Ayer me guio mi buen amigo C. hasta el lugar de Tinajeros, en bicicleta y por caminos desusados.
La mañana amaneció otoñal y simbolista. Domingo de nubes bajas y mucha humedad. Antes de coger la bici, salí temprano a comprar el pan y el periódico y me encontré el paseo alfombrado con las hojas caídas. Estaba precioso. Me hacía mucha ilusión esa excursión para la que estaba citado, pero debo reconocer que tuve un momento de debilidad. Estuve tentado de llamar a mi amigo y excusarme, pues me parecía un tiempo igualmente perfecto para hacerse un nido en el sofá, al lado de la ventana, y pasar esa mañana sombría allí, abrigado con la lectura del periódico y el dominical... Pero me sobrepuse. Me vestí con lo más deportivo que encontré en el armario -un poco extravagante me vi en el espejo del ascensor después, un poco espantapájaros, de rojo y gris y negro...-, me calé el casco y bajé al garaje a por la bicicleta...
Mi amigo C. es un hombre metódico que sale siempre con un mapa muy detallado de la zona por la que va a andar. Fuimos hasta el Puente de Madera y desde ahí ya nos metimos por un camino de tierra. Muy pronto dejó de verse la ciudad, velada por la bruma. El campo estaba silencioso y vacío. Solo de vez en cuando levantaban el vuelo, delante de nosotros, bandadas de pájaros oscuros, o nos adelantaba otro ciclista. A veces el camino se hacía más estrecho, más pedregoso, o nos lo encontrábamos con charcos y embarrado. Pasábamos al lado de alguna nave agrícola, de algún cortijo o cuarto. Los nombres de estos lugares, que C. leía en su mapa, eran casi todos muy poéticos y sugerentes: Cortijo Almedina, Cuarto de Pocopán... Corría también a nuestra izquierda el canal de María Cristina, lleno de agua, por donde flotaban unos patos que, al escucharnos, se escondían veloces entre los juncos. Nosotros seguíamos adelante, acompasando nuestro pedaleo a la charla amena que sosteníamos, y así fuimos devanando el camino como si tal cosa y, casi sin darnos cuenta, en seguida vimos aparecer unos silos que anunciaban que llegábamos ya al pueblo de Tinajeros. El camino, casi siempre recto salvo alguna pequeña inclinación para sortear un alcor, se nos hizo muy amable.
Decidimos no parar y volver hacia la ciudad por otra trocha. A la salida del pueblo C. pinchó. Sin embargo, como hombre prevenido que es, llevaba todo lo necesario para resolver tan incómoda situación: llaves, cámaras nuevas, bomba... Mientras estábamos afanados en esa reparación, pasó un tractor, que se detuvo a nuestro lado. "¿Necesitáis una llave?", preguntó. Le agradecimos mucho el ofrecimiento, pero le dijimos que no. Si me hubiese ocurrido a mí, sí que le tendría que haber pedido ayuda a ese tractorista amable. Cuando joven, salía mucho en bicicleta, hasta Campomanes, Cabañaquinta, El Pino..., y nunca llevé ni llaves, ni parches o cámaras. Y ahora, cuando salgo con mi bici cada mañana, camino del trabajo, tampoco llevo nada que me pueda salvar de una avería. Me subo, y mientras pedaleo voy pensando libremente en esto y en lo otro, y siempre son, montado en la bicicleta, pensamientos positivos, benéficos, agradables ... Jamás he pinchado en esas salidas, y debe de ser por eso que sigo así, biciclista confiado, atolondrado e inconsciente...
Una vez solucionado la avería, retomamos la marcha. La niebla se había levantado y al poco ya pudimos divisar el perfil de la ciudad. El sky line de Albacete que diría ahora Azorín. Vista así, con tantos edificios, y tan altos, en mitad de estos páramos llanos como la palma de una mano, produce una sensación extraña. Como si fuese un espejismo. Por estas tierras, de los pueblos lo único que se ve es el campanario. El caserío queda siempre aplastado contra suelo. Aunque nos quedaba casi todo el camino, ya podíamos ver el dibujo de la ciudad en el horizonte, y eso daba una sensación equivocada de cercanía.
Este camino de vuelta resultó más trabajoso, pues la senda era más difícil, más embarrada, más pedregosa... Incluso tuvimos que poner pie a tierra y cargarnos las bicicletas al hombro. Luego, el camino desapareció y nos vimos obligados a cruzar por un pegujal, botando entre terrones de tierra... Pero llegamos al fin, cansados pero muy contentos. Nos tomamos un café en el paseo y ya nos despedimos hasta la próxima. Luego, toda la tarde con las piernas doloridas. Con ese cansancio gustoso nos pasamos el resto de la jornada pensando en lo mucho que nos gusta andar por ahí en bicicleta, en el invento prodigioso de la rueda y el pedal... Al final, hasta nos salió un aforismo: Andar en bicicleta es la forma más feliz de pensar.
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