jueves, 30 de junio de 2016

Cómplices necesarios

En mi pueblo ganó el partido al que votamos nosotros aquí. Hace ya varios años que el alcalde pertenece a uno de los dos partidos principales de esa coalición. Pese a ello, el pueblo aún no huele a azufre ni se han desplomado los cielos sobre él. Al contrario, la gente sigue sus vidas más o menos igual que antes. Los supermercados están abastecidos, en los calabozos de la policía municipal no hay presos políticos y las gentes discuten en los bares, a voces, como es costumbre allí, con toda libertad y sobre toda clase de asuntos. Algunas cosas sí han cambiado. Por ejemplo, cuando ese hombre llegó a la alcaldía la deuda del ayuntamiento era abrumadora. La había ido amasando uno de los dos partidos dominantes desde la vuelta de la democracia. Hoy, ese pufo va menguando poco a poco, al mismo tiempo que la población, porque los jóvenes se van y los viejos también, aunque estos por causas naturales.

A tan solo diecisiete quilómetros de nuestro pueblo se encuentra la capital de la provincia. Allí ganó otro partido, el que lo hizo en la mayoría del país, aunque aquí por el doble de votos que el segundo. Una victoria incontestable. El ayuntamiento, en cambio, lo gobierna una coalición entre el PSOE y Podemos. Tampoco en la heroica ciudad se aprecian signos del apocalipsis. Eso sí, en los últimos meses han estallado dos bombas de relojería que dejaron activadas los dos últimos consistorios, ambos de ese partido al que han votado en masa ahora los ciudadanos de la capital. Dos sentencias judiciales, que vienen a resolver viejos litigios, condenan a ese ayuntamiento al pago de varias decenas de millones de euros. Naturalmente, de ese par de facturas, como de todas las demás, deberán hacerse cargo los vecinos, pero por lo que se ve la mayoría lo va a hacer con sumo gusto.

Hay otros ayuntamientos, y comunidades autónomas, que llevan varios meses gobernados por esos políticos nuevos que, según los augurios de algunos, traerán la destrucción, el hambre y la muerte de la democracia. De momento, en esos ayuntamientos y comunidades la vida continúa sin esos sobresaltos. También allí ha ganado ahora el PP. Por ejemplo en la Comunidad Valenciana, donde lo sucedido en O. seguramente les parecerá una minucia sin la más mínima importancia si lo comparan con las cosas que han visto en esa orilla del Mediterráneo.

Sin embargo, todos esos cataclismos venían vaticinándolos, en artículos y entrevistas, algunos prestigiosos escritores e intelectuales a los que se les supone muy leídos e informados: Fernando Savater, Félix de Azúa, Andrés Trapiello (tan querido por nosotros)... No han dejado pasar una sola oportunidad sin avisarnos de los grandes males a los que esas gentes taimadas nos arrastrarían, si acaso nos dejábamos convencer por sus cantos de sirena. Comenzaban a hablarnos de la llegada de la primavera y, con habilidad de veteranos narradores, nos anunciaban que los del partido morado convertirían nuestro hermoso país en una Venezuela de apocalipsis; nos decían del canto del ruiseñor, y, no sé cómo, de pronto estaban hablando de la falta de libertades que nos traerían esos jóvenes airados; glosaban un concierto al que habían asistido y llegaban a la conclusión de que toda esa belleza la arruinarían esos hombres y mujeres hipócritas y enemigos de todo lo que nos hace humanos...

De todas formas, no debemos olvidar que a estos escritores los leemos cuatro gatos, y por tanto no han sido ellos los que han frenado los resultados de ese partido.

Quien de verdad lo ha explicado bien ha sido Rajoy. Sin intelectualismos enfadosos que pudieran confundir a las buenas gentes, pasó todas esas amenazas y razones por la alquitara de su campechanía de lector del Marca y lo resumió de un modo eficaz: "Ellos, malos; nosotros, buenos". Jau.

Visto de este modo, en mi pueblo ganaron, pues, los malos; y en la capital la victoria fue, pues, para los buenos. Es el mundo de la Planilandia de Edwin A. Abbott, una deliciosa fantasía matemática que imagina un mundo bidimensional.

