En nuestra casa, cuando llega el jueves por la tarde, nos entra a todos la locura deportiva.
Apenas pasada la sobremesa, esa tarde yo salgo para el partido de los jueves. El de este fue glorioso. No voy a decir que me sentí como Lionel, pero casi. Cuatro goles metí, de muy diversa factura (el primero pareció fruto de una habilidad suprema pero he de confesar que solo lo fue de la pura casualidad; el segundo y el cuarto a puerta vacía tras elaboradas jugadas de mis compañeros; y el tercero de cabeza, de espaldas a la portería, que me hizo mucha ilusión). Vencimos por 6 a 3. Si la información la doy por este orden -primero mi actuación prodigiosa y después el resultado- es porque ayer me hizo más ilusión lo personal que lo colectivo. Como a Cristiano Ronaldo.
Luego, cuando yo llego, me cruzo con A. y con P. La primera se va a hacer pilates y el segundo a patinar.
El viernes A. descansa, pero P. y yo no. P. el viernes juega su partido de baloncesto y yo lo veo desde la banda y acabo más cansado que él. Cuando termina el partido quedó derrengado, irritada la garganta y las piernas agarrotadas. Por la tensión. Junto a los otros padres, no dejamos de desgañitarnos, de dar saltos y de comernos los puños. Hoy en concreto fue como todos los viernes en general. Clara derrota.
Pero lo peor fue que al llegar a casa no me fue posible descansar, que ponían en la tele el Sporting-Ponferradina. Cuando lo comuniqué, que yo iba a ver ese partido, A. y P. me aconsejaron que no lo hiciera, que cenara tranquilamente viendo cualquier otra cosa, Super Nany, por ejemplo... Querían evitarme el berrinche. Pero no les hice caso, y así estoy ahora, con los puños en carne viva - de haber seguido comiéndomelos-, las piernas destrozadas -de patalear de rabia contenida- y, lo que es peor, con el alma hecha jirones.
El deporte, a veces, es muy duro.
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