miércoles, 31 de octubre de 2012

Efectos colaterales de la crisis I

Hace un par de sábados nos fuimos a cenar por ahí. Como P. se había pasado toda la tarde en casa de sus tíos, viendo con su prima C. y una amiga de esta Prometheus, salimos a recogerlo y nos fuimos toda la familia a airearnos. Por el camino ya A. y yo nos habíamos parado en un bar del barrio a tomar una caña y probar la tapa de la feria, (otros años hemos seguido esta celebración con cierto entusiasmo, pero este año no...). En cuanto entramos nos acogieron como si fuésemos de la familia, como si llevaran esperándonos largo tiempo, como aguardó Penélope a Ulises. Tres camareros, tres, nos recibieron con grandes cortesías y miramientos, y comenzaron a ofrecernos asiento en una de las muchas mesas que tenían vacías... Declinamos esa invitación y les dijimos que preferíamos la barra, que íbamos a estar solo un momento. Sin embargo, allí, en los taburetes, fue otra vez un poco lo mismo: "Buenas tardes, ¿qué quieren que les ponga? Tenemos de todo y todo muy bueno, fresco, de primerísima calidad: mejillones, gambas, suspiros..." "Solo queremos un par de cañas y la tapa de la feria, nada más, muchas gracias...", tratamos de cortar aquella enumeración torrencial e incabable... "¿Seguro que no quieren nada más?  No quieren que les ponga alguna otra cosa? Tenemos de todo, y todo buenísimo: queso frito, calamar andaluza, chopitos, carne con ajos..."  "No, gracias", levanté un poco la voz, "solo lo que le hemos dicho".

Luego, en el bar en el que cenamos pasó un poco lo mismo... El camarero comenzó a glosar lo que podía ofrecernos a grandes voces, con un entusiasmo y una energía admirables... Queríamos poca cosa, pero el hombre aquel de la garganta prodigiosa no paraba de ofrecernos más y más golosinas... Al rato, en mitad de la cena, se acercó a nosotros y gritó: "Tres muertos en El Salobral, un loco que se ha puesto a pegar tiros, lo acaban de dar en la tele, hasta han parado el partido para contarlo...", y comenzó a dejar en la mesa el doble de platos de los que le habíamos pedido. Retiramos algunas de las viandas que nos había traído porque no se las había pedido nadie y le dimos las gracias por esa noticia que, sin duda, iba a hacernos la cena mucho más agradable.

Al salir le alabamos la buena voz que tenía y le propusimos que bien podía, con ella, romancear los platos, cantarlos como si de un aria operística se tratase, que ya nos encargábamos nosotros de componerle la carta en rima consonante y versos yámbicos o trocaicos, eso se lo dejábamos a su elección. Ya en la calle, juramos no volver a ese lugar jamás.

Seguramente es esta una queja frívola de quien aún puede salir alguna tarde por ahí, pero como esto continúe así,  ni los que aún conservan un empleo y un sueldo van a poder tomarse nada en ningún sitio...

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