Hay gentes que viven muy a gusto en esa clase de mundo. Las cosas quedan explicadas en él rápida y satisfactoriamente.

A los que por el contrario nos incomoda esta clase de soluciones nos resulta muy difícil explicar por qué razón la gente vota como lo hace. En un país donde uno de cada tres niños vive en la pobreza no es nada fácil interpretar por qué uno de cada tres votantes lo ha hecho a una política que distrae a manos llenas recursos públicos y provoca todo ese sufrimiento y la salida del país de 100.000 de sus ciudadanos. A mí no me parecen ni buenos ni malos. Solo, eso sí, cómplices necesarios.

domingo, 26 de junio de 2016

Jornada de reflexión

La jornada de reflexión, haciendo gala de un enorme sentido de responsabilidad democrática, solo salí de casa, a primera hora, a hacer las compras indispensables: un poco de pescado, un poco de carne, el pan... Tras estos mandados me recluí en casa. 

La mañana la pasé leyendo (La España vacía, un ensayo sesudo y entretenido al mismo tiempo) y la tarde viendo fútbol. Me tragué tres partidos y medio. A las tres de la tarde, nada más comer, el Suiza - Polonia. Jugó mucho mejor Suiza, como si fuese, salvando las distancias, la selección española campeona de Europa o aquel glorioso Barça del Guardiola. Acariciaba la pelota con delicadeza y la llevaba de un lado a otro con precisión y cierta belleza, solidarios, ordenados y eficaces todos sus jugadores, como los ciudadanos de un país bien gobernado. De todas formas, acabó el partido en empate, nada cambió en el tiempo de descuento y en los penaltis ganaron los polacos... El fútbol se parece tanto a la vida por cosas como esta: el mundo es injusto y el fútbol también...

Luego, casi sin tiempo para ir al baño, comenzó el Galés - Irlanda del Norte. Un tostón impresionante. Apto solo para idiotas como uno, que si hay un balón rodando por medio no podemos quitarle la vista de encima. Hubo un momento en el que nos adormilamos... Lo combinamos,  a partir de cierto momento, con el Caudal - Haro, que retransmitían en la página de la RTPA.  Mientras seguía este pensaba mucho en mis padres, que viven a cien metros del campo. Estarían en el salón de casa, seguramente también durmiendo la siesta. Al mediodía había hablado con ellos. Sacó el tema político mi padre. Aunque se pasó la infancia aconsejándonos no mezclarnos en tan feos asuntos y alabando las virtudes de lo apolítico, ahora resulta que, a la vejez, gaitero, es este de la cosa pública asunto que le apasiona. Y cada vez que trato con él de ello acaba hablándome siempre de lo mismo: de la ciudad residencial de Perlora, que ahora está echada a perder, o de los pantanos que inauguró Franco, o de lo ladrones que son todos, todos, eh, no solo los que señala la gente... Le advertí de que, al tratarse del día de reflexión, a lo mejor estaba cometiendo un delito contra la Ley Electoral por hablar de todas esas cosas. No me hizo caso y siguió un rato. Resulta fatigosísimo. Por eso siempre intento cambiar de tema. "¿A qué hora dices que juega el Caudal?"

Me puse un poco melancólico y proustiano viendo al equipo de mi pueblo. A ese campo asistí muchas veces en la infancia. Con los amigos. Casi siempre acabábamos desentendiéndonos del juego y nos distraíamos con cualquier cosa. El campo está muy cerca de casa y frente al colegio en el que pasé la EGB. Ha cambiado poco. Han sustituido la hierba por un césped artificial y la pelota, al menos ayer, botaba como una loca y era muy difícil hacerla entrar en razón. Las pistas de atletismo ya no son de tierra negra, ahora parecen de tartán. El partido era muy malo, así que me puse a recordar los años del colegio, cuando participábamos en los juegos escolares de atletismo que se celabraban en esas pistas. A uno, como ni era muy rápido ni destacaba en nada, me escogían siempre para las carreras de fondo. Esas carreras no las quería correr nadie porque suponían un gran esfuerzo y una gran paciencia. Resultaba muy aburrido y fatigoso - casi tanto como hablar con mi padre de política- hacer dos o tres kilómetros sin parar. Pero tenía uno entonces un gran espíritu de sacrificio. Nunca gané nada, pero tampoco me retiré jamás.

