miércoles, 15 de junio de 2016

Cuatro días en Berlín (V)

Cuarto día. Mercados, cafés y otro museo sin visitar.

Como era domingo, nos levantamos algo más tarde y nos fuimos paseando muy tranquilamente hasta el mercadillo de Schöneberg, que se coloca a los pies del Ayuntamiento de ese distrito, edificio famoso por ser en el que Kennedy dio su famoso discurso ( ya saben, aquello de "Ich bin ein Berliner", que luego tanto le han copiado). Salimos con los paraguas en la cartera, porque se anunciaba una posibilidad de lluvia del 100%. Apenas circulaban coches y las calles se veían medio vacías. 

En el mercado debíamos de ser nosotros los únicos turistas. Nos lo había recomendado, por esta razón, S., un verdadero experto en el tema y mucho más berlinés que Kennedy. Frente al resto de los muchos rastros que se montan los fines de semana en esta ciudad, mucho más populosos y, por ello, algo agobiantes, este era pequeño y familiar. Incluso vimos cómo llegaba una familia, los padres y dos hijas, extendían dos mantas sobre el suelo y colocaban sobre ellas los objetos más variados, seguramente fruto de una limpieza doméstica. Había allí, como sucede en esta clases de lugares, de todo: libros, ropa (de todo tipo: vestidos, guerreras militares, abrigos de piel, cazadoras, faldas, pantalones, calcetines, etc, etc.), herramientas, zapatos, juguetes, cuadros, estampas, cromos, escudos, aparadores, mesillas de noche, percheros, lámparas, cubiertos, vajillas... Salvo unos pocos, la mayoría de los vendedores parecían amateurs, como la familia que decíamos antes, que pasaban la mañana del domingo de este modo.



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Estuvimos rondando por allí un buen rato. Mi sobrina A. se compró dos vestidos preciosos que parecían sin estrenar por cinco euros (tres euros uno y dos el otro) y P. un cubo de Rubik. Por dos. Fue después de un regateo. En realidad casi ni nos dimos cuenta, tan rápido se desarrolló el intercambio. Preguntamos el precio, nos dijeron que tres y, como no contestamos de inmediato proponiendo otra cifra, lo bajaron a dos al instante. Todo entre risas (los berlineses, camareros o no, continuaban de un humor excelente). Seguramente no sea esa la costumbre, sino que en lugar de preguntar, la gente proponga el precio, y a partir de ahí comience la porfía. No lo sé. El caso es que lo compramos y ya no se lo quitó P. de las manos.


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Paseamos luego un rato por el barrio. Como todavía no se había presentado la lluvia, muy al contrario continuaba luciendo el mismo sol de todos los días, nos sentamos en una terraza, a tomar unas cervezas. La gente dejaba trasncurrir la mañana con la misma placidez que nosotros. Calles arboladas, ciclistas civilizados, tiendas de vinos españoles, ropa de diseño, librerías, planos y mapas...

Comimos en un bar rodeados de las gentes del barrio, burgueses acomodados que habían decidido salir en familia y después tropezamos con un café precioso, el café Mamsell, con un par de mesitas en la calle, una calle en la que nos habríamos quedado a vivir tan a gusto: entre dos iglesias de ladrillo rojo, árboles, librerías, tiendas de anticuarios, algún discreto restaurante, silenciosos ciclistas y este café maravilloso, que vendía también todo clase de caramelos y bombones. La dependienta resultó ser una joven agradabilísima, la más simpática que nos habíamos encontrado hasta entonces, y ya ha quedado dicho que estaba el listón muy alto. No solo tomamos un café bonísimo sino que, animados por lo simpática que era esa muchacha, le compramos varias bolsas de caramelos exquisitos. También charlamos un rato con ella, en ningún idioma concreto, solo con sonrisas. Nos entendimos, una vez más, de la mejor manera. Al rato descubrimos que estábamos en la misma calle en la que habíamos cenado la primera tarde, nada más llegar. La Golzstrasse. Por si a alguien le interesa, ese café está en el número 48. 

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Y continuaba sin llover.

