viernes, 7 de junio de 2013

Jornada ajetreada

Justo el día antes de irnos a Teruel a por el récord, tuvimos una jornada ajetreada.

Comenzó a las ocho y media, en la Delegación de Hacienda. Como no había manera de que, como en años anteriores, me mandaran el borrador ni tampoco podía, de ninguna manera, bajarme ese programa que llaman Padre, pedí, como quien se aferra a un clavo ardiendo, cita con el fisco. Una nueva experiencia, nos dijimos. Para darnos ánimos. Como la hacienda albaceteña no abre sus oficinas hasta las nueve pero yo tenía dos papeles -uno por mí mismo y otro por A.- que me citaban media hora antes, allí me planté. No había error, me dijo un guardia jurado, y me indicó que debía entrar por la pequeña puerta, casi clandestina, que había a un lado del regio portón de hierros forjados de la entrada principal. Por donde los empleados. Así lo hice, junto con un buen número de señores bien mayores a los que tampoco les serán propicios, como a nosotros, los dioses de las aplicaciones informáticas.

Sin embargo, antes de acceder a la sala donde nos esperaban a todos esos ancianos y a mí los funcionarios que nos iban a calcular las rentas, surgió un inconveniente. Digamos que no me esperaban. A A. sí, pero no a mí, pues no aparecía mi nombre en las listas que manejaban. "Ya está", pensé, "no podré hacer de ningún modo la declaración, se pasará el plazo y me caerá una multa homérica..." Afortunadamente, llevaba uno el justificante de la cita, y tras agitarse un rato dos o tres personas, llegaron a la conclusión de que la culpa era mía, pues al haber pedido también la de A. desde el mismo ordenador, esa segunda solicitud había  anulado la primera... En fin, que me dejaron pasar y aunque yo ya estaba convencido de que ese solo era el comienzo de una larga lista de obstáculos e inconvenientes, de que me faltarían todo tipo de documentos y de que me iría de allí como había llegado, carne de cañón del señor Montoro, no fue así, a la funcionaria le pareció suficiente lo que le mostré y en menos de cinco minutos estaba todo cumplimentado... No eran aún ni las nueve de la mañana.


Luego, en el instituto, las clases del día fueron duras, por empeñarse uno en que comprendan nuestros alumnos la relación predicativa...

Nada más comer, tuve que bajar al garaje, para poner a punto la bici de P., porque se iba esa tarde con el colegio de tour por ahí. Hubo que hincharle las ruedas, engrasar un poco la cadena, limpiarla del polvo acumulado... La probé en el mismo garaje, dando vueltas entre los coches de los vecinos...

Lavadas las manos, y adecentado un poco tras esas labores de taller, me esperaban en la peluquería, a cortarme el pelo... Me contó G. las novedades del barrio, y volvió a explicarme, como cada mes, las tribulaciones de los autónomos. También me puso al día de la vida de nuestros peculiares vecinos del primero, que al parecer se van a mudar este mismo mes...

Tras esto, una ducha rápida y a la Fábrica de Harina, a la graduación de 2º de Bachillerato... Tenía que dar uno el discurso de los profesores... Cité a mucho a Cervantes y por no parecer pedante y porque a la ocasión le venía al pelo, recité esos famosos versos de Perales: "Y tú te vas, que seas feliz, te olvidarás de lo que fui, y yo en mi ventana veré la mañana vestirse de gris...". Cuando nombré al cantautor conquense, noté como T., en la tercera fila, saltaba de la butaca como si tuviese esta un resorte. Y es que T. está convencida de que ese pobre hombre es gafe... Yo esos versillos los habría cantado de buena gana, pero no tiene un ese don de la voz armoniosa... Al bajar del estrado, me afearon mucho esa cita: "Y si ahora nos pasa algo a todos, ¿qué?"

Y  ya vino luego la cena con los alumnos, las fotos, un poco de música...  

A la una me retiré dejando a la juventud con una pulsera que les concedía el derecho a la barra libre hasta las seis de la mañana... Angelicos. En ese instante me sentí muy satisfecho de no ser tan joven como ellos.

Estaba bonita la ciudad vacía, silenciosa, sin un solo coche por las calles, tampoco peatones. Volví con las manos en los bolsillos, silbando, celebrando el final de día tan agitado, mirando las luces que aún brillaban en algunas ventanas... 

Al llegar al portal, vi a un hombre al otro lado de la acera... Me sugestioné. "Ahora", pensé, "cuando esté abierta la puerta, me atracará"... Pero debió de pensar él algo parecido, porque me di cuenta de que al verme aceleró su paso y se perdió al doblar la primera esquina. Y ya llegué a casa, puerto seguro que estaba, como la ciudad, silenciosa y a oscuras.

1 comentario:

  1. No es que yo crea lo de ese señor de Cuenca sin prueba ninguna. Bien sabes tú que hay multitud de hechoss que lo demuestran.
    Y tú sigue nombrándolo a la buena de Dios...Luego, las quejas al maestro armero, que bien avisado estás.

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