Al final ganó Galés con un gol en propia puerta de un defensa irlandés y el equipo de mi pueblo consiguió el ascenso a la 2ª B, permitiendo con ello, en feliz carambola, la permanencia en Tercera del Urraca, el equipo de Posada de Llanes, que es donde veraneamos, y también, en Preferente, la del Rayo Carbayín, con el que no nos une ningún lazo sentimental pero por el que nos alegramos igualmente.

Y ya acabé el día, solo en casa, porque la familia se fue por ahí a reflexionar en una terraza, viendo el Croacia -  Portugal.

Había previsto uno una final entre España y Croacia. Nos equivocamos. Croacia no estará en la final (tal vez España tampoco). De nuevo el fútbol remedó la parte más puñetera de la vida. Portugal solo tiró a puerta una vez. "Muchas son las ocasiones en las que no llega más arriba el mejor", reflexioné... "A la vista está..."  Y ya, como si me hubiese poseído un vidente, me puse a hacer augurios: "No nos gobernará el mejor ni el más preparado... Se materializará la Gran Coalición y todo seguirá, más o menos, igual...", me dije con los ojos vueltos y la cabeza hacia atrás.

Así me encontró la familia, que se asustó mucho, me dio dos bofetones para que volviese en mí y lo achacó a una sobredosis de partidos de fútbol.




viernes, 24 de junio de 2016

Días raros


Ahora que ya se acaba el curso disponemos de un horario diferente al que nos ha pautado los días durante los últimos nueve meses. De manera que estos días tienen ahora más huecos, y parecen distintos, y podemos hacer cosas que durante todo ese largo tiempo o llevábamos a cabo de un modo más urgente o, sencillamente, ni las intentábamos.

Acudimos a la piscina a unas horas desacostumbradas, a mitad de la mañana, cuando apenas hay nadie en el agua, con prácticamente todas las calles para nosotros. Con el vestuario vacío. Nadar así, cambiarse y ducharse en silencio, es, sin duda, muchísmo más relajante. 

Algunas tardes nos encontramos con que no tenemos nada que hacer. Ni preparar una clase,  ni buscar un texto, ni elegir unas oraciones (sintácticas), ni pergeñar un examen, ni corregirlos (sin duda, la labor más penosa de un profesor)... Podemos leer (Eso fue lo que pasó, de la Ginzburg, Nora Webster, de Coíbín, La España vacía, de Sergio del Molino...), escribir esto que escribo, despreocupado e intrascendente, dormitar en el sofá (si P. está en clase de inglés o se ha ido por ahí con los amigos, que si no el sofá lo tengo que compartir con él). Incluso alguna tarde nos hemos encontrado viendo algún inverosímil partido de fútbol por la tele: un Albania-Suiza o un Islandia-Hungría...

Y cada tarde, a las siete más o menos, si está apagada o aunque haya un partido (el Gales-Eslovaquia, por ejemplo), la encendemos o cambiamos de canal para ver dos capítulos de Modern Family, con los que nos reímos a carcajadas. 

Estamos tan a gusto en casa que salimos tan poco como antes, y si lo hacemos es porque A. nos empuja, y entonces nos vamos al Serapio a tomar un vino y a contemplar a la gente que está también allí. Los contemplamos como si fuésemos a escribir una novela, la novela definitiva sobre el alma humana...

O vamos a las librerías y nos gastamos el dinero alegremente: El Madrid de Galdós, de Aventuras Literarias, La tumba del tejedor, de Seumas O´Kelly y Miguel de Cervantes: los años de Argel, de Isabel Soler, y los leemos nada más llegar a casa. 

Vemos también, claro, los partidos de España, y nos parece que juega estupendamente y que lo de Croacia fue una fatalidad. Nos encontramos tan optimistas que creemos con toda seriedad que llegará a la final, donde se volverá a encontrar a los croatas, y los vencerá con claridad.

