lunes, 25 de junio de 2012

Un rapto de locura

La noche de San Juan hacen aquí una procesión que llaman de las antorchas. La gente acude a las puertas del ayuntamiento y recoge la tea que les da la alcaldesa o alguno de los concejales, que están allí tan contentos sonriéndole al pueblo de una manera exagerada, como si estuviese el horno para bollos.

Nosotros no habíamos ido a esta procesión jamás. A P. se lo llevaba su tío y luego se quedaba a dormir con sus primas, de manera que A. y yo aprovechábamos para darnos un paseo por ahí, lejos de la ruta de esa fiesta, tomarnos unas cañas y volvernos para casa a una hora decente. Si acaso, veíamos a lo lejos la estampa de las gentes con sus fuegos en alto, y aunque quedaba bonita, a mí me entraba un escalofrío porque me traía a la memoria, esa imagen, la escena final de Frankenstein, cuando los del pueblo se disponen a quemar al pobre monstruo. Yo, en cuanto veo al pueblo reunirse para ir de fiesta, me pongo a temblar.

Sin embargo, este año alguien propuso que acudiésemos todos los de la educación pública ataviados con nuestras camisetas verdes y reivindicativas. Así que después de contemplar cómo España liquidaba con la eficacia y discreción de un cirujano a los franceses nos metimos las dichas camisetas  y allí nos fuimos, a por nuestra antorcha. 

Con esa camiseta verde seríamos, contando por lo alto, veinte o veinticinco. Y la alcaldesa y sus concejales, cuando nos tocó recoger la antorcha, nos sonrieron más que a cualquiera, unas sonrisas temibles y rarísimas, por lo exageradas, que dejaban al descubierto unas dentaduras bien afiladas y unas encías luciferinas y espantosas. A mí me echaron un poco para atrás...

Luego, ya en marcha hacia la gran hoguera, la imagen era hermosa y, charlando con P. y con el fuego que llevaba delante de mis narices, se me fue pasando, poco a poco, el miedo. P. me iba contando de las procesiones de otros años, y el fuego, que se iba consumiendo poco a poco, me explicaba que, como él, todo es pasajero en esta vida, y que por lo tanto estos malos tiempos acabarán por pasar."Ya", le contestaba yo, "pero es muy posible que cuando al fin pasen haya quedado todo carbonizado". A eso, el fuego no me contestaba nada, cambiaba de dirección y me daba la espalda. P., en cambio, me miraba preocupado: "¿Con quién estás hablando, papá?"

Luego el gentío fue creciendo a nuestro alrededor, y entre esa concupiscencia y el calor tan grande que provocaban a nuestro alrededor tantos fuegos, comenzaron a entrarme unas ganas enormes de quemar y destruir, igual que los pueblerinos de Frankenstein. Me subieron a la garganta unos deseos enormes de  arengar  a las masas para animarlas a que nos diésemos todos la vuelta y, en lugar de levantar la gran hoguera sanjuanina, conducirles a quemar el ayuntamiento y a perseguir a esos seres de sonrisas diabólicas y falsas. "A por ellos, oéeee, a por ellos, oéeeee...", comencé a gritar dándome la vuelta. La gente me miraba con simpatía, por creer que estaba celebrando todavía la victoria de la selección, pero A. se dio cuenta, por mi mirada extraviada, que no era eso. Así que me cogió del brazo, me hizo girar en el sentido de la marcha y ya nos apartamos un poco sin llegar a la gran hoguera, que se alzaba majestuosa, hipnótica y terrible, a unos cien metros de donde estábamos.

Al final, con los fuegos artificiales y un helado, volví en mí.


No hay comentarios:

Publicar un comentario