miércoles, 15 de diciembre de 2010

Barcelona (VI)

Lunes 6 de diciembre
Tras el desayuno en un bar del barrio (Les Corts), rodeados de parroquianos que llevaban el jersey metido por los pantalones, de nuevo nos echamos a las calles y de nuevo en busca de las huellas que Gaudí dejó en la ciudad (uno se habría ido a cualquier otro sitio, pero es lo que tiene viajar en grupo con la familia). Esta vez al Parque Güell, en lo alto. Al bajar del metro en Vallcarca, pasa como con todos los metros del mundo, que sale uno de nuevo a la calle un poco confundido, sin saber muy bien por dónde tirar. Pero aquí no hay duda. Aunque no llevemos un plano del barrio ni veamos indicación municipal alguna, indefectiblemente se llega a ese parque sin pérdida ni distracción. No hay que hacer otra cosa que seguir al gentío que se baja en esa estación. Es  tan amplio y numeroso, y camina con tanta devoción en la dirección  adecuada, que parece una romería camino de la capilla del santo. Y, bueno, algo de eso hay.



El barrio es tremendo. Levantado entre barrancos, las calles tienen todas la forma de una montaña rusa, con inclinaciones inverosímiles y vertiginosas. Por la Bajada de la Gloria, paradójicamente se sube hasta el parque y, afortunadamente, para que los romeros se alivien un poco en la ascensión, han puesto unas escaleras mecánicas, de modo que vas tan ricamente y es un poco como si estuvieses en el Corte Inglés. Sin embargo, aquí la vida pensamos que debe de ser bien difícil, por la orografía y los turistas que venimos en peregrinación.
El parque está bien en lo que tiene de parque y porque desde él se ven el mar –la primera vez que lo vemos desde que llegamos- y la ciudad, tendidos a sus pies. "Barcelona siempre causa un mayor efecto vista desde una altura, de arriba abajo, que desde el plano del terreno de una calle cualquiera. De arriba abajo parece una ciudad más blanca que desde el suelo: entonces es grisácea", dice Pla.

Salvo algunos barrios como este, Barcelona es un delicado plano inclinado que va de la montaña hasta la orilla del Mediterráneo con una inclinación delicada y muy llevadera. Y de nuevo traemos a Pla hasta aquí, ahora a propósito del Paseo de Gracia: “El Passeig de Gràcia es un acierto (…). Uno de sus encantos más visibles proviene del plano inclinado, suave pero marcado, que dibuja sobre el suelo. Las calles que están en plano inclinado, que tienen la inclinación atinada y justa poseen el don de aumentar la belleza de las señoras que suben y de dar a sus movimientos una gracia esbelta. Las ciudades ganan mucho si las señoras las acompañan…


El  descampado central parecía un zoco, con tantísimas personas sacando fotos y decenas de mercaderes que ofrecían todo tipo de baratijas extendidas sobre grandes pañuelos: figurillas gaudinianas, abanicos, carteles de toros, paraguas… Nos fijamos en un grupo de japoneses. Debían de estar haciendo el tour europeo y se les veía ya a todos muy cansados. La guía les contaba cosas, pero ninguno le hacía el menor caso y la seguían por inercia, disciplinados y serios pero absolutamente distraídos. Si en cada capital a la que viajan les cuentan un montón de cosas, es lógico que llegue un momento en el que no les quepa más en la mollera. El saber ocupa lugar, y no poco, y por eso estaban los japoneses con ese aire de hastío y desidia, que lo mismo parecía darles ocho que ochenta a los pobrecillos. Estos que les cuento, ni fotos sacaban.

En la entrada sur, lo ya conocido: galerías un poco prehistóricas, azulejería de variados colores, techumbres infantiles, el famoso lagarto policromado y dos casitas como pasteles de nata y nueces recién cocidas en el horno de “Hansel y Gretel”. La gente pululaba por allí como hormigas incansables, y sobre todo se agolpaba frente al lagarto, para echarse fotos a su lado. A mí, contemplando la escena, me salió la vena materna y empecé a fantasear con la posibilidad de que me diesen un euro por cada foto que se sacaban. En unos pocos minutos, calculé que ya habría alcanzado lo que cobramos en un mes. Fue entonces cuando mi cuñada soltó un aforismo magnífico: “Con lo fea que es la gente, ¿para qué querrá tanta foto?”

Y por fin abandonamos el lugar, a pie, dejándonos caer por ese plano inclinado del que habla tan positivamente Pla.
Lo mejor del día vino tras esta visita, cuando dimos con el barrio de Gracia. Tienen sus calles algo de pueblo grande, estrechas y de casas no muy altas, y algunas son magníficas, como la calle Verdi. Restaurantes sirios, librerías de viejo,  tiendas de ropa usada en los barrios más modernos de Londres y gente paseando alegre arriba y abajo. Pero lo que más nos gustó fue la Plaza de la Virreina, una plaza preciosa, abierta y respirable, con una iglesia, una fuente y casas de vecinos del XIX. En ella paramos a tomar un café, en una de sus terrazas y se estaba allí tan ricamente.





Si uno sigue luego por la calle Asturias, llega, en muy pocos pasos, a otra plaza, esta famosa por una vieja y hermosa novela: La Plaza del Diamante. Aunque sabemos que Mercè Rodorera la eligió no por su belleza sino por lo eufónico de su nombre, es decepcionante. Muy fea, con edificios nuevos y tristes, tiene que soportar una de las esculturas más horrorosas que haya visto uno –y mira que hemos visto algunas-, dedicada a la pobre Colometa. Además, se ve que por las noches los jóvenes del barrio hacen en ella botellón y los vecinos están que trinan.  Una pena.

Cuando se hizo de noche, bajamos al Raval. Antes, muy antiguamente, fue el lugar de los hospitales y los conventos; luego, más cerca de este tiempo nuestro, barrio de mala fama, sicalíptico y peligroso; y hoy, algunas de sus calles y plazas, templo de modernidad y vida, de mucha juventud, muchos bares y un enorme museo de arte moderno. Pero lo más bonito que nosotros hemos visto en ese sitio es la Iglesia de la Misericordia, que ya no es una iglesia sino una librería, una enorme y afortunada librería, para nosotros una especie de paraíso en la tierra. Estuvimos curioseando en ella largo rato, preguntándoles cosas a los dependientes, que parecían saberlo todo, tenerlo todo. También tienen una cafetería y mullidos sillones donde poder sentarse a hojear los libros que te apetezca. Quedamos un poco abrumados. Así que no compramos nada, y tan solo salimos de allí con una hermosa postal de Stevenson y su familia, sentados en el porche de su casa en Samoa.






Continuará

2 comentarios:

  1. qué buen diario sobre el viaje, ya veo que no perdisteis el tiempo visitandolo todo, jeje

    he ganao el primer premio de un concurso de fotografía en el que participé sobre imágenes por la igualdad, 200 euros, está bien, sobre todo me motiva... habrá exposición en marzo y catálogos, ya os informaré

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