domingo, 19 de diciembre de 2010

Día feliz

Feliz porque al levantarnos y abrir la ventana la lluvia cantaba alegre en el patio de luces; porque estaba gris e invernal y no había prisa ni necesidad alguna de salir a la calle; porque, bajo un solo paraguas, P. y yo nos acercamos a la feria, a ver si había algo que le gustase; porque luego fui a la biblioteca y a nuestra librería de guardia; porque vi una manisfestación muy colorista y civilizada, clamando contra las reformas de las pensiones; porque me fui a comer con buenos amigos...



Nos gustan los días de lluvia porque nos recuerdan nuestra infancia; y los días fríos y desapacibles por la misma razón; nos gusta nuestro trabajo y no tener que ir a trabajar; nos gustan las bibliotecas y las librerías y las ferias de libros viejos; nos gusta pasear por la calle con P., bajo un paraguas; también las manifestaciones, cuando son civiles y ordenadas; y por supuesto, nos gustan mucho nuestros buenos amigos.

Un sábado de lluvia firme y cantarina nos trae siempre a la memoria los sábados lluviosos de la infancia, cuando no había prisa por levantarse, y podíamos quedarnos un rato más en la cama, despiertos, remoloneando entre las sábanas, escuchando la música del agua en los cristales, que nos hacía disfrutar aún más  de ese estar recogidos bajo las mantas.

Seguramente por ser de naturaleza insegura y retraída, nos sentimos mejor en los otoños e inviernos, bajo el abrigo. Nos sentimos más protegidos que con la ropa de verano.

También somos grandes partidarios del paraguas. Nos parece un invento magnífico. Como la bicicleta, se trata de un objeto imposible de mejorar. Antiguo y moderno al mismo tiempo, siempre es un placer salir a la calle con uno. Indudablemente, mejora a  la gente, la vuelve más interesante. Una persona, debajo de un paraguas, siempre tiene su misterio, su novela, y parece que va pensando en cosas profundas y de un interés considerable. Este amor, sin embargo, no debe de ser recíproco, pues no hay paraguas que regrese a casa con nosotros. Los pierdo todos. Me abandonan. Por esta razón, hemos aprendido a caminar sin ellos bajo la lluvia, y también nos gusta.





La manifestación, por su parte, tenía un aire muy navideño. Todas las banderas que portaban los manifestantes eran color papanoel, blancas y rojas. La marcha la abría un joven que arrastraba con una cuerda un cubo de latón con esos mismos colores. En el cubo iba echando petardos que, al explotar dentro, retumbaban con grandísimo estruendo. Un petardario.





Algo parecido ya lo había industriado nuestro amigo Santiago Ydáñez, artista pintor, que en una exposición que le hicieron en Granada, al lado de sus cuadros colocó un cepillo de lata y un vaso lleno de petardos para que los visitantes los hiciesen explotar allí dentro. Cuando la fuimos a vistar, él mismo nos mostró cómo funcionaba. Saltaron las tapas de los enchufes en las paredes, un visitante se levantó un metro del suelo y el guardia apareció con el corazón en la boca... Pero esa es otra historia.






Cuando pasaban a mi lado, un adolescente que se resguardaba en el fondo de un portal, comenzó a gritar: "Rojos", bramaba. Y se retiraba al fondo penumbroso del portal. Los que iban en las primeras filas, como eran sindicalistas veteranos, ancianos la mayoría, y con el ruido de los petardos, miraban sin ver y se ponían la mano al lado de sus grandes orejas, por saber qué les voceaban. El adolescente se fue creciendo. "Rojos, cabrones", rugía. Pero continuaban estallando los pequeños explosivos en el petardario, y nadie lo escuchaba. Sacaba la cabeza del portal, cruzaba la línea de sombra, chillaba, y rápidamente volvía a lo oscuro. "Rojos, hijoputas", berreó. Pero la manifestación fluía sin hacerle ningún caso. Volvió a intentarlo un par de veces más y como si lloviese, que ciertamente lo hacía. Vencido, se calló y ya no salió más de su oscuro rincón. En otro tiempo, pensé, en mi pueblo, lo habrían perseguido, le habrían dado alcance y le habrían medido las costillas con los palos de sus banderines. En este sentido, las cosas pienso yo que han mejorado. ¿No?

Camino a la comida, me encontré un mercado navideño en el Altozano. Adornos, platerías, lámparas orientales, jabones perfumados, quesos enormes como ruedas de carro, panes medievales, de un tamaño semejante... Y un tiovivo cerrado y sin niños por culpa del frío y de la lluvia.


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