martes, 17 de septiembre de 2013

Álbum de verano (X)


Tranco décimo (Palacio)

Casa Xico es hoy un restaurante famoso en el país. Sin embargo, no siempre fue así. Hay historias peregrinas que cuentan que, cuando lo abrieron, una casa de comidas para los trabajadores que abrían la carretera a Rianxena, era tan solo un salón al lado de una cuadra, y que al mismo tiempo que sacaban los platos de la cocina, salía algún familiar del pesebre, las botas llenas de cucho, de darle de comer a las vacas…

Entonces, a los peones y capataces que comían allí eso les importaba poco, porque la comida era ya deliciosa. Luego, cuando la carretera estuvo concluida, y los obreros se fueron, comenzaron a aparecer gentes más finas y descansadas que, aburridas de sus restaurantes habituales, encontraban el hecho de comer junto a una cuadra muy pintoresco y graciosísimo. De todas formas, como había ocurrido antes, la fama del negocio creció a causa de las verdinas.

Conocidas también como “verdinas de Llanes”, parece ser que llegaron al valle de Ardisana muy a comienzos del siglo pasado. Evolución de la Phaseolus vulgaris, hay quien dice que las trajo el Conde de la Vega del Sella desde Francia, para cultivarlas en unas tierras suyas que tenía por aquí. Otros, en cambio, hablan de algún anónimo indiano que las habría encontrado en  ultramar. Quién sabe.

El caso es que en Casa Xisco hacen con ellas un plato incontestable, delicioso y de fácil digestión. Su carta es sencilla: esas verdinas con pantruque (una mezcla de tocino, cebolla, harina de maíz, huevo, sal y una cucharada de pimentón), que son el plato estrella, cebollas y patatas rellenas y, sin uno ha quedado con apetito, unos tostos rubios con chorizo y huevos fritos…

El lugar, si uno desea acercarse a probar estas suculencias, se rige por un protocolo muy estricto: solo admiten clientes con reserva y además con la comida ya encargada –cuántas raciones de verdinas, cuántas cebollas, cuántos tostos…-.

Así lo hicimos nosotros y allí nos presentamos a la hora convenida. Estaban, cuando llegamos, encerrando al perro en un cobertizo frente al restaurante –ahora muy limpio-, porque, nos contaron, a poco que se descuiden se sube el can a las mesas y trata de probarlo todo.

El local no es muy grande, apenas media docena de mesas. En la que estaba al lado de la nuestra ya se encontraban sentadas tres señoras mayores. Lo probaron todo: las verdinas, las patatas rellenas de carne y las cebollas de bonito, los tostos, los chorizos y los huevos… Y, de postre, un pastel de nueces y dos raciones de arroz con leche. Con el remate, claro, de un café de puchero y unos chupitos de un licor de la casa…

Daba gloria verlas comer. Se las veía felices, sin miedo al futuro ni a los disgustos gástricos que suelen traer esta clase de convites… Yo las miraba con disimulo y con envidia. Desde que le dije adiós a mi vesícula, comidas de esta naturaleza las enfrento con prevención: un poco de esto, un poco de lo otro, y a los tostos y sus aceitosos acompañantes, el homenaje de aspirar su aroma y nada más…

Al final, se acercó hasta nuestra mesa la dueña, a saber qué nos había parecido todo, y a traernos una dalia que acababa de cortar en su jardín. Una oscura, elegantísima dalia, y también una celinda, que son flores de mayo, pero que este año, con tantas y tan tardías lluvias, nos han podido florecer hasta ahora…



(Foto hecha por P. con el móvil de A.)


Sale volando el petirrojo, con su pechera oxidada, de entre las hortensias, y se agitan estas como alegres chicas del cancán, chicas del Folies Bergère o de algún otro cabaret semejante. Eso parecen a veces las hortensias, dispuestas sobre los muros. Como si estuviesen a punto de iniciar una coreografía picante y feliz.



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