miércoles, 8 de diciembre de 2010

Viaje a Barcelona (Prefacio)

La noticia del día, cuando salimos hacia la estación, era el caos en los aeropuertos donde miles de viajeros esperaban en vano a sus aviones. Desde la tarde anterior no despegaba ninguno. De manera que ya no eran viajeros, porque estaban quietos e inmóviles y, como es natural, terriblemente enojados, formando extensísimas  colas frente a los mostradores de las compañías aéreas. Al parecer, los causantes de este desorden y de que la gente no pudiese ir a donde pensaba, no eran otros que los controladores, que no se habían presentado a trabajar. Íbamos escuchando todo esto en la radio del taxi, noticias que nos glosaba amablemente  el taxista que, como todos los taxistas, de tanto escuchar la radio -preferentemente emisoras  de corte beligerante y episcopal-  tienen un largo catálogo de opiniones fuertemente solidificadas sobre cualquier tema: “Ahora, lo que tenía que hacer el gobierno es echarlos a todos a la calle”, deseaba con enfado. A nosotros todo este asunto nos tenía bastante inquietos. Poseemos una fuerte imaginación para las desventuras y no nos costaba demasiado esfuerzo vernos en el lugar de cualquiera de esos viajeros sin viaje, transeúntes frustrados encallados en  algún aeropuerto del país; o, peor aún, nos veíamos sin tren, varados también nosotros  en la estación porque se habían declarado en rebeldía los maquinistas de la Renfe, o los revisores, o los jefes de estación, o todos juntos al mismo tiempo. Así que íbamos en el taxi que no nos llegaba la camisa al cuello, un poco sudorosos, recordando aquello que dijo Pascal de que todos los males le vienen al ser humano por no saberse estar quieto en su cuarto y andar siempre por ahí.


Afortunadamente, los trenes funcionan hoy como si fuesen relojes suizos, y si llegan con algún retraso, recuperan el tiempo perdido sin esfuerzo alguno, diríamos que proustianamente. Eso fue precisamente lo que sucedió con el nuestro, que llegó a Albacete con media hora de retraso y, sin embargo, hizo su entrada en la estación de Sants con diez majestuosos minutos de adelanto sobre el horario previsto. Los trenes son, hoy, magníficos medios de desplazamiento. Este nuestro era un largo convoy formado por vagones de variada procedencia: unos venían de Málaga y Granada, otros de Sevilla y, por último, uno de Badajoz. Se habían juntado en Alcázar de San Juan y ya desde allí, seguían juntos el rumbo hacia Barcelona. El que venía de Badajoz era literalmente el último, el furgón de cola, y no sólo por ir colocado en el último lugar, sino por otras muchas razones. Era a todas luces el más viejo, y venía adornado además con esos mensajes indescifrables, escritos con su  característica tipografía, de los aficionados a los grafiti en todo el mundo, incluido Badajoz. El interior era también muy primitivo, quince o veinte años más antiguo que el resto de los vagones, de modo que cuando te dabas un paseo parecía como si estuvieses avanzando en la historia de España, o pasando de una temporada a otra de “Cuéntame”. Por ejemplo, la tapicería, que era verde y estaba limpia en los otros vagones, aquí era de un azul muy anticuado, aunque su tono original debía haber sido otro muy distinto, como se descubre en los cuadros antiguos cuando los restauran. No funcionaba la megafonía, tampoco los monitores de televisión, y la cafetería estaba tan alejada que era imposible llegar hasta ella. Al revisor ni lo vimos. Porque, efectivamente, fue este el coche que nos tocó en suerte. Sin embargo, tenía una cosa bien bonita este vagón, y es que al ser el último había una ventanilla por la que podíamos ver cómo iban quedando atrás los pueblos y sus estaciones, muy cinematográficamente, y cómo se perdía el camino que nos conducía a la ciudad, cómo íbamos dejando atrás las vías que nos llevaban hasta Barcelona.




A pesar de lo vetusto de nuestro coche, el viaje fue plácido y feliz. A mí me tocó ir con un señor de Badalona que venía de dejar a su padre en casa de un hermano, allá por las dehesas extremeñas. Como está  el hombre muy mayor, tiene que acompañarlo. Había sido el día anterior, catorce horas de viaje, y ahora volvía para su casa, otras catorce horas. Yo le habría preguntado de muy buena gana por la razón de tanta prisa, si es que no se lleva bien con su hermano a pesar de lo alejados que viven el uno del otro, cuánto tiempo tienen en casa a su padre cada uno de ellos, o si hay más hermanos y dónde viven, pero, como es natural, no le pregunté por nada de esto y hablamos de otras muchas cosas sin importancia. Así que entre la charla con este señor, la lectura del periódico y la contemplación del paisaje, se pasaron rápidas las horas.


El paisaje era levantino, de pueblos prósperos y bien alimentados, rodeados de grandes extensiones de huertas y naranjos. Luego, cuando se hizo de noche, era como viajar por un túnel, salvo cuando aparecían las luces de algún lugar. En las casas más próximas a las vías, veíamos de vez en cuando alguna escena cotidiana tras una ventana con luz: mujeres en  cocinas estrechas como pasillos o niños con la cara pegada al cristal para ver  pasar el tren mejor. Por las calles, ni un alma. Pero eso pasaba pronto, volvía la oscuridad y solo podíamos ver, en el cristal de la ventanilla, nuestro propio rostro, ya un poco cansado.



Los artistas pintores, si viajasen más en tren, podrían sacar unos autorretratos fabulosos en estos viajes nocturnos.


Al cruzar Tarragona, las grandes refinerías estaban iluminadas como en día de fiesta, y parecían el decorado de una película de ciencia-ficción. Las grandes industrias, por la noche, tienen todas el aire de una gran verbena popular. Pero como se ven vacías y solitarias, cobran un aire siniestro e inquietante, muy propio de esa clase de películas.

Y al poco tiempo, llegamos a Barcelona.

Continuará

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