Seguimos también la lucha electoral, y no nos aburre. Al contrario, nos resulta de lo más entretenida, sobre todo si Rajoy dice una de esas cosas tan graciosas que acostumbra, o cuando Rivera habla de Venezuela o Sánchez recuerda las glorias pasadas de su partido o cuando Iglesias habla mesurado y pedagógico, por no asustar.

Yo no sé si todo esto es fruto de la distensión que produce el final del trabajo o, simplemente, que con más tiempo libre un idiota se vuelve mucho más idiota aún. No lo sé. Pero el caso es que ando por el mundo más ligero, más feliz, y le encuentro un perfume delicioso a la brisa que cruza nuestra calle, y una armonía nunca vista a la geometría de la ciudad.

Ni siquiera me inmuté cuando, la otra tarde, apareció P. con unos pantalones que se acababa de comprar. Se los puso en su habitación y se vino al salón para que se los viésemos y le diésemos nuestra opinión. A mí no me pareció que eso fuesen unos pantalones. Eran -son- un enorme trozo de tela verde que le cubría con amplitud la parte inferior del cuerpo.  Lo más parecido que uno ha visto a algo así se lo vio, hace ya muchos años, a Miguel Bosé y a un dúo inefable que se hacía llamar, creo recordar, Loco Mía. Sentado a mi lado en el sofá -que ya no podía yo disfrutar a pierna suelta-, me parecía como si estuviese dentro de una tienda de campaña. "Son muy frescos", nos decía tratando de averiguar qué se escondía detrás de nuestras miradas inexpresivas, miradas de jugadores de póquer. Ahora, cada vez que llega a casa, se cambia y se pone esa prenda exagerada y nos repite que se encuentra a gustísimo...

En fin. El curso se acaba y nos envuelve una dulce y feliz melancolía. Aún nos quedan por rellenar unos cuantos informes, asistir a unas cuantas reuniones y claustros, pero ya trancurren los días con la tranquilidad con que lo hacen los ríos caudalosos al llegar al estuario y desembocar, después de largo viaje, en el mar. El maravilloso mar del verano.

miércoles, 15 de junio de 2016

Cuatro días en Berlín (V)

Cuarto día. Mercados, cafés y otro museo sin visitar.

Como era domingo, nos levantamos algo más tarde y nos fuimos paseando muy tranquilamente hasta el mercadillo de Schöneberg, que se coloca a los pies del Ayuntamiento de ese distrito, edificio famoso por ser en el que Kennedy dio su famoso discurso ( ya saben, aquello de "Ich bin ein Berliner", que luego tanto le han copiado). Salimos con los paraguas en la cartera, porque se anunciaba una posibilidad de lluvia del 100%. Apenas circulaban coches y las calles se veían medio vacías. 

En el mercado debíamos de ser nosotros los únicos turistas. Nos lo había recomendado, por esta razón, S., un verdadero experto en el tema y mucho más berlinés que Kennedy. Frente al resto de los muchos rastros que se montan los fines de semana en esta ciudad, mucho más populosos y, por ello, algo agobiantes, este era pequeño y familiar. Incluso vimos cómo llegaba una familia, los padres y dos hijas, extendían dos mantas sobre el suelo y colocaban sobre ellas los objetos más variados, seguramente fruto de una limpieza doméstica. Había allí, como sucede en esta clases de lugares, de todo: libros, ropa (de todo tipo: vestidos, guerreras militares, abrigos de piel, cazadoras, faldas, pantalones, calcetines, etc, etc.), herramientas, zapatos, juguetes, cuadros, estampas, cromos, escudos, aparadores, mesillas de noche, percheros, lámparas, cubiertos, vajillas... Salvo unos pocos, la mayoría de los vendedores parecían amateurs, como la familia que decíamos antes, que pasaban la mañana del domingo de este modo.



