domingo, 10 de junio de 2012

El viaje entretenido (Criaturas cervantinas)

Al atardecer del viernes, cuando ya era el calor menos riguroso, pasó E. a recogernos con su coche para llevarnos al Santuario de la Antigua. Está este a cinco quilómetros del pueblo, en mitad del campo.

Poco antes de llegar, nos desviamos a la izquierda, a ver el yacimiento de la Jamila. Situado en un pequeño alcor, el paisaje que se contemplaba desde allí era hermosísimo. Cervantino. De manera que dejamos atrás a Quevedo -escritor urbano-, y comenzamos a pensar en Cervantes. Cuántas veces pasaría ese hombre por campos como estos, solitario y soñador, en su fatigoso trabajo de acopiador de grano y aceite primero, luego de recaudador de impuestos... En caminos como estos se iría fraguando en su imaginación la aventura del loco caballero y de su escudero, y por estos mismos campos de Montiel quiso lanzarlos al mundo. Tan vivos le salieron que hoy no es raro confundir unos con otros. Recordamos lo que dice Trapiello: "Por un momento se diría que Cervantes y don Quijote son la misma persona (...). Cuando hablamos de Cervantes nos vuela la imaginación a don Quijote. Cuando pensamos en don Quijote creemos ver rasgos de Cervantes. Las dos figuras se transparentan, las dos se confunden, las dos trenzan una derrota semejante".




Seguimos absortos en nuestros pensamientos. De Quevedo hay en Villanueva -pensábamos frente a esos campos infinitos- huellas incontables: su celda en el viejo convento de Santo Domingo, la Casa de los Estudios, una cripta, placas, bustos, retratos en bares y tabernas... De Cervantes, en cambio, apenas nada. Sí de su obra: las estatuas de sus personajes en la Plaza Mayor, la Casa del Caballero del Verde Gabán, las cuatro placas que recuerdan que es este y no otro aquel famoso lugar de cuyo nombre no quiso acordarse... De él, sin embargo, nada. La invención de Cervantes, que cruzó por estos sitios tan silencioso y mudo, sin dejar huella de su vida, parece hoy más firme y real que su propio creador o que aquellos últimos días de Quevedo en este pueblo. Más real que los huesos del poeta, estén donde estén. No son pocos los vecinos de estas comarcas que creen en la realidad de don Quijote y que, como bien dice Trapiello, lo confunden con su autor, pensándolos a los dos una sola persona.

El santuario es un lugar bien curioso. Encumbrado también sobre un cerro, tiene un patio digno de cualquiera de los edificios de la Universidad de Salamanca, con una capilla primorosa y largas galerías con cuartos que la cofradía de la Virgen subasta cada año, no para el estudio o la vida de oración, sino para los grupos de jóvenes que celebran allí sus fiestas y jolgorios. Detrás de ese patio está la plaza de toros del pueblo, donde murió, hace ya muchos años, el único torero canario del que hay noticia. Un busto lo recuerda.





Luego bajamos hasta el puente de la Virgen, a orillas del Jabalón. Bajaba este oscuro y menguado. Había cuatro hombres que parecían estar pescando algo. Eran, no cabía la menor duda, los nietos de aquellos arrieros y campesinos con los que se encontraron Cervantes y don Quijote en sus vagabundeos. Un panel informativo, de eso que las consejerías de turismo colocan a la vera de lugares de interés y que han copiado a los que se ven en los dibujos animados del oso Yogui, anunciaba de un modo desconcertante que estábamos en la Hoz del río Dulce, en Sigüenza, Guadalajara.

Ya de noche, de vuelta al pueblo, nos refrescamos con unas gordas en una terraza a la sombra de Santo Domingo y el busto de Quevedo, que tiene ya el mismo color bilioso de su sarcasmo, como dejó dicho Azaña. Tan diferente, sigue hablando Azaña, de "la risa sobrehumana de Cervantes".


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