jueves, 12 de abril de 2012

Semana Santa (Puerto de Pajares)

El martes santo madrugamos para irnos a Pajares, a que P. esquiase.

La escuela, y dentro de ella algunos maestros entusiastas y sacrificados, pueden resultar, en ocasiones, muy dañinos. Digo esto porque al maestro de P. se le ocurrió un buen día llevárselos a esquiar a Xanadú, que es, a lo que parece, un centro comercial con pistas de nieve artificial que levantaron  hace ya algún tiempo en los suburbios de Madrid. P. no había esquiado nunca, pero volvió ese día a casa convertido a la fe de la nieve, obsesionado y febril... Tanto dio la tabarra, que en un momento de debilidad, y también para que se convenciese de una vez de lo maravillosa que es Asturias, le conté que a media hora de casa de los abuelos hay un par de estaciones. Se le iluminaron los ojos de tal modo que no pudimos dejar de prometerle que, si aún quedaba nieve, y el tiempo acompañaba, estas vacaciones subiríamos con él a que practicase un poco.


Cuánto tiempo sin pasar por esa carretera... Durante nuestra infancia y primera juventud no era raro que algún sábado o domingo subiéramos ese puerto, con la fiambrera repleta de tortillas y filetes empanados, a pasar el día. Era, entonces, un viaje más largo, y también más épico, porque mi padre nunca tuvo otro coche que un 600, (tres veces cambió de vehículo, y las tres veces fue un Seat 600). A aquel utilitario en el que íbamos embutidos cuatro personas y la fresquera, se le hacían muy difíciles esas cuestas tremebundas. Recuerdo que en más de una ocasión se quedó clavado nuestro pobre coche, y se las veía y deseaba mi padre para, manipulando las marchas y el freno de mano, conseguir remontar las pinas rampas del Pajares.



Recordé también nuestras visitas a Puente de los Fierros, donde mi madre tenía una tía que había sido maestra, y varios primos que regentaban un próspero colmado. Fueron, esa familia, de los primeros que tuvieron un automóvil en Asturias. Luego, igual que el pueblo, fueron poco a poco a menos, incluso a mucho menos, y guardo memoria de uno de aquellos primos, Juan Requejo se llamaba, que tenía las orejas muy grandes y expresivas  y acabó de guía en la Cámara Santa de Oviedo.

Como íbamos sin prisa y la carretera, igual que los coches que ahora llevamos todos, están muy mejorados, el viaje fue muy hermoso, pues el paisaje es, allí, magnífico. Tan magnífico que no vamos a decir nada de él. Por aquello que escribió Camba: "Se puede ser original en la mesa de un café, en una reunión de amigos, ante los acontecimientos ridículos dela vida diaria, pero no hay manera de adoptar una postura original ante las montañas de tres mil metros (o incluso menos, añadimos nosotros). Frente a estas montañas o se calla uno o dice tonterías".





La estación de esquí se veía un poco desangelada, con los edificios solitarios y algo desconchados. Estábamos comprando ya el bono para que un monitor le diese dos horas de clase a P., cuando los del alquiler nos comunicaron que con los pantalones que llevaba se iba a poner pingando. "Bueno, pues alquilamos unos", replicamos rumbosos. "No, aquí ya no se alquilan pantalones. Cascos, esquís, bastones, sí; pero ropa ya hace unos meses que no se alquila. Era un lío". Tenía todo el aspecto de un viejo saloon del lejano Oeste, y los que regentaban todo aquello, caídos sobre un mostrados de madera deslustrada, el de vaqueros desganados y perezosos. Les insistió A. "A lo mejor tenéis alguno por ahí". Negaron con la cabeza mientras ruimaban cansinamente un chicle. Nada, no tenían nada.

La desilusión de P. resultó inconmensurable, como la belleza de las montañas que nos rodeaban. Para animarlo, y por no volvernos tan pronto para casa, decidimos subir en el telesillas hasta la cumbre, a tomar un café y contemplar el paisaje. Yo jamás había viajado en un medio de transporte como ese. No lo aconsejo. Subirse en difícil, y bajarse aún peor. Y el viaje, a mi parecer, muy arriesgado. Subidos en esas alturas, incómodamente sentados en un lugar de apariencia tan frágil, escuchando cada poco unos chirridos inquietantes, dolientes... Para alguien un poco neurótico -como por ejemplo yo-, no supone un modo conveniente de desplazarse. Colgado de un hilo, no se necesita demasiada imaginación para verse caer sobre los riscos puntiagudos... Lo pasé mal al subir, y si me hubiesen dejado, habría hecho el descenso a pie.










