tampoco habría sabido fotografiar ese prodigio... Uno, el sábado por la mañana, paseaba sin otro propósito que ese de flanear. Ni siquiera pensaba en contar nada de esto aquí. Vivía nada más, y si bien el arte verdadero tiene que estar vivo y palpitante, al contrario, la vida rara vez es un arte; en el mejor de los casos, una artesanía. Y gracias.
¿Qué hubiese fotografiado uno el sábado pasado por la mañana?: ¿el mendigo velazqueño, mutilado y colérico, de la esquina de la calle Concepción?; ¿el cielo (seguramente lo más hermoso de esta ciudad)?; ¿las nubes peregrinas, vagabundas? Había llegado ante la entrada del parque. Era, esa mañana, un retablo barroco: ardían los árboles de pan de oro y el suelo se extendía suntuoso de hojas caídas. Parecía un escenario preparado para que el Otoño en persona apareciese subido a una carroza de pámpanos y sarmientos. Naturalmente, había allí delante una docena de fotógrafos azules. Me quedé un rato parado, contemplado el Otoño, así, en mayúsculas. Porque parecía reamente como si el Otoño en persona se nos hubiese aparecido... Pero no llevaba uno cámara de fotos y, de haberla llevado, tampoco habría sabido fotografiar ese prodigio... Uno, el sábado por la mañana, paseaba sin otro propósito que ese de flanear. Ni siquiera pensaba en contar nada de esto aquí. Vivía nada más, y si bien el arte verdadero tiene que estar vivo y palpitante, al contrario, la vida rara vez es un arte; en el mejor de los casos, una artesanía. Y gracias.
(Foto tomada de cuadernodepoesia.blogspot.com)
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