sábado, 14 de abril de 2012

Semana Santa (Ávila)

Para no pasar por Madrid, que entonces, miércoles santo, sí que estaría colapsada por todos los madrileños que todos los años, por esas fechas, abandonan su ciudad como quien huye de una catástrofe nuclear, decidimos, en nuestro viaje hacia el sur, hacer parada y fonda en la antigua ciudad de Ávila. Continuaríamos al día siguiente por Toledo y desembocaríamos en la N-IV a la altura de Madridejos, ya bien lejos de la capital.

Como llegamos muy pronto, cominos en el hotel y después de descansar un poco salimos a dar un paseo.



 
La primera impresión es que en Ávila han convertido el misticismo en pastelería. Vimos cientos, muchas más que iglesias o conventos, y en todos sus escaparates, muy bien iluminados, relumbraban con luz divina las yemas de Santa Teresa, los huesos de santo, las pastas, las torrijas, los hornazos...

Pastelerías, restaurantes y mesones, eso es lo que vimos en nuestro paseo. Los restaurantes resultaban todos menos apetecibles, pues prácticamente todos anunciaban con gran aparato tipográfico y unas estampas enormes y muy coloristas, chuletones prodigiosos, cuchifritos, lechones, terneras... Con tanto naturalismo está hecho todo esto allí, que solo caminando ya te sentías un poco empachado...

Estaba el cielo gris, que es el color predominate de esa ciudad, que nos pareció un poco destartalada, un poco abandonada, levítica, solitaria, antigua...

Como es natural, el lugar está repleto de recuerdos de Santa Teresa: la iglesia donde se bautizó, la iglesia a la que iba a confesarse... Y en la plaza que lleva su nombre, dos estatuas, una a los pies de las murallas y la otra encumbrada en un altísimo pedestal en el que, en una placa, se guarda memoria de todos los santos que dio esa provincia, empezando por Teresa Cepeda y siguiendo, como es natural y las matemáticas exigen, por San Segundo.


Esa plaza..., esa plaza sería muy bonita, con sus soportales y su iglesia, y las murallas, si no hubiesen levantado, en uno de sus flancos, un edificio contemporáneo de ladrillo que parece de oficinas... De manera que la única forma de estar en ella es evitando por todos los medio  mirar  hacia ese lado, y es necesario, para no enfadarse, andar de perfil. Eso, claro, resulta muy incómodo, y como además estaba tomada por los adolescentes del lugar, que parecían ser como son los adolescentes de todos los lugares, nos fuimos de allí muy rápidamente.

Callejuelas estrechas, empedradas, viejos palacios clausurados o convertidos en hoteles, piedras grises, conventos, ermitas, iglesias, la catedral con sus dos salvajes en las jambas... Y de vez en cuando un pequeña plaza provinciana, llena de silencio.


Al salir de cenar -de un italiano, nada de chuletones fotografiados-, nos encontramos con la procesión del Cristo de la Agonía, en la puerta del Rastro... Según la opinión experta de A. y P., el paso era más pobre que en Úbeda, más pequeño, y no era llevado por sufridos costaleros sobre los hombros, sino que lo empujaban como a un coche averiado... El silencio, igual que el frío, eran genuinamente castellanos.






 
Sin embargo, al final, la banda, ataviados sus músicos de almirantes, se lanzó a una melodía que parecía más bien el inicio de un pasodoble, como música de boda antigua...

Y ya nos fuimos, bordeando las espléndidas murallas, hacia el hotel.

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