viernes, 10 de junio de 2016

Cuatro días en Berlín (III)

Segundo día. La cita

Amanecimos con el sol. A las cinco de la mañana. Sin persianas. Como resultaba evidente que no nos íbamos a volver a dormir, nos asomamos a la ventana. Se veía, a la izquierda, la Torre de la Televisión. A lo largo del viaje nos iba a parecer por todas partes y a cada momento. En cuanto levantabas la vista un poco, te asaltaba su imagen en los lugares más impensados: a la vuelta de cualquier esquina, reflejada en un ventanal, entre las torres de una iglesia. Como si fuese el ojo de Berlín.

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JA (2009)

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Desayunamos en una cafetería al lado de la casa. Mientras la gente entraba, pedía su café en un vaso de plástico y se iba con él a la calle, nosotros nos sentamos en unas mesas pequeñas y nos tomamos los nuestros con calma. La chica que nos atendió, amabilísima, se dirigió a nosotros en un español casi perfecto. Nos entendimos con ella como si fuese oriunda de Burgos o Logroño. Mientras nos tomábamos nuestros desayunos, contemplábamos a la gente. La enorme variedad humana. 

Aún era temprano pero no debíamos remolonear más de la cuenta porque teníamos una cita. A las diez de la mañana, en la Puerta de Brandeburgo. Era la primera vez que hacíamos tal cosa. Como no salimos mucho de casa, cuando lo hacemos vamos con nuestros libros, casi siempre antiguos, o a la buena de dios, a donde nuestros pasos nos lleven. Sin embargo, en esta ocasión nos hablaron de unos guías gratuitos, que podías reservar por internet, y que solían ser gentes muy preparadas y amenas. Trabajan por la voluntad. Al final, si te ha complacido la visita, les das lo que consideres; y si no..., si no se va el guía como vino.

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Camino a esta cita pasamos por el Kulturforum, donde será la Nueva Galería Nacional y ya funcionan varias salas de conciertos y una enorme biblioteca. Extraños edificios de rara arquitectura  pintados de una amarillo agrio. Al poco desembocamos en la Postdamer Platz. Manhattan debe de ser algo parecido a esta plaza. Tres rascacielos como los que se ven en las películas americanas, nefastos para el cuello y las cervicales. En la planta baja de una de esas torres, el Museo del Cine (nos acordamos mucho de Fritz Lang, de Billy Wilder, y nos preguntamos cómo sería esta ciudad cuando ellos la habitaban) y, tras un centro comercial gigantesco, el Sony Center, los primeros restos del Muro, que cruzaba su sinuoso camino por esta plaza. Han conservado cinco o seis planchas, que los artistas callejeros han decorado con ese horror vacui con que lo llenan todo. En el suelo, con unos adoquines, el rastro del muro aquel, como una cicatriz.


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JA (2009)

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JA (2009)


El guía resultó ser un muchacho madrileño que lleva en Berlín quince años. Se fue de España antes de la crisis, para trabajar en la Wolkswagen. Al cabo de un tiempo se cansó y ahora se dedica a las visitas culturales y a la cerveza, no solo para beberla sino para estudiarla. Nos contó que está elaborando una ruta por las cervecerías artesanales más recomendables de la ciudad. Solo por eso, habrá que volver. Era un muchacho sabio y con grandes dotes pedagógicas. En tres horas nos explicó gran parte de la ciudad, desde sus orígenes -un pantano al que nadie quería acercarse a vivir-, hasta los últimos acontecimientos, pasando por las monarquías, la República de Weimar, el nazismo, la división, el Muro... Lo hacía muy bien y lo sabía. No fue una explicación académica, sino la visión de alguien que vive en la ciudad y la conoce bien, con amigos alemanes que le han contado historias terribles que compartió con nosotros. No evitó dar su opinión sobre toda clase de cosas, y las tres horas se nos pasaron en un suspiro. 

Nos llevó, desde la Puerta, al Monumento al Holocausto -nos explicó que no se puede correr, ni gritar, ni mucho menos subirse encima de los bloques de piedra, y que si un guarda encuentra a alguien saltándose alguna de esas prohibiciones, la reprimenda será tan áspera y gutural, que causará escalofríos solo verlo-; el lugar donde se encontraba la cancillería del Tercer Reich y el búnker donde se suicidó Hitler, que hoy pasa desapercibido porque es un aparcamiento de tierra entre bloques de viviendas; los edificos tremendos de  los ministerios del Tercer Reich, y a su lado, a la sombra de otro buen pedazo del Muro, el sitio donde se encontraba la sede de la Gestapo, hoy un solar que  alberga un museo del Terror; el Chekpoint Charlie, una trampa para turistas que no se parece ya en nada a lo que fue aquel paso entre las dos Alemanias, entre las dos partes desgarradas de la ciudad... Y de ahí a los edificios clásicos de la Gendarmenmarkt, con sus dos iglesias gemelas y su sala de conciertos, y muy cerca, a la Bebel Platz, la de la Universidad Humboldt de los veintinueve premios Nobel, donde estudiaron Marx, y Lenin, y dio clases Max Planck, que al parecer tenía tan mal carácter que no conseguía discípulo que lo aguantase, hasta que apareció Einstein. Esa plaza, rectangular y hermosa, es famosa también por lo contrario, por la barbarie de la quema de libros que el 10 de mayo de 1933 llevaron a cabo las camisas pardas y las Juventudes Hitlerianas. Estas bestias pardas entraron en la biblioteca del edificio de la universidad y arrojaron miles de libros a la plaza, donde luego les prendieron fuego. Hoy es un lugar precioso aunque la mitad de los edificios están en obras, medio ocultos por los andamios, sobre todo el de la Ópera. Allí nos despedimos de nuestro guía. Como no sabíamos qué cantidad sería justa, preguntamos a unos de Albacete que estaban en el grupo y tenían más experiencia en estas cosas. Fuimos generosos. 