Después decidimos irnos a ver el Reichstag. Teníamos que coger un metro (U-Bahn) y después un tren de cercanías (S-Bahn). Al metro nos costó un rato subirnos porque no funcionaban las máquinas expendedoras de tiques. Uno no se imaginaba que algo así pudiese suceder en Alemania. Uno, como se ve, está lleno de prejuicios. No funcionaba la primera, ni la segunda, y tuvimos que dar varias vueltas por los pasillos subterráneos hasta encontrar una que sí estuviese en condiciones de proporcionarnos los billetes. Tras un viaje corto, nos bajamos en Gleisdreieck y cruzamos la calle para entrar en la estación de cercanías. En el andén había media docenas de personas. Nos sentamos a esperar. Llevábamos allí media hora y aún no había pasado ni un solo convoy. La gente llegaba y se iba, cansada de esperar. Varias personas nos preguntaron, pero qué les íbamos a contar nosotros. Nos encogíamos de hombros. Estábamos, como ellos, sorprendidos por la informalidad prusiana. Al final ya nos cansamos de tanto aguardar y decidimos volver a la calle y cambiar de planes. Cuando abandonábamos el andén nos fijamos en un cartel puesto en la salida: decía que los domingos no circulaban los trenes de esa línea. Por qué razón lo habían colocado frente a la salida y no en la entrada, eso es cosa bien misteriosa. A lo mejor, resulta que los berlineses son unos grandes humoristas.

Cambiamos de planes, volvimos al metro y nos fuimos al Tiergarten, a la esquina del Zoo ... Recordé un libro de Benjamin, muy hermoso, Infancia en Berlín hacia 1900. El Zoo era uno de sus lugares preferidos, no muy lejos de su casa, sobre todo el pozo de las nutrias.... Hoy es una esquina populosa, llena de centros comerciales y rodeada de un tráfico atroz. Rascacielos en construcción, gente atareada y mendigos con la cara pintada, la mirada triste, los pies descalzos y las uñas muy negras... Allí está la Iglesia del Recuerdo, un poco encogida entre los rascacielos y edificios de grandes empresas... Parecía que al fin iba a llover, pero tampoco... Nos apartamos un poco de ese lugar centrífugo y desembocamos en una de esas calles berlinesas silenciosas y arboladas, que son como un pliegue de la gran ciudad, donde volvimos a sentarnos (como a los berlineses, también a nosotros nos acuciaba la sed) en una terraza. La terraza era como otra cualquiera, pero al entrar al servicio, el bar resultó curiosísimo y muy alemán: reproduciones de Otto Dix en la paredes, grandes mesas redondas, maderas oscuras, lampáras con pámpanos...


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Tras saciar nuestra sed, decidiomos acercarnos al Museo Judío. Según mis cuñados, convenía que fuésemos, entre otras razones porque nuestro médico de familia, el de todos, por el que sentimos gran afecto, nos iba a preguntar con toda seguridad por esa vista en cuantro le hiciésemos la nuestra. Al parecer, cuando se enteró de que íbamos a hacer este viaje, les comentó a los cuñados lo mucho que le había impresionado esa vista, y se la había recomendado muy vivamente. Así que hasta allí nos fuimos, de nuevo en el metro.

Está en un barrio como otro cualquiera, entre edificios de viviendas sin gracia y solares en obras. Nos pusimos muy contentos porque aún quedaba, cuando llegamos, una hora para el cierre. Sin embargo, al intentar entrar, nos comunicaron que la vista duraba dos horas y ya no vendían entradas. Nos quedamos perplejos. Entonces, ¿para qué ese horario? Se nos pasó por la cabeza porfiar, decir que nosotros somos capaces de ver cualquier museo, si nos lo proponemos, en cinco minutos, sobre todo los de arte moderno. Sin embargo, en este caso no nos pareció adecuado. Eso habría sido muy poco respetuoso. Así que pusimos cara de decepción y nos quedamos dando vueltas alrededor del edificio, por unos jardines solitarios y muy melancólicos que lo rodean...

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Y ya volvimos a casa, a hacer las maletas. Antes cenamos frente al apartamento, en un restaurante precioso, en la terraza. Cuando estábamos empezando, quisieron caer unas gotas. Desganadas, como de broma. El camarero, amabilísmo. Cuando preguntó qué nos había parecido la comida, yo le dije que beautiful... Le dio mucha risa. Yo creí que era una risa de satisfacción. Pero P. me dijo que no, que probablemente era porque eso no se decía de una comida. Y ya se pusieron a reírse todos. Cruzaron la calle partidos de la risa. A mí me dio igual. Estoy seguro de que al camarero le agradó lo que le dije.

¡Qué hermoso Berlín, y qué simpáticas sus gentes! Tendremos que volver. ¡Nos quedan tantas calles por ver! Y, claro, los museos.


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