jueves, 30 de enero de 2014

Esperando a los Reyes

Víspera de Reyes. Como si fuésemos chiquillos, nos pasamos este domingo -el mejor domingo del año sin duda alguna- mordiéndonos las uñas: ¿vendrán un año más, cuando llegue la noche?, ¿qué presentes nos traerán?, ¿serán de su gusto los polvorones que les vamos a dejar a los pies de la ventana?, ¿ y el güisqui? 

De todas las monarquías que reinan aún en el mundo, las únicas a las que uno es fiel son esta de los tres Magos de Oriente, la de Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda, y por último la del rey Sebastián, aquel que se perdió en la batalla de Alacazarquivir, el Deseado, del que nada más se supo desde entonces y por el que todavía aguardan, a pesar de todo, algunos saudadosos en Portugal y el Brasil... 

Son estas, para nosotros, las únicas monarquías reales. Del resto no es difícil darse cuenta de que se trata de reyes supuestos, reyes de pacotilla y tres al cuarto, reyes de teatro grotesco y vulgar, como salidos de aquellos esperpentos que inventó Valle...

Sin embargo, con ser esto que decimos cosa bien clara, todavía hay pertinaces que insisten en declarar que nos existen estos tres Reyes Magos, y hasta se lo dicen a los niños cuando los ven un poco crecidos -lo que considero una gran crueldad-. Se olvidan estos desalmados de varios hechos bien probados: unas cuantas páginas de Pla, un libro de González Requena y, el argumento más contundente, la fe de tantísimos inocentes...

Así que fue ese domingo un día feliz. Salí muy temprano a por el periódico, compré un disco de los Beatles y un roscón, y luego me acerqué hasta el supermercado, que abría, a comprar los ingredientes necesarios para hacer un bizcocho con F. Nuestro primer bizcocho.

Nos pusimos manos a la obra mientras comenzaba el partido del Sporting contra el Zaragoza, en El Molinón. Puse el ordenador en la mesa de la cocina y mientras escuchaba las instrucciones de F., por el rabillo del ojo miraba para la pantalla. A los tres minutos, cuando no habíamos hecho más que empezar a mezclar los primeros ingredientes -batíamos las claras para que estuviesen a punto de nieve-, marcó el Zaragoza. 0-1. Batimos con más ímpetu, y vimos a un Sporting, mientras añadíamos el azúcar, las yemas y la harina, vigoroso, que provocó numerosas ocasiones. Consiguió empatar al filo del descanso, cuando estábamos con la raspadura de limón y el sobre de gaseosa... Y nada más comenzar el primer tiempo, gol de Sporting al tiempo que escanciábamos sobre la masa el aceite dorado. Felices, lo metimos al fin en el horno... Comenzó a crecer el bizcochón, y a dorar, al mismo tiempo que el juego de nuestro equipo. Parecía un alba de primavera dentro del horno. Subía y subía, engallado y con el color tostado de la piel de los veranos, del mismo modo que Scepanovis y Lekic remataban todos los balones... Pero, de pronto, la debacle: una expulsión, dos expulsiones, el empate del Zaragoza, un penalti en contra... Al mismo tiempo, el biszcochón, dentro del horno, comenzaba a desinflarse y se abría, hacia su izquierda, una brecha. Paró el penalti el portero, y pareció, por uno breves momentos, que el bizcochón podrías salvarse... Lo de la brecha lo achaqué yo a que había batido la mezcla F., que está coja de esa misma pierna, y que por eso la herida en la piel tostada del dulce...

Pero cuando ya el partido se acababa y era el tiempo de sacar el bizcochón del horno, el 2-3. Sacamos el redondo postre y todo lo que era esplendor se hundió irremediablemente como caen los imperios y perdió la color, y parecía, sobre la encimera, una torta pálida y mustia...

Pero era víspera de Reyes, y nada, ni una derrota amarga ni un bizcochón fracasado, iban a empañarnos una ilusión tan grande. Habrá otros partidos, y otras tardes para la repostería, pero vísperas de día de Reyes, de estas hay muy pocas...


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