lunes, 17 de junio de 2013

La tita Carmen

Se murió la tita Carmen.

El sábado por la mañana, en la pescadería, a punto de comprar unos boquerones y una truchas, me sonó el móvil. Era A., con la noticia.

Estaba muy enferma la tita C. desde hacía ya varias semanas. F., me contó A., sabía que se moriría el sábado, no solo por la rapidez con la que la enfermedad la iba postrando, sino porque es ese el día elegido por la Virgen del Carmen para llevarse a los doloridos. En sábado, según mi suegra, muere mucha gente enferma...

Cambiamos todos los planes, metimos un par de cosas en la maleta, y dos horas después estábamos en el coche, camino de Úbeda.

Aún quedaba algo de verde en el campo, pero ya muy pálido, agostándose rápidamente por los calores tremendos que, como es costumbre en estas tierras, se han presentado sin diplomacias ni protocolos, de la noche a la mañana. Al fondo, las montañas se veían empañadas e inciertas.

El tanatorio de Úbeda, en el camino de altos cipreses del cementerio, entre ordenados campos de olivos, algún descampado cuajado de cardos y un polígono industrial, parece, su fachada al menos, el chalet de un narcotraficante. Sus laterales, en cambio, recuerdan a una estación de ferrocarril. No nos habría parecido raro ver paseando por allí a un factor... Un factor fúnebre y oscuro. El factor del último viaje...

La sala donde se velaba a la tita C. era enorme, de techos muy altos, repleta de sofás y sillones, con pocos y abominables adornos, muy semejantes a los de la sala de espera de un dentista...

En una esquina, en una cuarto anejo y separada de esa sala por una enorme cristalera, estaba la tita. Los visitantes que llegaban hasta allí a dar el pésame, ante ese ese escaparate se comportaba de tres maneras: los que se mantenían alejados de él ("Yo muertos no quiero ver...", le escuchamos decir a un señor al que su mujer trataba de llevar ante el cristal); los que mirábamos de reojo, tal vez el porcentaje más elevado; y, finalmente, aquellos que se plantaban delante y se estaban allí largos minutos, absortos y ensimismados, supongo que pensando en la brevedad de las cosas de este mundo y seguramente en el día en que les toque a ellos estar al otro lado...

Estuvimos allí, hablando con unos y con otros, hasta la medianoche. Mi suegra iba de un lado a otro, sin perder de vista a su hermano, atenta a todos los detalles. Con su blusa elegante y sus pantalones, me recordó un poco a Mª Teresa Campos presentando ese programa suyo, ¡Qué tiempo tan feliz!, que a mí me resulta un tanto mortuorio y sepulcral, por esos artistas de los que habla, la mayoría a uno o dos pasos de la tumba, cuando no ya en ella... Cuando nos despedimos, apenas quedaba nadie. Tan solo el tito P. y  los tres primos, que iban a pasar la noche allí.

Antes de marchar, al pasar al lado del cuarto de la tita C., la miré un instante más largo. No parecía ella. Solo se le veía la cara, que salía de entre unas telas blancas, y tenía esta, por los afeites, un aspecto de goma o cartón encerado... ¡Qué cosa tan rara la muerte! ¡Qué difícil de entender! Nos va a costar  hacernos a la idea de que ya no va a entrar a la casa de F., como cuando venía de visita, con esa energía suya, parloteando sin parar con su voz tan peculiar, muy aguda y un punto infantil, como lo era también su entusiasmo cuando la Noche de Reyes, que llegaba cargada de regalos para los chiquillos, unas cajas enormes que los padres mirábamos con aprensión ("Y ahora, ¿dónde vamos a meter todo esto?") y los críos con el corazón en la boca y la alegría más alta. Y mientras rompían nerviosos el papel de regalo, les contaba la tita C. cómo era que habían llegado ya los Reyes a su casa, tan temprano... Les explicaba que por la calle Chirinos pasaban siempre antes, que era esa la calle por la que entraban a la ciudad, y que por esa razón podían recibirlos tan pronto, cuando la noche apenas había comenzado...

¡Cómo la vamos a echar de menos,a la tita C., esa noche!


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