martes, 24 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XIII)

Tranco decimotercero (Oviedo)


Nada más llegar, me separé del grupo y me fui a visitar librerías, como quien visita sagrarios en la Semana Santa. ¡Qué corteses y finos los de la capital cuando los vistamos los de pueblo! Al entrar en la calle de San Francisco, me esperaba una gallarda banda de gaitas, que en cuanto aparecí por la esquina desde la Plaza de la Escandalera, comenzó a marchar al tiempo que hinchaban los fuelles de sus instrumentos y lanzaban al aire, como serpentinas, vibrantes notas de alegría.Y así fueron, escoltándome, hasta la misma puerta de Ojanguren

Salí de allí casi una hora después, con un grueso volumen de Cunqueiro bajo el brazo –cientos de artículos rescatados de viejos periódicos y revistas que aguardaré a leer hasta la llegada del invierno y las tardes oscuras y frías-. La banda me esperaba en la Plaza del Ayuntamiento. Aunque parecían estar distraídos, sin mirarme siquiera, cuando me vieron subir por  la calle del Peso volvieron a colocarse las gaitas sobre los hombros e iniciaron una animada melodía que me precedió hasta El Fontán, donde había quedado citado con los amigos y la familia. Naturalmente, aunque no se me escapa que esto se lo hacen a todos los que llegan de Palacio, iba yo al borde de las lágrimas, conmovido por la gentileza.

Luego, reunidos ya todos, acometimos una larga comida en el Brighton. Es un lugar agradabilísimo y muy pequeño –prácticamente lo llenamos nosotros-, regentado por dos muchachos encantadores. Sonaba una música indescriptible que, sin embargo, armonizó a la perfección con el buen ánimo que llevábamos, con la comida y la conversación, fácil y ligera como esas canciones: Rafaela Carrá, Mari Trini, Massiel, José Vélez… Canciones que todos conocíamos.

Después nos fuimos hasta el Café Paraíso, en la calle del mismo nombre. Es un lugar que hace honor a su nombre, y digo esto sin exageración. Se está allí, si no hay mucha gente –cuando nosotros llegamos solo estaba el camarero-, en la gloria. Sobre todo si te puedes repantigar en el sofá rojo que hay al fondo y frente a la puerta. Allí tumbado, me hice con uno de los gruesos volúmenes de Jot Down y estuve leyendo un rato hasta que me quedé un poco dormido…

Cuando me desperté, los chiquillos se habían ido solos, con M. y N., hasta su casa. De manera que dimos otro paseo y subimos luego a recogerlos. Estuvimos allí un rato, charlando en la terraza que da a las pistas deportivas de la Universidad y a la sierra del Aramo. Cuando comenzó la tarde a difuminarse en una amplia gama de grises, nos volvimos, como los reyes, a Palacio…







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