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Estuvimos rondando por allí un buen rato. Mi sobrina A. se compró dos vestidos preciosos que parecían sin estrenar por cinco euros (tres euros uno y dos el otro) y P. un cubo de Rubik. Por dos. Fue después de un regateo. En realidad casi ni nos dimos cuenta, tan rápido se desarrolló el intercambio. Preguntamos el precio, nos dijeron que tres y, como no contestamos de inmediato proponiendo otra cifra, lo bajaron a dos al instante. Todo entre risas (los berlineses, camareros o no, continuaban de un humor excelente). Seguramente no sea esa la costumbre, sino que en lugar de preguntar, la gente proponga el precio, y a partir de ahí comience la porfía. No lo sé. El caso es que lo compramos y ya no se lo quitó P. de las manos.


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Paseamos luego un rato por el barrio. Como todavía no se había presentado la lluvia, muy al contrario continuaba luciendo el mismo sol de todos los días, nos sentamos en una terraza, a tomar unas cervezas. La gente dejaba trasncurrir la mañana con la misma placidez que nosotros. Calles arboladas, ciclistas civilizados, tiendas de vinos españoles, ropa de diseño, librerías, planos y mapas...

Comimos en un bar rodeados de las gentes del barrio, burgueses acomodados que habían decidido salir en familia y después tropezamos con un café precioso, el café Mamsell, con un par de mesitas en la calle, una calle en la que nos habríamos quedado a vivir tan a gusto: entre dos iglesias de ladrillo rojo, árboles, librerías, tiendas de anticuarios, algún discreto restaurante, silenciosos ciclistas y este café maravilloso, que vendía también todo clase de caramelos y bombones. La dependienta resultó ser una joven agradabilísima, la más simpática que nos habíamos encontrado hasta entonces, y ya ha quedado dicho que estaba el listón muy alto. No solo tomamos un café bonísimo sino que, animados por lo simpática que era esa muchacha, le compramos varias bolsas de caramelos exquisitos. También charlamos un rato con ella, en ningún idioma concreto, solo con sonrisas. Nos entendimos, una vez más, de la mejor manera. Al rato descubrimos que estábamos en la misma calle en la que habíamos cenado la primera tarde, nada más llegar. La Golzstrasse. Por si a alguien le interesa, ese café está en el número 48. 

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Y continuaba sin llover.

Después decidimos irnos a ver el Reichstag. Teníamos que coger un metro (U-Bahn) y después un tren de cercanías (S-Bahn). Al metro nos costó un rato subirnos porque no funcionaban las máquinas expendedoras de tiques. Uno no se imaginaba que algo así pudiese suceder en Alemania. Uno, como se ve, está lleno de prejuicios. No funcionaba la primera, ni la segunda, y tuvimos que dar varias vueltas por los pasillos subterráneos hasta encontrar una que sí estuviese en condiciones de proporcionarnos los billetes. Tras un viaje corto, nos bajamos en Gleisdreieck y cruzamos la calle para entrar en la estación de cercanías. En el andén había media docenas de personas. Nos sentamos a esperar. Llevábamos allí media hora y aún no había pasado ni un solo convoy. La gente llegaba y se iba, cansada de esperar. Varias personas nos preguntaron, pero qué les íbamos a contar nosotros. Nos encogíamos de hombros. Estábamos, como ellos, sorprendidos por la informalidad prusiana. Al final ya nos cansamos de tanto aguardar y decidimos volver a la calle y cambiar de planes. Cuando abandonábamos el andén nos fijamos en un cartel puesto en la salida: decía que los domingos no circulaban los trenes de esa línea. Por qué razón lo habían colocado frente a la salida y no en la entrada, eso es cosa bien misteriosa. A lo mejor, resulta que los berlineses son unos grandes humoristas.

Cambiamos de planes, volvimos al metro y nos fuimos al Tiergarten, a la esquina del Zoo ... Recordé un libro de Benjamin, muy hermoso, Infancia en Berlín hacia 1900. El Zoo era uno de sus lugares preferidos, no muy lejos de su casa, sobre todo el pozo de las nutrias.... Hoy es una esquina populosa, llena de centros comerciales y rodeada de un tráfico atroz. Rascacielos en construcción, gente atareada y mendigos con la cara pintada, la mirada triste, los pies descalzos y las uñas muy negras... Allí está la Iglesia del Recuerdo, un poco encogida entre los rascacielos y edificios de grandes empresas... Parecía que al fin iba a llover, pero tampoco... Nos apartamos un poco de ese lugar centrífugo y desembocamos en una de esas calles berlinesas silenciosas y arboladas, que son como un pliegue de la gran ciudad, donde volvimos a sentarnos (como a los berlineses, también a nosotros nos acuciaba la sed) en una terraza. La terraza era como otra cualquiera, pero al entrar al servicio, el bar resultó curiosísimo y muy alemán: reproduciones de Otto Dix en la paredes, grandes mesas redondas, maderas oscuras, lampáras con pámpanos...


