viernes, 24 de junio de 2016

Días raros


Ahora que ya se acaba el curso disponemos de un horario diferente al que nos ha pautado los días durante los últimos nueve meses. De manera que estos días tienen ahora más huecos, y parecen distintos, y podemos hacer cosas que durante todo ese largo tiempo o llevábamos a cabo de un modo más urgente o, sencillamente, ni las intentábamos.

Acudimos a la piscina a unas horas desacostumbradas, a mitad de la mañana, cuando apenas hay nadie en el agua, con prácticamente todas las calles para nosotros. Con el vestuario vacío. Nadar así, cambiarse y ducharse en silencio, es, sin duda, muchísmo más relajante. 

Algunas tardes nos encontramos con que no tenemos nada que hacer. Ni preparar una clase,  ni buscar un texto, ni elegir unas oraciones (sintácticas), ni pergeñar un examen, ni corregirlos (sin duda, la labor más penosa de un profesor)... Podemos leer (Eso fue lo que pasó, de la Ginzburg, Nora Webster, de Coíbín, La España vacía, de Sergio del Molino...), escribir esto que escribo, despreocupado e intrascendente, dormitar en el sofá (si P. está en clase de inglés o se ha ido por ahí con los amigos, que si no el sofá lo tengo que compartir con él). Incluso alguna tarde nos hemos encontrado viendo algún inverosímil partido de fútbol por la tele: un Albania-Suiza o un Islandia-Hungría...

Y cada tarde, a las siete más o menos, si está apagada o aunque haya un partido (el Gales-Eslovaquia, por ejemplo), la encendemos o cambiamos de canal para ver dos capítulos de Modern Family, con los que nos reímos a carcajadas. 

Estamos tan a gusto en casa que salimos tan poco como antes, y si lo hacemos es porque A. nos empuja, y entonces nos vamos al Serapio a tomar un vino y a contemplar a la gente que está también allí. Los contemplamos como si fuésemos a escribir una novela, la novela definitiva sobre el alma humana...

O vamos a las librerías y nos gastamos el dinero alegremente: El Madrid de Galdós, de Aventuras Literarias, La tumba del tejedor, de Seumas O´Kelly y Miguel de Cervantes: los años de Argel, de Isabel Soler, y los leemos nada más llegar a casa. 

Vemos también, claro, los partidos de España, y nos parece que juega estupendamente y que lo de Croacia fue una fatalidad. Nos encontramos tan optimistas que creemos con toda seriedad que llegará a la final, donde se volverá a encontrar a los croatas, y los vencerá con claridad.

Seguimos también la lucha electoral, y no nos aburre. Al contrario, nos resulta de lo más entretenida, sobre todo si Rajoy dice una de esas cosas tan graciosas que acostumbra, o cuando Rivera habla de Venezuela o Sánchez recuerda las glorias pasadas de su partido o cuando Iglesias habla mesurado y pedagógico, por no asustar.

Yo no sé si todo esto es fruto de la distensión que produce el final del trabajo o, simplemente, que con más tiempo libre un idiota se vuelve mucho más idiota aún. No lo sé. Pero el caso es que ando por el mundo más ligero, más feliz, y le encuentro un perfume delicioso a la brisa que cruza nuestra calle, y una armonía nunca vista a la geometría de la ciudad.

Ni siquiera me inmuté cuando, la otra tarde, apareció P. con unos pantalones que se acababa de comprar. Se los puso en su habitación y se vino al salón para que se los viésemos y le diésemos nuestra opinión. A mí no me pareció que eso fuesen unos pantalones. Eran -son- un enorme trozo de tela verde que le cubría con amplitud la parte inferior del cuerpo.  Lo más parecido que uno ha visto a algo así se lo vio, hace ya muchos años, a Miguel Bosé y a un dúo inefable que se hacía llamar, creo recordar, Loco Mía. Sentado a mi lado en el sofá -que ya no podía yo disfrutar a pierna suelta-, me parecía como si estuviese dentro de una tienda de campaña. "Son muy frescos", nos decía tratando de averiguar qué se escondía detrás de nuestras miradas inexpresivas, miradas de jugadores de póquer. Ahora, cada vez que llega a casa, se cambia y se pone esa prenda exagerada y nos repite que se encuentra a gustísimo...

En fin. El curso se acaba y nos envuelve una dulce y feliz melancolía. Aún nos quedan por rellenar unos cuantos informes, asistir a unas cuantas reuniones y claustros, pero ya trancurren los días con la tranquilidad con que lo hacen los ríos caudalosos al llegar al estuario y desembocar, después de largo viaje, en el mar. El maravilloso mar del verano.

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