martes, 5 de junio de 2012

El viaje entretenido (Historia de unos huesos)

Como nuestro buen amigo E. es natural de este hermosos pueblo de Villanueva y es además pródigo en  cortesías con nosotros, tuvo a bien acompañarnos y hacernos de guía.

Nos contó que el pueblo se conserva así, casi como en los Siglos de Oro, gracias a un aparejador municipal, don Vicente,que luchó todo lo que pudo y más para que no se hicieran en el suyo las barbaridades que se cometieron en prácticamente la totalidad de los pueblos y ciudades del país. Su propia casa, un caserón enorme y hermoso, es hoy una residencia de ancianos. Desde la azotea, un viejo se asoma todas las tardes, cuando comienza a anochecer, y se pasa allí las horas mirando al infinito...

Visitamos también la casa de don Manolito, un rico hombre que, al morir sin hijos que le heredasen, cedió su palacio al ayuntamiento, que colocó en él el hogar del jubilado... El patio, amplísimo y de columnas toscanas, con hermosas galerias y cubierto con un enorme toldo, estaba en silencio... Lleno de sillones y mesas de mimbre vacías, el ruido había hecho su nido en la cantina, donde estaban recluidos los jubilados  comentando la marcha triste del país... En las paredes, cuadros costumbristas y, entre ellos, unas placas de metacrilato con citas de grandes filósofos. Se leían en ellas reflexiones de Nietzsche, de Marcuse, de Platón, de Aristóteles... Sin embargo, la primera de todas la firmaba José Bono, que como se sabe puede aguantar al lado de cualquiera sin desmerecer y sin vergüenza: cantantes melódicos, foloclóricas, pintores, cineastas, reyes..., lo que le echen. De manera que si había que ponerse al lado de los filósofos, sin arredrarse, ahí estaba él, torero, flamenco, sobrado, con unas palabras grabadas para la posteridad...

Luego nos llevó E. a la casa de sus abuelos, que es lugar catalogado y con placa explicativa a la puerta. Del XVI. La casa de la Pirra. El patio, diminuto pero con unas columnas preciosas, a la manera toscana también, nos pareció delicioso. Lo tienen los vecinos lleno de plantas y de candiles antiguos y otras herramientas herrumbrosas y antañonas. El suelo de guijarros, y las ventanas y puertas muy pequeñas, acordes al tamaño medio de las gentes de aquel lejano siglo. Los patios que fueron el corral y las caballerizas, enormes y desolados, están hoy sin vida, destartalados...













Después nos encaminamos a hacerle una visita a Quevedo. Bueno, a lo que queda de él. En la Iglesia de San Andrés conservan, en una cripta de la capilla de los Bustos, una arqueta donde dicen que están sus huesos. E. se muestra escéptico. Tras echarle un par de euros para iluminar cripta e iglesia, que estaban en la oscuridad más absoluta, recordamos la historia de esos huesos: a Quevedo lo enterraron en esta iglesia contra su voluntad, que él quería que se lo llevasen a Madrid, a la de Santo Domingo del Real, junto los restos de su hermana. Pero no le hicieron caso alguno y, efectivamente, depositaron sus restos en esta capilla. Luego, a comienzos del siglo XIX, a alguien se le ocurrió en la Corte levantar un Panteón de Hombres Ilustres, y se comenzó a solicitar a los ayuntamientos que albergaban a alguno, que los empaquetasen y los enviasen a la capital. Desde Toledo mandaron a Garcilaso, de aquí a don Francisco... De Cervantes, sin embargo, como de Lope o Velázquez, nadie fue capaz de dar explicación ni noticia. El edificio se levantó, pero al cabo de un tiempo el proyectó se malogró y aquellas postrimerías gloriosas se devolvieron a sus lugares después de haber pasado años en los armarios o cajones de algún ministerio. Según algunos, a Quevedo lo devolvieron a la cripta de la capilla de los Bustos, donde se mezcló con otros huesos que habían ido depositando allí. Pero E. ha escuchado otra historia diferente, y es que al parecer se los llevaron a la ermita del cementerio viejo, hoy Paseo de la Constitución, y sería en ese lugar donde volvieron a darles el reposo que ya se merecía tras tanto trajín. De hecho, hay en esa ermita una placa que reza que es allí donde descansa el pobre Quevedo.



Sin embargo, cuando a unos estudiosos les entró la fiebre de recuperar los huesos del poeta, los buscaron únicamente en la capilla de la iglesia de San Andrés. El caso es que comenzaron su labor, difícil y fatigosa, de encontrar esos huesos entre tantos que allí había, en desorden y revueltos. Después de grandes trabajos y de acarrear de aquí para allá enormes espuertas cargadas de tibias, radios, cúbitos y peronés, encontraron unos pocos que correspondían a un varón, de alrededor de sesenta años y cojo, y como esos tres requisitos Quevedo los cumplía, concluyeron que esos huesos no podían ser de nadie más que suyos. Encargaron entonces una arqueta, labraron en ella su nombre y una roja cruz de Santiago, limpiaron la cripta, le pusieron un cristal y ese sistema de iluminación de pago, y hasta hoy...

De la ermita del viejo cementerio, no se sabe muy bien por qué, no hicieron caso alguno...




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