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Tras saciar nuestra sed, decidiomos acercarnos al Museo Judío. Según mis cuñados, convenía que fuésemos, entre otras razones porque nuestro médico de familia, el de todos, por el que sentimos gran afecto, nos iba a preguntar con toda seguridad por esa vista en cuantro le hiciésemos la nuestra. Al parecer, cuando se enteró de que íbamos a hacer este viaje, les comentó a los cuñados lo mucho que le había impresionado esa vista, y se la había recomendado muy vivamente. Así que hasta allí nos fuimos, de nuevo en el metro.

Está en un barrio como otro cualquiera, entre edificios de viviendas sin gracia y solares en obras. Nos pusimos muy contentos porque aún quedaba, cuando llegamos, una hora para el cierre. Sin embargo, al intentar entrar, nos comunicaron que la vista duraba dos horas y ya no vendían entradas. Nos quedamos perplejos. Entonces, ¿para qué ese horario? Se nos pasó por la cabeza porfiar, decir que nosotros somos capaces de ver cualquier museo, si nos lo proponemos, en cinco minutos, sobre todo los de arte moderno. Sin embargo, en este caso no nos pareció adecuado. Eso habría sido muy poco respetuoso. Así que pusimos cara de decepción y nos quedamos dando vueltas alrededor del edificio, por unos jardines solitarios y muy melancólicos que lo rodean...

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Y ya volvimos a casa, a hacer las maletas. Antes cenamos frente al apartamento, en un restaurante precioso, en la terraza. Cuando estábamos empezando, quisieron caer unas gotas. Desganadas, como de broma. El camarero, amabilísmo. Cuando preguntó qué nos había parecido la comida, yo le dije que beautiful... Le dio mucha risa. Yo creí que era una risa de satisfacción. Pero P. me dijo que no, que probablemente era porque eso no se decía de una comida. Y ya se pusieron a reírse todos. Cruzaron la calle partidos de la risa. A mí me dio igual. Estoy seguro de que al camarero le agradó lo que le dije.

¡Qué hermoso Berlín, y qué simpáticas sus gentes! Tendremos que volver. ¡Nos quedan tantas calles por ver! Y, claro, los museos.


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lunes, 13 de junio de 2016

Cuatro días en Berlín (IV)

Tercer día. El metro

Al tercer día entramos en el metro. Tomamos la línea U1, que va por encima de las calles. Es entretenidísima. Vimos varios barrios, patios traseros, unas colonias de casas de madera con sus huertos, grandes edificios grises, parques enormes y enormes grafitis en las medianeras de varios edificios (un astronauta, los siete samurais de Kurosawa...)...

PG

Friedrichshain

Íbamos al barrio de Friedrichshain, en busca del Berlín alternativo, el de los centros culturales en viejas fábricas abandonadas. Nos bajamos en la parada cercana al puente de Oberbaumbrüke. Es un puente de ladrillo rojo con unas cuantas torres almenadas y aparentes. El metro pasa por encima de él, como acariciándolo. Al cruzarlo por el pasaje para los peatones, hermosas vistas del Spree, que allí se ensancha de un modo soberbio. A lo lejos, la enorme escultura de Borofosky, que represnta tres cuerpos abrazados, como símbolo de la reunión de los tres distritos (Kreuzberg, Friedrichshain y Treptow), que el Muro dividió. Desde tan lejos no se sabe muy bien si es una escultura o un reclamo publicitario de alguna gran marca. También allí estaban en obras, asfaltando las calles. Antes de entrar en el barrio, nos acercamos a ver la East Side Galery, ese resto del muro que algunos artistas han decorado con pinturas, por lo general, bien feas. Estaba bastante concurrido, todos con las cámaras de fotos frente a la nariz, para inmortalizar esos restos. El lugar es curioso. A un lado, el río y algunos muelles, y al otro, varios descampados bastantes tristes. En uno de esos solares, el Mercedes Arena, un poco incongruente, en mitad de la nada. Producía todo la sensación de ser los arrabales de una ciudad cuyo centro quedaba muy lejos. Sensación de domingo por la tarde.


