miércoles, 8 de junio de 2016

Cuatro días en Berlín (II)

Primer día. Conclusiones precipitadas

Hemos decidido emplear , para conocer Berlín,  el método de las conclusiones precipitadas. Como cuatro días, en una ciudad como esta, no dan para mucho, sacaremos, de aquello que nos encontremos, algunas deducciones que, naturalmente, no valdrán para nada pero que nos mantendrán entretenidos. Empecemos. 

Primera conclusión: los berlineses conducen como portugueses. (Si es que los portugueses siguen conduciendo como hace veinte años, que es cuando anduvimos por allí,  jugándonos la vida en cada cruce y en cada paso de peatones). El conductor que nos recogió en el aeropuerto nos llevó hasta el apartamento a una velocidad por encima de la que prescribían las señales de tráfico y se saltó, que yo contase, tres semáforos en rojo. Y como él, la mayoría de vehículos que nos rodeaban e incluso algunas bicicletas. Durante el trayecto recordé con nostalgia el avión.

Segunda conclusión: los berlineses están sedientos. Nada más bajarnos de la furgoneta nos cruzamos con media docena de gentes que caminaban con una cerveza, un botellín de agua, un refresco, un café en la mano..., que se llevaban a los labios cada poco tiempo. Parejas que pelaban la pava, padres que llevaban en la otra mano a sus hijos pequeños, señoras maduras, adolescentes, hombres seriamente trajeados, rubios y morenos... Todos con su bebida de la mano.

Tercera conclusión: los berlineses fuman como carreteros y como Marlene Dietrich. Mucho, con estilo y prácticamente en cualquier lugar. Mientras conducen, mientras pasean o esperan en una esquina, mientras beben la cerveza que les acompaña... Las calles están repletas de colillas.

Cuarta conclusión: los berlineses son gentes afables y cariñosas. En los primeros lugares donde tuvimos que tratar con ellos, lejos de encontrarnos fría seriedad prusiana o áspero trato teutónico, hallamos suvidad y hasta un punto de dulzura y despreocupación latinas. La dueña del apartamento nos recibió en un pequeño cuarto desordenado, con un montón de papeles arrugados aquí y allá. Nos dio todas las instrucciones con una amabilidad de tía soltera y ligeramente trastornada. Nos condujo hacia el apartamento con toda clase de cortesías y sonrisas y al irse nos indicó que si necesitábamos algo no dudásemos en enviarle un mensaje.

Quinta conclusión: los berlineses son informales. Nada más acomodarnos en el apartamento le mandamos un aviso a la dueña porque internet no funcionaba. Al parecer nos había dado una clave equivocada. Hasta hoy. No volvimos a tener noticias suyas en los cuatro días de estancia.

Sexta conclusión: Berlín es una ciudad en construcción. En reconstrucción más bien. Llena de grúas, zanjas, solares vallados, operarios con cascos, monos y martillos hidraúlicos...

Después de pensar en todo esto, nos desentendimos de querer entender nada y nos fuimos a dar un paseo. Lo que habíamos visto hasta entonces, en el viaje relámpago en coche desde el aeropuerto hasta el 112 de la Potsdamer Strasse, donde íbamos a estar alojados, nos había abrumado ya un poco. Al principio, grandes parques con la apariencia de bosques, canales oscuros, gente haciendo footing y muchas bicicletas; y al poco la ciudad, un poco destartalada, con grandes avenidas cargadas de tráfico, con muchas obras, y con unos semáforos que apenas permanecían abiertos unos pocos segundos. En Berlín debe de morir mucha gente atropellada.

El caso es que nos fuimos a pasear. Salimos del portal -un portal con una puerta como hecha por Cristina Iglesias- y giramos a la izquierda, hacia Schöneberg.

Schöneberg

Es el barrio en el que nació Marlene Dietrich y en el que estuvo la sede del Gobierno de Berlín Oeste entre 1949 y 1990. Es un barrio tan grande como Mieres, con zonas turcas, bohemias y de ambiente gay, más o menos mezcladas. En esto ya se parece poco a Mieres. Bajamos por nuestra calle (enormes fruterías turcas con el género coloreando la calle, supermercados, panaderías y apothekas -efectivamente, el poeta esloveno llevaba razón-) entre floridos edificios burgueses y bloques cuadrados sin imaginación, hasta el parque Heinrich Von Kleist. Este parque, al que se accede por una galería de columnas y estatuas clásicas, es la entrada a un mundo completamente distinto. Tras él se llega a un barrio de calles silenciosas, solitario y exquisito. Discretos restaurantes, librerías anticuarias, tiendas de  finísima ropa de segunda mano, iglesias de ladrillos rojos y pináculos verdes. Pocos coches, muchas bicicletas. Paseamos encantados y nos sentamos a cenar en una terraza, frente a una de esas iglesias rojas. Hacía una temperatura sureña. El camarero, con el que nos entendimos entre todos y principalmente en inglés (aunque C. está estudiando alemán y eso también ayudó), resultó un muchacho de lo más agradable, simpático y atento. Para los amantes de las noticias prácticas, de precio como nos habrían cobrado aquí. Y también para ellos, enfrente de esa terraza donde cenamos, la Winterfeldt Schokoladen, un chocolatería famosísima que ocupa el local de una farmacia del siglo XIX y que mantiene las mismas estanterías de oscura madera de aquella, solo que ahora ocupadas por bombones y tabletas de toda clase de sabores. Hasta donde estábamos sentados, al otro lado de la calle, llegaba, sobre la brisa de mayo, un olor maravilloso.



PG

Volvimos andando tan tranquilos, disfrutando de la temperatura. Llegamos a la animadísima Nollendorfplatz, llena de restaurantes griegos, italianos y vietnamitas, y por la Kurfürtenstrasse, paralelos al metro elevado y entre edificos de azulejos de colores o con  las fachadas decoradas por pintores callejeros, de nuevo a nuestra calle. Las fruterías ya estaban cerradas, igual que las farmacias y las panaderías. Todavía estaban abiertos los supermercados, de los que salía cada poco alguien con una botella de cerveza en la mano. Y, claro, los restaurantes y cafés: turcos, italianos, irlandeses, franceses... Era la comisón de hostelería de la ONU. Tan solo nos quedaba hacer cumbre en nuestro apartamento, un quinto piso sin ascensor.


 PG


 PG


 JA (2009)

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