viernes, 10 de diciembre de 2010

Barcelona (IV)

Domingo 5 de diciembre (todavía de mañana)

Después de la experiencia futbolística, fuimos a encontrarnos con los demás al Paseo de Gracia, a ver a Gaudí. A nosotros, la verdad, Gaudí nos entusiasma poco. Esos edificios suyos nos dejan siempre una sensación de rara incomodidad, no sabemos cómo mirarlos, nos sumen en la más completa perplejidad. Probablemente era un verdadero genio, y a eso apunta lo que se sabe de su persona: su humildad extrema, su desprecio por las cosas de este mundo, su fe profunda, su entrega obsesiva a una labor sostenida en unas ideas de las que nadie era capaz de apartarle ni un palmo… Pla cuenta que alguna vez se cruzó con él por las calles: “Llevaba un traje negro, brillante y deshilachado, unas pantuflas oscuras, una camisa de una limpieza equívoca; mientras caminaba solía comerse un corrusco de pan o una naranja que había comprado en la esquina inmediata; caminaba encorvado, obsesionado, sin mirar nada, azorado, pobre, miserable. Si hubiese alargado la mano pidiendo caridad a la genta que pasaba, nadie habría podido decir, por su aspecto, que no era un pobre de solemnidad. Pobre, en realidad, lo era. Pocos casos se dan de desprecio tan profundo, de insensibilidad tan definitiva por el dinero, como el de Gaudí. La singularidad de este hecho provocaba reacciones de rechazo. Lo cierto es que las formas externas de Gaudí muy poca gente las aceptaba. Se decía que eran impropias de su categoría, de una singularidad intolerable, completamente contrarias a los mínimos deberes de la ciudadanía”. Y cuenta que quien lo conocía se quedaba asombrado al comprobar, hablando con él, cómo un hombre de aspecto tan menesteroso se transformaba al tomar la palabra: “Cuando ese hombre de aspecto tan mísero y deprimente se echa a hablar –le cuentan a Pla el escultor Josep Llimona-, en su persona tiene lugar una transformación tan grande, tal transfiguración, se crea instantáneamente un clima de seriedad y elevación tan grandes, surge un hombre de unas convicciones tan profundas, un hombre que dice unas cosas tan nuevas, tan enormes y a mi entender de tanto sentido, que es natural que la gente que el arquitecto tiene delante, sobre todo la gente saturada de tópicos y tonterías, se indigne desaforadamente. Gaudí es uno de los espíritus más libres, menos convencionales de la tierra”.

Todo esto hace que le tengamos un respeto enorme a la figura de este arquitecto, pero sus edificios, por mucho que los miremos, continúan sin gustarnos ni una pizca. Pujol describe la Casa Batlló como un edifico “de queso fundido en policromía”.



En La Pedrera había una exposición de Mariscal. Como la entrada era gratuita y los chiquillos andaban ya un poco cansados, entramos para que se divirtiesen un rato y se refrescasen. Efectivamente, no se lo pasaron del todo mal.  Este diseñador y dibujante no solo conserva cierto aspecto de niño grande, sino que todo lo que hace está tocado por un aliento infantil muy astuto y comercial. No sé si es un artista, pero está claro que es un hombre muy ingenioso y capaz de cualquier cosa. Había dibujos que colgaban de las paredes en largas tiras, formando un bosque de papel por el que tenías que cruzar sin tocarlos (no por juego sino porque si los rozabas te reñían), muebles de madera muy graciosos en los que no te podías sentar, construcciones de plástico de muy vivos colores a las que no te dejaban acercarte, casitas de cartón a las que estaba prohibido entrar, juguetes, llaveros y toallas de cuando Cobi y las Olimpiadas, disecados tras una vitrina, telas para ropas, vídeos, bolsas de tiendas famosas, portadas de revistas… Al final, en un rincón, dejaban que los niños pintasen unas caretas de papel que te daban unas señoritas muy serias y circunspectas. Todas las azafatas de esta exposición se veían así, graves y solemnes, un poco disgustadas. Vigilaban como sabuesos que nadie se sentase en las sillas de guardería, ni entrase en las casitas de cartón pintado, ni tocase los dibujos. Tampoco dejaban que los niños corriesen o levantasen la voz, y si esto sucedía, los regañaban con severidad. Resultaba una incongruencia que una exposición de esa naturaleza tuviera unas cuidadoras tan poco acordes con el espíritu juguetón, alegre y lúdico de las obras que allí se presentaban, pero es algo que ya hemos visto más veces. En estos sitios, solo se puede reír el artista, solo él puede ser el gamberro y el transgresor. Los demás, incluidos los tiernos infantes, solo pueden mostrar admiración y una adhesión inquebrantable. A mí me parece un abuso y una gran incoherencia.







