La primera muerte que viví fue la de mi abuela materna. Era muy pequeño aún -creo que ocho años-, y me quedó de aquella experiencia, además de un gran desconsuelo, la idea firme de que mi abuela, de algún modo, seguiría sabiendo de mí. Se me metió en la cabeza que podría ir viendo lo que yo fuese haciendo en la vida, como si esta fuese uno de esos reality show que se pusieron de moda mucho más tarde y los muertos se fuesen todos a un hotel con televisión por cable...
Recuerdo que al poco tiempo de su muerte entramos en una pastelería y sentí con agrado, mientras me comía un milhojas, que mi abuela me estaba observando y que aprobaba que me comiese ese pastel. Puede parecer absurdo, incluso habrá quien achaque esa sensación al exceso de azúcar, pero fue así.
Luego uno se va haciendo mayor y comienza a descreer de casi todo, lo cual provoca que se le sequen la imaginación y el alma. Con la edad uno se empobrece de un modo irremediable. Sin embargo -será porque continúo firme en mi afición a las pastelerías-, no me ha abandonado esa convicción con respecto a los muertos queridos, eso de que, de alguna manera, nos puedan seguir viendo y sabiendo de nosotros. Y que mientras guardemos memoria de ellos, no nos olvidarán ellos a nosotros y seguirán nuestras derrotas y, a lo mejor, hasta nos ampararán...
Viene todo esto a cuento de P., que se murió ayer en Oviedo, y que hoy a las cinco se habrá fundido con las nubes de esa ciudad. A esa misma hora, me asomé a la ventana y alcé la vista al cielo. Cruzaban las nubes veloces. Y me acordé de H., y de M., de C., de M. y de N., que estarían, a esa misma hora en que yo pegaba mi cara al cristal de la ventana, despidiéndose de P. Y me gustaría que esta entrada fuese un abrazo para todos ellos.
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