El sábado por la tarde, que me hallaba solo en casa, llamó el primo J., bombero de Madrid. Llamaba por gusto, para pegar la hebra un rato. J. fue largos años jefe de los bomberos del ayuntamiento de Madrid, hasta que Gallardón lo cesó mandándole un motorista a las once de la noche a su casa, método este que al parecer era el que empleaba el generalísimo aquel para cesar a sus ministros.
Le pregunté si era cierto eso que se cuenta de la alcaldesa de Madrid, que tiene un mayordomo y ocho secretarias. Me aseguró que esa era una información exacta y rigurosa, y me añadió que cuatro de esas secretarias fueron contratadas sin pasar prueba alguna y que cobran, esas cuatro doncellas, el doble que cualquier funcionario municipal. Se quejó amargamente de que su ciudad tenga una regidora que cada vez que habla los deja a todos en ridículo y me informó de que B., su mujer, como trabaja en ese ayuntamiento y cada día ve alguno nuevo e inenarrable, se ha radicalizado mucho en estos últimos tiempos.
Luego me contó que el día de la huelga, mientras su hija mayor y su mujer estaban en la manifestación, le tocó a él pasar la tarde en el centro de mando de la policía, por si se producían disturbios, se quemaba algo y tenían que enviar alguna cisterna a apagarlo. Me dijo que era impresionante ver la manifestación desde las cámaras de los helicópteros de la policía. "Mientras C. y B. estaban con los buenos, yo allí, con los otros", resumió. Y me contó un hecho sucedido esa tarde que no ha aparecido en ningún periódico, en ningún informativo de la radio o de la tele. Parece ser que en una calle céntrica, algunos de los manifestantes más airados le prendieron fuego a un contenedor, y antes de que aparecieran los antidisturbios llegó uno de sus bomberos que, profesional y eficiente, comenzó a echarle agua al fuego. Pero al poco aparecieron dos o tres camionetas de esos policías-cyborg, y el bombero no lo pudo resistir. Al verlos bajarse de sus vehículos con ese aire de conquistadores arrogantes, blandiendo su porra, rectificó la dirección de su manguera, dejó que el fuego medrara en el contenedor y barrió a los antidisturbios con un enorme chorro de agua a presión.
- Pero, ¿no lo hizo con algún disimulo?-le pregunté al primo J.
- Con ningún disimulo, abiertamente.
Cuando al fin colgamos el teléfono, nos acordamos, una vez más, de ese capítulo maravilloso del Alfanhuí de Ferlosio, que se titula De los bomberos de Madrid. Lo dejo aquí, para que ustedes disfruten:
Cuando al fin colgamos el teléfono, nos acordamos, una vez más, de ese capítulo maravilloso del Alfanhuí de Ferlosio, que se titula De los bomberos de Madrid. Lo dejo aquí, para que ustedes disfruten:
Un día Alfanhuí y don Zana vieron un incendio. Una mujer en un balcón daba gritos desgarrados. Por las grietas de la casa, salía humo. La gente se juntó en torno a la casa. A lo lejos empezó a oírse la campanilla de los bomberos. Luego, llegaron esplendorosos por el fondo de la calle, con su coche rojo escarlata y su campanilla dorada y sus cascos dorados, limpios y refulgentes. Traían los bomberos una alegría de fiesta.
Había en aquellos tiempos, en Madrid, muchos niños que querían ser bomberos. Fue una época pacífica y los niños heroicos no tenían otro sueño. Porque el bombero era el héroe mejor de todos los héroes, el que no tenía enemigos, el más bienhechor de los hombres. Los bomberos eran buenos y respetuosos, dentro de sus grandes mostachos, con sus uniformes de héroes cívicos, con sus yelmos como los griegos y los troyanos, pero ecuánimes y corteses, gordos y bondadosos. ¡Honra a los bomberos!
Desde otro punto de vista, eran los grandes amigos del fuego. Había que ver la alegría con que llegaban, el entusiasmo de su faena, el júbilo de sus coches rojos. Rompían con sus hachas mucho más de lo que había que romper. Hartos de su interminable quietud, les embriagaba la alarma, las llamas los enardecían y llegaban eufóricos al incendio. Ponían en marcha su mecanismo de pura actividad y de pura prisa. Vencían al fuego, tan sólo porque le demostraban una mayor actividad y una velocidad mayor. Y el fuego, humillado, se retiraba a sus cavernas. Ellos conocían este secreto, el único eficaz contra las llamas. Ganaban al fuego en aquello que más se tenía por grande: en movimiento y escenografía. Le humillaban. Todos los ojos se volvían hacia ellos; el fuego nadie lo miraba ya.
Corrían menos que una persona normal, pero corrían canónica y gimnásticamente; pecho afuera, puños al pecho, la cabeza alta, levantando mucho los pies del suelo y las rodillas hacia afuera y nunca tropezaban unos con otros. Por eso, todo el mundo decía:
-¡Qué bien corren!
Nunca sacaban a nadie por la puerta, aunque pudieran; siempre lo hacían por las ventanas y por los balcones, porque lo importante para vencer era la espectacularidad. Bombero hubo que, en su celo, subió a la joven del primer piso hasta el quinto, para salvarla desde allí.
En cada piso había siempre una joven. Todos los demás vecinos salían de la casa antes de llegar los bomberos. Pero las jóvenes tenían que quedarse para ser salvadas. Era la ofrenda sagrada que hacía el pueblo a sus héroes, porque no hay héroe sin dama. Cuando llegaba la hora del fuego, toda joven conocía su deber. Mientras los demás huían aprisa con los enseres, ellas se levantaban lentas y trágicas, danto tiempo a las llamas, quitaban de su rostro las pinturas y los afeites, soltaban las largas cabelleras, se desnudaban y se ponían el blanco camisón. Salían por fin, solemnes y magníficas, a gritar y a bracear en los balcones.
Así lo vio Alfanhuí aquel día, así sucedía siempre que había fuego. Sucedía siempre lo mismo porque era un tiempo de orden y de respeto y de buenas costumbres.
Hablando de bomberos, esta misma tarde casi tienen que venir a rescatarnos, pues un chico de mi residencia se ha dejado el pan en la tostadora (encendida) mientras se duchaba. Resultado: pan carbonizado y el pasillo lleno de humo. ¡Qué caos se ha armado!
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