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Sin embargo, a pocos metros de ese lugar están las calles de los okupas y los movimientos alternativos, los mercadillos en cada esquina y en cada patio, las salas de cine o de baile, las exposiciones de arte, todo eso en viejos edificios que fueron antes talleres o fábricas. Los muros se ven cuajados de carteles que anuncian conciertos, charlas, exposiciones..., y las fachadas de los edificios pintadas sin dejar un solo centímetro libre. Al parecer, los pintores callejeros sienten, como los antiguos romanos, el horror vacui. Curioseamos un rato entre los patios del Raw Tempel. Los antiguos talleres de mantenimiento y reparación de los ferrocarriles alemanes acogen hoy galerías de arte, talleres de diferentes artistas, un café y un bar, un cine y una sala de bailes de salón, una pista de skateboard y una tienda de bebidas al por mayor. Nosotros vistamos el mercadillo que, a las once de la mañana, todavía estaba abriendo, poco a poco, sus puestos, y vimos, desde la calle, por las ventanas abiertas, cómo la gente bailaba charleston en un primer piso de uno de esos viejos y pintados edificios. En Berlín, el que no se entretiene será porque no le da la gana.

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Volvimos luego al metro y nos fuimos en busca de la Oranien Platz, a comer en un sitio que nos había recomendado S. 

Kreuzberg

Esta esa plaza en el centro del barrio de Kreuzberg, conocido como el barrio turco, pero en el que conviven toda clase de gentes: hippis, punks, anarquistas, burgueses, bohemios, turcos... De todo un poco y tan mezclado que es difícil sentirse extraño. La Oranien Strasse es una calle llena de energía y de bares en los que se ve a la gente del mejor humor; repleta de tiendas de todas clases: tebeos, libros, medias extravagantes, zapatos modernísimos, talleres de bicis... Y muchos restaurantes y bares de la nacionalidad que uno desee. El que nos recomendó S. no lo encontramos. Le pregunté a un polaco, a un turco, al cuñado de ese turco, a un griego y a un alemán... Nadie supo darme noticia de él. Cómo me comuniqué con todos ellos es algo que no podría explicar. Sin embargo, puedo asegurar que fueron diálogos fluidos. Tal vez ese afán por estudiar y conocer otros idiomas sea excesivo. Claro que cabe la posibilidad de que me estuviesen indicando dónde estaba el restaurante, pero a mí me pareció que lo que me decían era que no, que no tenían ni idea. Como no había quién nos orientase y ya era la hora de comer, nos sentamos en una terracita ajardinada en una esquina de esa plaza. Comimos estupendamente y nos atendió un camarero amabilísimo. Eso sí, no era alemán, era griego. Al despedirnos, me contó en inglés que pronto iba a viajar a Barcelona, y que le hacía mucha ilusión ese viaje. Que era oriundo de Tesalónica, y que echaba mucho de menos su patria... Es raro, porque yo no hablo una palabra de inglés y sin embargo se lo entendí todo con claridad meridiana.

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Después de comer nos fuimos a una tienda anarquista  a comprar unas camisetas (con la subversión también se puede hacer negocio, a mí me parece bien. Es más, nos parece esa tienda una pequeña prueba de que tal vez sea posible una síntesis entre contrarios). La había localizado P., antes del viaje, y ya nos había preguntado varias veces cuándo íbamos a pasar por ella. Luego nos paseamos por la Oranien, entrando en casi todos los comercios. Al parecer, durante la guerra fría fue este uno de los barrios más pobres de Berlín Oeste. En él se escondían los jóvenes insuimisos que no querían hacer la mili, y fue aquí donde comenzó el movimiento okupa en los años ochenta. En la actualidad, leo en la guía, sigue igual de rebelde, y cada 1 de mayo estallan altercados entre manifestantes y policías.