 JA (2009)

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Dentro de los jardines de uno de los edificios de la universidad había un mercadillo de libros viejos. A P. le entró el capricho de hacerse con una edición de El Manifiesto Comunista, en alemán -en castellano ya lo tiene, que se lo regaló mi prima A.-, por comprarlo en el lugar donde su autor había estudiado. Pero ninguno de aquellos libreros lo tenía. Así que ya nos fuimos de allí, a comer, al cercano barrio de San Nicolás, a un local recomendado por el sabio guía.

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Es este barrio como una isla en mitad del tráfago de la gran ciudad. Muy cerca de la Alexanderplatz, a dos pasos de la gran avenida Unter den Linden y del Ayuntamineto Rojo, es una manzana de casas a orillas del Spree, con calles empedradas, una iglesia de ladrillo rojo y bares, restaurantes y cafés deliciosos. Comimos en uno de ellos: codillo, salchichas, chucrut, grandes jarras de cerveza y, para rematar, unos chupitos de lo que parecía alcohol de quemar. Como turistas.  El guía nos había dicho, entre tantas otras cosas de más fuste, que si encontrábamos, en Berlín, a un camarero simpático, habríamos hallado oro puro. Nosotros ya llevábamos dos hallazgos, y en la comida fue el tercero... No sé, si él lleva quince años en la ciudad sabrá bien lo que se dice, pero nuestra experiencia nos contaba otra cosa... Tal vez fuese cosa del tiempo, tan soleado y caluroso, que los tenía a todos de buen humor.

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Para llegar al barrio tuvimos que sortear todo tipo de obras, zanjas, vallas y demás molestias y pasar por el parque de Marx y Engels. Eso a P. le hizo ilusión. Nos sacamos unas fotos con unas esculturas muy serias y contundentes que hay a la entrada.


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Después de comer entramos en una cafetería que era al mismo tiempo tienda de antigüedades. Nos sentamos en unas butacas del siglo XIX, rodeados de cómodas, pianos, bibelots. Apuramos un café riquísimo... No es por llevar la contraria al sabio guía, pero la dueña resultó ser, otra vez, encantadora...

Luego paseamos un ratillo por el barrio y nos acercamos a Alexanderplatz. Grandes edificios, un hotel de sesenta o setenta pisos, tranvías, una estación de ferrocarril... Ruidoso y desangelado. Decidimos irnos de allí.

De vuelta hacia el oeste nos acercamos a la catedral y al parque de Monbijou. La gente estaba tirada en el verde, aprovenchando el calor del día y las barcazas surcaban el río silenciosas y llenas de turistas.


 JA(2009)

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Cuando pasamos al fin a la Isla de los Museos, estaban cerrando todos. No nos importó mucho. Otro motivo para obligarnos a volver. Paseamos un ratillo entre los jardines y los edificios medio en obras y ya cerrados a cal y canto. Todavía estaban colocadas las cintas con las que pastorean a los visitantes ante las taquillas y las puertas de entrada. En un punto había un cartelito que anunciaba que, desde ese lugar, le quedaban al visitante dos horas antes de acceder al interior. 


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Después de esta no visita a los museos, sesteamos un rato frente a la catedral. La gente, con el calor y el buen día estaba, efectivamente, de un humor estupendo, tirada lánguidamente sobre la hierba.


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De vuelta a casa, Unter den Liden abajo - que nos recordó mucho a la Castellana madrileña- pasamos de nuevo por el Memorial del Holocausto. Atardecía. Una pareja se hacía un autorretrato en lo alto de una de las lápidas y algunos muchachos estaban saltando de unas a otras. "Ahora vamos a ver el espectáculo del guarda", pensamos. "Va a venir el guarda y los va a encoger con su rugido germánico". Efectivamente, al rato apareció uno, bajito, con la panza desbordándole el cinturón de los pantalones. Se acercó parsimonioso a la pareja, que era la única que continuaba encima de uno de aquellos bloques grises, y con un gesto displicente de la mano les invitó a bajarse. No emitió ni un sonido. Los novios le obedecieron y él continuó su ronda, perdiéndose en el laberinto de piedra. 


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Cenamos en un restaurante turco a la puerta del apartamento, en unas mesas corridas sobre la calle. Oscurecía. De pronto, dejaron de pasar coches y apareció una enorme caravana de ciclistas... Algunos se paraban en el bar de al lado y se compraban unas cervezas, se las bebían y se reincorporaban a la caravana... La mayoría llevaba bonitas luces de colores prendidas en los radios de las ruedas.

JA (2009)


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