miércoles, 22 de enero de 2014

La estancia VII

Último día.

Al mediodía vino M. a comer con nosotros. Quería ver a P. antes de nuestra marcha y, aunque tenía que arbitrar en Avilés, quiso despedirse. Durante la comida, fue muy paciente contestando a mis padres sobre esa labor suya del arbitraje, que se ha tomado muy en serio. Como es un chico inteligente, arbitra partidos de baloncesto, que, mal que nos pese, es un deporte mucho más civilizado que el fútbol. Sin embargo, nos confiesa, a veces aparece algún energúmeno entre los espectadores, y también ha tenido que pitar alguna técnica descalificante a algún jugador -jugadora para ser más precisos-, por menospreciar su labor de un modo grosero e intolerable... Pero son casos aislados...

Después de comer nos fuimos los tres a dar una vuelta por Mieres. P. y M.andaban a lo suyo, y yo sacando fotos...


(El bilingüismo en la calle: frente a frente, una acera en asturiano, la otra en castellano).



(Todos los muros deberían tener una proclama. Y una sombra que pasase furtiva sobre ellos. En este, a la derecha, la del fotógrafo).

En la zona de la vieja estación del Vasco, nos encontramos con unos edificios de muy novedosa arquitectura. Vistos fuera de contexto, parecían como de otra ciudad, más propios de un barrio nuevo en Berlín o Malmöe... Edificios de esa clase que sale en las revistas de arquitectura y, de vez en cuando, en las páginas de cultura de El País. Se ven distintos. Lo que no sabemos es cómo se vivirá dentro, si aguantarán los vendavales que traiga el invierno, las grandes lluvias, el viento salvaje del Oeste o, si la cosa no es tan tremenda, las cotidianas corrientes de aire. Si se escucharán las discusiones de los vecinos, sus risas o sus llantos, los suspiros de amor... Eso, vistos desde fuera, no se puede saber.


Ya de vuelta a casa, sacamos estas:


(A ese estanque le daba sombra, en nuestra infancia, un soberbio sauce llorón).


(Un paraguas huérfano, abandonado en el arroyo, como heroína de folletín).


(En esta calle, me parece, vivía una muchacha que nos gustaba mucho en octavo de EGB. Me parece).


Y ya nos fuimos a Oviedo, a llevar a M., que lo esperaban para su viaje a Avilés, y a despedirnos de los sobrinos y devolverle el coche a mi hermano. Por el camino, a la altura de Soto de Ribera, nos llamó H. Estaban en el auditorio, él y N., en un salón manga. Aparcamos el coche detrás de la Facultad de Biología y nos acercamos. Yo no había estado nunca en un lugar así. El ambiente era inenarrable. Las juventud iba  de un lado a otro disfrazada con los más insólitos ropajes, emulando a toda clase de personajes desconocidos para mí. N. y P., como críos que son, pasaban más o menos desapercibidos.Por el contrario, H. y yo desentonábamos un poco. Sin embargo, nadie reparaba en nosotros, concentrados como estaban en sus mundos paralelos. Del mismo modo que tampoco a nosotros nos importaba nada. P. estaba entusiasmado porque encontró no sé qué figuras de una serie de la que él y su prima C. son muy partidarios, y se compró, para él y para su prima, tres o cuatro cosas, al parecer inencontrables en la vida corriente. Aquello parecía un reino extravagante y encantado. Subimos en ascensor hacia la azotea. H., P., N., dos hadas, tres elfos y quien esto escribe. Tendrían que haberme atrevido a pedirles a alguien que nos sacará una foto de grupo... En cambio, eché yo estas, con el móvil, que es casi tan viejo como el coche de mi hermano...





Luego, en La Corredoria, cenamos unas hamburguesas con los sobrinos y, ya de noche, nos devolvió de regreso a casa mi hermano. Llovía y y los limpiaparabrisas rascaban ásperos el cristal del coche. 

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