martes, 11 de junio de 2013

Quo vadis?

El domingo, cuando salí a por el pan, a punto estuve de no poder volver a casa. En la esquina de Juan de Toledo me encontré a un montón de gente corriendo desaforada, como almas que persiguiese el diablo. 

Era el maratón de cada año. Al principio, como no tengo una personalidad lo suficientemente cuajada, a punto estuve de echarme a correr yo también, pues los que lo hacían eran centenares, y no me parecía bien, viéndoles el esfuerzo, quedarme allí parado, de mirón. 

Pero me sucede que eso de correr uno no lo ha entendido nunca. Si es por huir de un fuego o de un matón que quiera zurrarte, eso lo encuentro razonable. Ahora, correr porque sí, sin más motivo ni razón, no he llegado a comprenderlo jamás.

Mientras pensaba en estas cosas, no dejaban de pasar corredores, y al fondo del recodo por el que venían a desembocar estos en esa esquina, se veían agitarse continuamente un montón de cabezas que no disminuían a pesar de haber pasado ya más de diez minutos. 

Era un río caudaloso de hombres y mujeres de todas las edades y condiciones: altos y bajos, gordos y flacos, feos y guapos... Unos con gesto sufriente, otros pimpantes... Pero, incontables, innumerables, no dejaban de pasar, y yo varado en esa esquina sin poder alcanzar la orilla de la acera de enfrente y comprar el pan...

Vi pasar a mi compañero V., que era de los pimpantes y me saludó efusivo, levantando la mano victorioso; y a mi amigo E., que no me vio y al que no quise distraer, pues me pareció su paso muy concentrado y serio; y a unos cuantos más conocidos y saludados, dejándose llevar por la corriente.

Me imaginé que en casa ya estarían pensando que me había marchado de la ciudad para llevar otra vida en algún lugar muy lejano, como cuentan que ocurre a veces, que se va uno a por tabaco y no le vuelven a ver el pelo hasta cuarenta años después. Comencé a impacientarme. Si lo único que hacen es correr, bien podían hacerlo en el polígono, y dejarnos a los demás el domingo tranquilo...

Así que, como aquello parecía que no tenía fin, me armé de valor y crucé como un rayo delante de un grupo de mirada perdida... Cuando pasé delante de la cafetería Fútbol Base, se agolpaban en la puerta el doble de parroquianos de los que acostumbran a reflexionar sobre las cosas de este mundo, con la batuta de su cigarro, todas las mañanas de los domingos. Estaban comentando, con volutas muy espesas, la inutilidad de los municipales, que tenían retenidos en el cruce una infinidad de coches, y con espirales de humo muy artísticas y floridas, jaleaban a las muchachas más jóvenes y bonitas.

Con el pan ya bajo el brazo, me encontré de nuevo ante el fluir incesante de corredores. Cerré los ojos y me lancé. No pasó nada. Ya pude volver a casa, ignorante aún de esos afanes atléticos... ¿A dónde creerán que van?


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