Luego, por el Ensanche, continuamos la procesión gaudiniana hacia la Sagrada Familia. Del Ensanche, Pla, que vivió algunos años en él, tenía una opinión muy desfavorable. Le molestaba casi todo: las cornisas, los balcones, la falta de color y, sobre todo, esa regularidad de tablero de ajedrez tan obsesiva que presentan esas calles. A mí, sin embargo, es un lugar que me gusta. Parece un barrio de un París más íntimo y de andar por casa, de calles anchas y respirables, con edificios en los que no nos importaría vivir.
La Sagrada Familia casi no era posible verla, por la cantidad de japoneses que la rodeaban y por una feria de adornos navideños que le habían puesto delante. No lo lamenté. Si las casas de Gaudí nos resultan difíciles de ver, imagínense este templo inacabado y tremendo. Yo, ante él, no sé qué decir. De modo que me limitaré a consignara aquí lo que escriben mis guías tutelares:
Es una inmensa y embarazosa iglesia a medio construir. ¿Qué haremos con ella? ¿Terminarla como se hacía con esa cosas siglos atrás, cuando muchas generaciones iban tomando el relevo, y cada época imponía su estilo? ¿O dejarla como está, inacabada, como un ambiciosísimo sueño de piedra que solo en pequeña parte puede hacerse realidad? Esta es la duda. Nos guste o no, hay que convivir con la Sagrada Familia, lo que pasa es que no sabemos cómo. Ha sido una herencia formidable, incomodísima, imposible de administrar, y los intentos de darle fin no son felices”. (Pujol)
La Sagrada Familia está bien. Es un templo de expiación. Pero aún podría encontrarse en un medio más adecuado dado nuestro impulso hacia la naturaleza: podrías ser una catedral sumergida (…). El templo nos daba la impresión de un naturalismo tan abrupto y tan fuerte, que nos resultaba imposible concebir que alguna vez pudiera acabarse –como es imposible concebir que alguna vez pueda acabarse el proceso, el devenir de la naturaleza. La Sagrada Familia será siempre una obra inacabada – es decir, será como la geología”. (Pla)

Continuará

Barcelona (III)

Domingo 5 de diciembre de 2010 (mañana)

Ir al Camp Nou. Eso es lo que se puede hacer sin esos dos libros en los bolsillos y cuando se tiene un hijo que se acaba de aficionar al fútbol y se ha hecho -como no podía ser de otra manera en estos tiempos y demostrando un evidente buen gusto- aficionado del Barça. La victoria en el Mundial ha hecho mucho daño. Yo, porque ya no tengo remedio, pero a mi hijo me habría gustado que no le llamase la atención este deporte. Que prefiriese, por ejemplo, el baloncesto o el atletismo. En esto es uno como los toreros o los artistas que andan todo el día de aquí para allá: "Yo, esta vida, para mis hijos, no la quiero". A mí el fútbol me ha dado largas horas de entretenimiento, y muchas satisfacciones -por ejemplo, el Mundial-, pero aunque no quisiera ser desagradecido, entiendo que los disgustos que nos llevamos cuando pierde el equipo que uno sigue son de un absurdo absoluto, y ridículas las desazones mientras lo vemos jugar... Pero es el caso que el domigo por la mañana, gris y desapacible, mientras el resto de la familia se iba a las Ramblas, P. y yo enfilamos hacia el campo del Barcelona, que lo teníamos, además, a dos pasos.


Aunque llegamos unos minutos antes de la hora de apertura, ya había una regular cola frente a las puertas. No les cuento lo que nos costaron las entradas porque a lo mejor esto lo lee mi madre y no quiero que se disguste. Con esas entradas te dejaban entrar al museo, donde se exponían todas las copas y trofeos ganados, visitar las gradas, las cabinas de las radios y las televisiones y el vestuario visitante. Luego, desde allí, te permitían saltar al campo por el mismo lugar por el que salen los jugadores, mientras por la megafonía sonaba un ruido de ambiente enlatado como si el campo estuviera lleno y fuese día de partido. Luego podías pasar por la sala de prensa y ya entrabas a una sala multimedia -como se dice ahora- donde se veían, en once pantallas gigantes, algunas de las gestas del equipo. Finalmente, y del mismo modo que ocurre en los museos de arte, la salida pasaba por la tienda, donde te vendían camisetas, gorros, lapiceros, ropa interior, toallas o cualquier otra cosa con los colores blaugranas.








