jueves, 16 de diciembre de 2010

Barcelona (VII y último)

Martes 7 de diciembre
La última mañana, muy temprano, me fui un rato yo solo a buscar una librería de viejo en la calle Doctor Rizal. Había visto en internet que tenían algunas cosas que nos interesaban, sobre todo una novela leída ya hace tiempo y perdida en una mudanza. La recuerdo bien, y queremos tenerla porque, además de ser un hermoso libro, tiene un comienzo que mi madre repitió literalmente un día sin habérsela leído nunca ni tener conocimiento de su existencia. La novela comienza así:
                -¿Y si no nos muriéramos nunca?- dije en un susurro.
Y exactamente esa fue la pregunta que se hizo mi madre, en voz alta, una vez que regresábamos de Oviedo, de pasar la tarde. Habíamos merendado en el Rialto, paseado un poco alrededor de la catedral,  hecho algunas compras… Poco más. Pero mi madre había disfrutado tanto de todas esas pequeñas cosas, que al acomodarse en el asiento de atrás del coche, suspiró y se preguntó en voz alta lo mismo que ese personaje imaginado por el novelista: “¿Y si no nos muriéramos nunca?”- dijo mi madre. Y  todos nos quedamos, entonces, en silencio.
Encontré la librería muy rápidamente. La calle es muy estrecha y corta, una de esas calles sin importancia que tal vez por hallarse muy próxima a las grandes avenidas (esta está a dos pasos, literalmente, de la Diagonal y la Travesera de Gracia), pasan desapercibidas, calles tímidas y secretas que solo conocen los que en ellas viven o trabajan, lugares por los que apenas pasa nadie. La librería estaba al final, un pequeño local desapercibido. Casi paso de largo. Desde la calle apenas se veía nada del reducido escaparate. Empujé la puerta, pero estaba cerrada. Resultó ser una de esas en las que hay que llamar al timbre, como una joyería. Me abrió un hombre de mediana edad, embutido en un grueso jersey de lana, que solo me dejó pasar cuando le dije qué era lo que iba buscando. Cerró la puerta de nuevo y tras consultar en su ordenador, se fue a buscar el libro a la trastienda. Al quedarme solo, pude contemplar mejor la pequeña librería. Es preciosa. Las estanterías cubren todas las paredes desde el suelo hasta el techo, repletas de libros muy cuidadosamente colocados, y de trecho en trecho hay fotos de escritores colocadas en el filo de las baldas. Como la calle es tan estrecha y sombría, tenía la luz encendida, una luz ámbar muy acogedora, que invitaba a quedarse allí toda la mañana. El librero no había encontrado la novela en su rebotica, y comenzamos a buscarla los dos, a cuatro manos, entre las estanterías. La encontré yo, rápidamente, o tal vez fue ella la que me encontró a mí, que con los libros nunca se sabe. Pagué el libro y nos despedimos, el librero y yo, con muy corteses palabras, animándome él a que siguiese entrando en su página. Se lo prometí  y ya me fui, tan contento con la novela que plagia a mi madre bajo el brazo.



Me encontré con la familia en la Plaza de Cataluña, que es un lugar tan amplio y con tanto tráfico de gentes y de coches que resulta desoladoramente desangelado. Habían ido hasta allí para hacer unas compras de última hora. Tuvimos que distraer un poco a los chiquillos, para comprarles algunas regalos que recibirán la noche de Reyes. Con eso y una pequeña vuelta por la cercana Plaza de la Universidad, ya llegó la hora de irse a la estación y ponerle punto final a este viaje.
En el tren de vuelta, esta vez en un vagón que no venía de Badajoz y era como todos los demás, limpio, cómodo y nuevo, pasamos el tiempo releyendo a Pla, escribiendo algunas de estas cosas y repasando las fotos que habíamos sacado.


Al principio, estuvimos viendo el mar, a nuestra izquierda, largo rato. Tenía un color de plata triste. Luego llegó el fundido en negro de la noche.


Fin

1 comentario:

  1. Bravo, Enrique.
    Después de leer esto me siento como si conociera Barcelona de toda la vida.
    Espero conocerla algún día.

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