jueves, 26 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XV)

Tranco decimoquinto (Palacio)


Día de caminatas y peregrinajes. Por la mañana, A. y yo, a pie hasta Niembro. Dejamos el coche en la gasolinera de Posada y, paso a paso, llegamos al pueblo, primero, y luego más allá del Bao. Nos cruzamos con otros caminantes y con gente corriendo, estos con dolorosos gestos de sufrimiento. También con un personaje de Stevenson, un hombre cenceño y cojo, con uno de esos zapatones tremendos en uno de sus pies, que salía de su casa –una edificación destartalada y torcida frente al pequeño puerto- con gesto torvo y ocupadas sus manos en liar un cigarrillo. No habría desentonado entre la tripulación de la Hispaniola

Como era la bajamar, le faltaban a la iglesia y al cementerio pegado a ella, el espejo del mar. Aún así, pocos lugares conocemos tan hermosos como este.







Y algunas horas más tarde, después de la merienda, llevamos los coches hasta Teyeu y nos fuimos, paso a paso también, por el camino real arriba, en busca de los restos de la calzada romana.

Cuando apenas habíamos avanzado unos cien metros, encontramos una portilla cerrando el camino. Preguntamos en una casa –la última habitada- y nos dijeron que era para impedir que se escapasen las vacas que los pastores acostumbraban a subir hasta los pastos de la cumbre. Salvamos entonces ese obstáculo y comenzamos el ascenso.

Al poco, escuchamos unos gritos ásperos en la pared de la derecha. Descubrimos a dos o tres decenas de cabras que ramoneaban impasibles entre los riscos. Los gritos, guturales, broncos y desabridos, los daba el cabrero, que se movía en lo más alto de la montaña. Llamaba al amplio rebaño a recogerse. La mayoría, al escuchar esos gañidos, empezó a moverse hacia un sendero que se divisaba a la izquierda, reuniéndose allí y avanzando disciplinadas hacia el pastor. Otras, sin embargo, se hicieron las distraídas y siguieron a lo suyo. Entonces, el pastor, además de continuar con aquellos destemplados gritos, comenzó a lanzarles unos pedruscos enormes, como debieron de serlo los usados en al batalla de Covadonga. Fue así como las consiguió meter en vereda.

El camino que llevábamos nosotros, en el fondo del valle angosto, es un camino solitario que no acostumbran a seguir los turistas. Por lo que pudimos comprobar, por allí solo pasan algunos vaqueros y pastores. Se veía en las boñigas y las cuadras que se encontraban a cada paso. Es, también, un camino estrecho lleno de helechos y espinos, a la orilla de un riachuelo dorado.

Unos metros antes de encontrarnos al fin con los adoquines del imperio, tuvimos que franquear esa corriente de agua. Había cruzados tres troncos sobre ella, pero nos parecieron poco estables e inseguros. De manera que salvamos el río saltando de piedra en piedra, dándonos unos a otros las manos, como en juego infantil…

Al rato, se empinó mucho el camino, y se hizo más estrecho aún, ahogado por más densos espinos. Casi en la cumbre, nos encontramos con tres vacas del país, cruzadas delante de nosotros, que nos impedían el paso. Nos echaron una ojeada displicente y continuaron rumiando sin hacer cuenta de nosotros ni moverse un punto de donde estaban… Decidimos entonces que ya habíamos caminado más que suficiente y nos volvimos por donde habíamos llegado.



Aquí tardo un mundo en hacer la cama porque por la pequeña ventana de nuestra habitación me llama, incansable, ese mismo mundo: el juego constante de las montañas y las nubes, el canto de los pájaros, los tractores que pasan, renqueantes y tísicos, algunos paseantes, el águila que se posa, majestuoso y grave, en la pomarada de enfrente…






Hoy cruzó frente a la casa, otra vez, el hombre hosco. Que, nos hemos enterado, no es un hombre arisco sino un pobre infeliz. Un simple que anda estos caminos tímido, retraído, miedoso de todo…







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