A P. la vista le entusiasmó, sacó unas doscientas fotos (las que ilustran esta entrada son obra suya, una pequeña selección) y hasta se puso un poco nervioso al saltar al campo. Eso lo grabó en vídeo. Naturalmente, el césped ni pisarlo, que había allí dos guardias, a la orilla, que te paraban en seco.






Cuando P. ya bajaba allí a toda carrera, grabándose, una de las vigilantas -sentada en un taburete como en cualquier museo de arte- me indicó: "Fíjese, allí está la capilla". Efectivamente, en ese túnel de vestuarios que lleva hasta el campo, diminuta y desapercibida, se abría una pequeña sala con dos o tres bancos corridos y al fondo, sobre una peana colgada en la pared, la Moreneta. No se paraba nadie allí, todo el mundo pasaba de largo, fascinados por el ruido ambiente y la cercanía de otro templo verde. En ese lugar, los dioses son otros, y esa pequeña virgen pinta poco. De este sitio Pla no dice nada porque ni existía, y si hubiese existido tampoco pienso que le hubiese llamado la atención. Pujol sí lo nombra, pero para decir que nunca lo ha visto ni ha estado en él, aunque  amigos que lo conocen le han dicho que es enorme. Nada más.

Efectivamente, es un mamotreto que, desde la calle, abruma. Rodeado de una alambrada, nos pareció muy feo, grisáceo como el día, puro cemento sin gracia alguna. Dentro, parece mucho más pequeño. Un prado lo mejora siempre todo. De todas formas, lo que más nos gustó a nosotros fue ver la camiseta de Maradona, alguna foto de Quini y enterarnos de que no se conoce, como le ocurre a la lengua vasca, el origen de los colores del equipo. Se barajan varias teorías: que si eran los del equipo suizo del fundador,  que si el color de los lapiceros que usaban los contables de la época o, finalmente, que si fueron las únicas telas que tenía por casa la madre de uno de los jugadores que fue la que les cosió sus primeras camisetas a todos. A mí, esta última me parece la más plausible.



Continuará

jueves, 9 de diciembre de 2010

Intermedio egocéntrico

Hoy me tocaba artículo.

Barcelona (II)

Domingo 5 de diciembre (mañana)

A Barcelona hemos venido con un pequeño plano y dos guías: "Barcelona y sus vidas", de Carlos Pujol, y "Barcelona, una discusión entrañable", de Pla. No son unas guías al uso, porque en realidad se trata de dos libros literarios, pero no creo que haya, para pasear esta ciudad, dos libros mejores. Las cosas que cuentan las guías no suelen servir para gran cosa, y por el contrario las que nos dicen Pla y Pujol son de una utilidad positiva, además de estar maravillosamente dichas. Gracias a ellos, vemos siempre mucho más allá.




Pujol nos conduce de la mano por todos sus barrios, los viejos y los nuevos, los prósperos y los de medio pelo, por los anchos paseos y los edificios famosos y por las calles escondidas, anónimas e íntimas. Nos muestra la ciudad visible y la invisible, la que se ve y la que se perdió: "Las formas invisibles del aire solo pertenecen a los imaginativos, que más allá de lo que ven los ojos adivinan otra ciudad que tal vez no fue bella, pero que empezó a serlo cuando se perdió". Es el libro de quien ha vivido la ciudad largos años, y paseado por todas sus calles, y se ha sentado en la mayoría de sus bancos, en sus parques y sus plazas, y viene ahora a contarnos de esos paseos y contemplaciones, para, si lo deseamos, le sigamos por ellas y nos sentemos a su lado, a escucharle las muchas historias que sabe, vistas, leídas u oídas, sobre esta ciudad que, evidentemente, ama.