Cuando íbamos camino del aparcamiento pensando en lo afortunados que éramos por no habernos despeñado, recibimos la llamada de mi prima M. J. Mi prima lleva años fatigando archivos parroquiales para hacer el árbol genealógico de la familia. Nos llamaba porque le había dicho mi madre que estábamos en el puerto, y como sabía ella que uno de los albergues se llamaba "Toribión de Llanos", quería pedirnos que preguntásemos la razón de que lo hubiesen bautizado de ese modo, ya que ese señor, Toribio García Morán, parece que era un viejo pariente nuestro, de los de Parana, que es un pueblo colgado en la montaña, cerce de Puente de los Fierros y Flor de Acebos.

Encantados con tan gustoso encargo, nos dirigimos al edificio de ese albergue, que se anunciaba con cafetería, pero no sacamos nada en claro, porque lo encontramos cerrado a cal y canto, y tan solitario y vacío todo a su alrededor que tampoco pudimos preguntarle nada a nadie.

Emprendimos entonces el regreso a casa, para comer, P. ya un poco menos disgustado y yo pensando, mientras trazaba las cerradas curvas cuesta abajo, en lo misterioso de la herencia, y en cómo puede ser posible que alguien tan pusilánime como uno, y tan poco amigo de aventuras y viajes en telesillas, tan amigo de quedarse en casa, en su rincón, pueda tener, entre sus antepasados, un mítico cazador de osos. Y un poco envanecido también, pues se me dibujó una sonrisa tan tonta que A. se dio cuenta y me preguntó:

-¿En qué estás pensando, que te entra la risa?

-¿Yo? En nada- le mentí, porque si le decía la verdad se iba a burlar de uno. Y continué fantaseando con ese intrépido antepasado nuestro, pero ya aguantándome la sonrisa.



P.D. Hace un par de días, mi prima M. J. me mandó un correo con lo que sigue:


(…) El rey D. Alfonso XI, en su famoso LIBRO DE LA MONTERÍA, al hablar de “los montes de tierra de Asturias”, menciona dos en el puerto Pajares, excelentes para la caza del oso, “Lande Cerezal” y “Valgrande”
(…)” En estas montañas se ejercita mucho la montería de los osos, donde son muy ejercitados los hijosdalgo de aquel reino (…) los cuales con mucha destreza, al tiempo que el oso se enhiesta contra ellos, le arrojan el capotillo a los ojos, y métenle el venablo por el pecho, metiendo la cabeza entre los brazos, de modo que el oso no pueda alcanzar con las garras ni l aboca para herirles, y teniéndolos fuertemente, en el venablo los acaban”.
(…) El tipo castizo del montero va siendo raro después que murió, joven aún y no hace mucho tiempo, el célebre Toribión de Llanos (Toribio García Morán), que con su escopeta de chispa mató a la espera treinta y cinco osos, realizando acciones verdaderamente novelescas.

( Bellmunt y Canella, Asturias, 1897)





3 comentarios:

  1. Recuerdo con cariño que en el alto de Pajares un padre y un hijo (que no eras tú ni P) vivían de remolcar camiones con un Land Rover. A mí me gustaba viajar en camión. Cuento: A falta de aproximadamente unos 600 mts para la cima del puerto, algunos camiones cargados no podían seguir cabalgando, la falta de potencia de los motores y las rampas durísimas, hacían que la lentitud e incluso la parada fueran inevitables. Ahí estaban los mencionados que, por el “módico” precio de 2.500 ptas de la época, el chaval poniendo el cable remolcador al morro del camión y su padre al volante del viejo Land Rover-motor Santana nos servía de guía y nos encaramaba lenta y ruidosamente.

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  2. ¿Cómo se llamaban? ¿Se apellidaban García o Morán? Porque si es así también eran parientes nuestros, como Toribión. Por parte de mi madre ese puerto está lleno de viejos parientes.

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  3. Uf¡¡no me acuerdo. Luego pregunto a mi padre que, aún con 84 años, tiene buena memoria.

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