Pla, siempre tan Pla, que también la ama, lo hace a su manera de payés desconfiado, y se muestra más distante, más gruñón, y nos dice sobre todo aquello que menos le gusta: los monumentos, la Plaza de la Universidad y la de Cataluña ("una de las más desdichadas del continente"), las cornisas y los hierros del Ensanche, cuyas líneas rectas le enervan, el Arco del Triunfo ("construido con el prurito de la originalidad, desprovisto de cualquier proporción, es una adefesio crispante"), los edificios modernistas ("El crecimiento de Barcelona coincidió, en un momento determinado, con una de las etapas de mal gusto europeo más acentuado y la coincidencia se vio agravada además por las genialidades autóctonas de nuestros arquitectos. Y así es Barcelona -pudiendo haber sido un plano inclinado lleno de encanto y gracia"), etc., etc. Pero, a pesar de todo esto, también es este libro un canto de amor a esta ciudad, y aunque hayan pasado ya muchos años desde que lo escribió, Barcelona sigue pareciéndose mucho al lugar en el que aquel ampurdanés cazurro y lucidísimo vivió  sus años juveniles y más tarde se hizo escritor.

Y así salimos a la calle la primera mañana, gris y un poco desapacible, mañana de domingo de diciembre, con estos dos libros en los bolsillos, para disgusto de A., que dice que así echo a perder el abrigo, que se estira por el peso. Pero, cómo vamos a salir sin ellos, qué haríamos entonces en esta ciudad.

Continuará

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Viaje a Barcelona (Prefacio)

La noticia del día, cuando salimos hacia la estación, era el caos en los aeropuertos donde miles de viajeros esperaban en vano a sus aviones. Desde la tarde anterior no despegaba ninguno. De manera que ya no eran viajeros, porque estaban quietos e inmóviles y, como es natural, terriblemente enojados, formando extensísimas  colas frente a los mostradores de las compañías aéreas. Al parecer, los causantes de este desorden y de que la gente no pudiese ir a donde pensaba, no eran otros que los controladores, que no se habían presentado a trabajar. Íbamos escuchando todo esto en la radio del taxi, noticias que nos glosaba amablemente  el taxista que, como todos los taxistas, de tanto escuchar la radio -preferentemente emisoras  de corte beligerante y episcopal-  tienen un largo catálogo de opiniones fuertemente solidificadas sobre cualquier tema: “Ahora, lo que tenía que hacer el gobierno es echarlos a todos a la calle”, deseaba con enfado. A nosotros todo este asunto nos tenía bastante inquietos. Poseemos una fuerte imaginación para las desventuras y no nos costaba demasiado esfuerzo vernos en el lugar de cualquiera de esos viajeros sin viaje, transeúntes frustrados encallados en  algún aeropuerto del país; o, peor aún, nos veíamos sin tren, varados también nosotros  en la estación porque se habían declarado en rebeldía los maquinistas de la Renfe, o los revisores, o los jefes de estación, o todos juntos al mismo tiempo. Así que íbamos en el taxi que no nos llegaba la camisa al cuello, un poco sudorosos, recordando aquello que dijo Pascal de que todos los males le vienen al ser humano por no saberse estar quieto en su cuarto y andar siempre por ahí.


Afortunadamente, los trenes funcionan hoy como si fuesen relojes suizos, y si llegan con algún retraso, recuperan el tiempo perdido sin esfuerzo alguno, diríamos que proustianamente. Eso fue precisamente lo que sucedió con el nuestro, que llegó a Albacete con media hora de retraso y, sin embargo, hizo su entrada en la estación de Sants con diez majestuosos minutos de adelanto sobre el horario previsto. Los trenes son, hoy, magníficos medios de desplazamiento. Este nuestro era un largo convoy formado por vagones de variada procedencia: unos venían de Málaga y Granada, otros de Sevilla y, por último, uno de Badajoz. Se habían juntado en Alcázar de San Juan y ya desde allí, seguían juntos el rumbo hacia Barcelona. El que venía de Badajoz era literalmente el último, el furgón de cola, y no sólo por ir colocado en el último lugar, sino por otras muchas razones. Era a todas luces el más viejo, y venía adornado además con esos mensajes indescifrables, escritos con su  característica tipografía, de los aficionados a los grafiti en todo el mundo, incluido Badajoz. El interior era también muy primitivo, quince o veinte años más antiguo que el resto de los vagones, de modo que cuando te dabas un paseo parecía como si estuvieses avanzando en la historia de España, o pasando de una temporada a otra de “Cuéntame”. Por ejemplo, la tapicería, que era verde y estaba limpia en los otros vagones, aquí era de un azul muy anticuado, aunque su tono original debía haber sido otro muy distinto, como se descubre en los cuadros antiguos cuando los restauran. No funcionaba la megafonía, tampoco los monitores de televisión, y la cafetería estaba tan alejada que era imposible llegar hasta ella. Al revisor ni lo vimos. Porque, efectivamente, fue este el coche que nos tocó en suerte. Sin embargo, tenía una cosa bien bonita este vagón, y es que al ser el último había una ventanilla por la que podíamos ver cómo iban quedando atrás los pueblos y sus estaciones, muy cinematográficamente, y cómo se perdía el camino que nos conducía a la ciudad, cómo íbamos dejando atrás las vías que nos llevaban hasta Barcelona.




A pesar de lo vetusto de nuestro coche, el viaje fue plácido y feliz. A mí me tocó ir con un señor de Badalona que venía de dejar a su padre en casa de un hermano, allá por las dehesas extremeñas. Como está  el hombre muy mayor, tiene que acompañarlo. Había sido el día anterior, catorce horas de viaje, y ahora volvía para su casa, otras catorce horas. Yo le habría preguntado de muy buena gana por la razón de tanta prisa, si es que no se lleva bien con su hermano a pesar de lo alejados que viven el uno del otro, cuánto tiempo tienen en casa a su padre cada uno de ellos, o si hay más hermanos y dónde viven, pero, como es natural, no le pregunté por nada de esto y hablamos de otras muchas cosas sin importancia. Así que entre la charla con este señor, la lectura del periódico y la contemplación del paisaje, se pasaron rápidas las horas.


El paisaje era levantino, de pueblos prósperos y bien alimentados, rodeados de grandes extensiones de huertas y naranjos. Luego, cuando se hizo de noche, era como viajar por un túnel, salvo cuando aparecían las luces de algún lugar. En las casas más próximas a las vías, veíamos de vez en cuando alguna escena cotidiana tras una ventana con luz: mujeres en  cocinas estrechas como pasillos o niños con la cara pegada al cristal para ver  pasar el tren mejor. Por las calles, ni un alma. Pero eso pasaba pronto, volvía la oscuridad y solo podíamos ver, en el cristal de la ventanilla, nuestro propio rostro, ya un poco cansado.



Los artistas pintores, si viajasen más en tren, podrían sacar unos autorretratos fabulosos en estos viajes nocturnos.


Al cruzar Tarragona, las grandes refinerías estaban iluminadas como en día de fiesta, y parecían el decorado de una película de ciencia-ficción. Las grandes industrias, por la noche, tienen todas el aire de una gran verbena popular. Pero como se ven vacías y solitarias, cobran un aire siniestro e inquietante, muy propio de esa clase de películas.

Y al poco tiempo, llegamos a Barcelona.

Continuará

viernes, 3 de diciembre de 2010

Los libros también huelen

Aunque carecemos de pulsiones fetichistas y tampoco nos tenemos por grandes sensuales, debo confesar que alguna vez me he descubierto con la nariz metida entre las páginas de un libro, aspirando con los ojos cerrados su perfume. Los hay que huelen maravillosamente. Uno de los grandes inconvenientes de los books actuales ese ese, que resultan inodoros. No dejan lugar a las perversiones. En cambio, un libro de papel, nuevo o viejo, si tiene un buen título y huele bien, nos predispone a su favor antes incluso de leer una sola línea.



En esta foto, el sumiller Luis García  huele antiquísimos y venerables libros en el último Salón del Libro Antiguo de Madrid. Si quieren ver el vídeo en el que hace el comentario, enlazar AQUÍ.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Nieve

La nieve, todo el mundo lo sabe, es algo de una antigüedad enorme. Cae siempre con una lentitud de siglos y cubre la ciudad y los campos con un silencio de otro tiempo, anterior y lejano. Tan misteriosa como los Reyes Magos, aunque, a diferencia de estos, sin una fecha fija en el calendario. A pesar de la sofisticación de los partes meteorológicos, la nieve cae cuando le da la gana y uno menos se lo espera. Y se va siempre antes de lo que desearíamos. Es como las ilusiones, que se desvanecen siempre demasiado pronto. La ciencia la explica con seguridad y muy claramente, pero hay quien asegura que  sus copos son los restos de los suavísimos mantos de armiño que cubrieron las espaldas de  fabulosos y viejos reyes olvidados. Otros, en cambio, sostienen que no son otra cosa que las plumas de  ángeles distraídos y melancólicos que perdieron sus alas.





El caso es que hace un par de días nevó. Apenas unos minutos, unos copos muy tímidos, vergonzosos, pequeños. Pero eran blanquísimos y suaves como el armiño de un viejo rey, y silenciosos y llenos de misterio como la pluma de un ángel.