Scheunenviertel

Animados, volvimos a tomar el metro y nos fuimos hasta Mitte, y dentro de ese barrio al que llaman "de los graneros", Scheunenviertel.  Allí se encuentran los edificos más antiguos de la ciudad, y su historia más dolorosa. Allí se pueden ver los stoperstein, unos adoquines de bronce que recuerdan el nombre de un berlinés, la fecha en la que fue deportado y el lugar al que se lo llevaron y donde lo asesinaron. Era el barrio judío y hoy, cuando salimos del metro, nos encontramos con unas calles llenas de gentes y lujosas tiendas de las grande marcas de la moda mundial. Pero al poco, casi desapercibido, encontramos un pasadizo a otro mundo.

Un portal abierto en la Haus Schwarzenberg, el nº 39, nos condujo a un patio de las maravillas. Durante la Segunda Guerra Mundial este lugar albergaba un taller de fabricación de cepillos y de escobas donde trabajaban ciegos y sordos. Parece ser que su dueño, Otto Weldt, consiguió salvar a sus empleados de los nazis. Hoy hay un museo que recuerda esa historia, y un cine, y un café, el Café Cinema, donde nos sentamos a descansar un rato, en la terraza del patio. Los muros otra vez llenos de pinturas, dibujos, declaraciones, lemas reivindicativos... En uno nos invitaban a los turistas a irnos para nuestra casa. No le hicimos caso. Ni nosotros ni el resto de los que por allí pasaban, que por las pintas y las cámaras de fotos tampoco debían de ser del barrio. Luego seguimos profundizando y nos encontramos con otros patios, más o menos parecidos, con tiendas de diseñadores o bares en los que unos muchachos enfundados en pantalones y chalecos de cuero asaban salchichas en una parrilla.

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Volvimos a la calle y, casi sin darnos cuenta, nos encontramos en el silencio de la Groos Hamburguerstrasse. Allí está el hermoso edificio de ladrillo rojo del hospital católico de San Hedwing, con hermosas vidrieras; la iglesia de Santa Sofía, entre las barrocas, la más antigua de la ciudad; los edificios llenos de cicatrices de los números 28 y 29, con las fachadas mordidas por las bombas; un solar vacío que llaman La casa desaparecida ( en las medianeras de las casas vecinas se pueden leer, en unas placas, los nombres y las profesiones de los que vivían en esa casa ausente); el Monumento a las Víctimas Judías del Fascismo, una escultura que podría pasar desapercibida, delante de un jardín que fue el cementerio judío de la ciudad... Era en esta calle donde se encontraba el centro de reclusión de los judíos antes de deportarlos a los campos de exterminio. El silencio y la soledad de la calle, el saber estas cosas, esas figuras..., todas esas cosas juntas realmente sobrecogían...

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Camino a la Nueva Sinagoga, pasamos delante de la sala de baile Clärchens Ballhaus, la del cartel de Otto Dix, que sigue siendo una escuela de baile y también un restaurante con un jardín delicioso en el espacio que dejó otro edificio bombardeado. Estaba ese jardín, cuando pasamos nosotros, lleno de gente que ya estaba cenando. También cruzamos, en esa misma calle repleta de galerías de arte, un patio precioso, con dos o tres restaurantes y tiendas de diseño, que nos pareció como la pequeña plaza de un pueblo centroeuropeo de cuento infantil. Tras ver la Sinagoga, decidimos plegar velas y volver a casa, pues el paso delante de tanta gente comiendo nos había abierto el apetito.


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Cuando al fin llegamos al apartamento, tras la cena en un vietnamita lleno de camareros con los que apenas nos pudimos entender, encendimos la tele. Faltaba media hora para que acabase la final de la Champion. Nos parecieron, los jugadores, tan fatigados como nosotros. Asistimos al desenlace casi sin emoción, pues nos caíamos de sueño...


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viernes, 10 de junio de 2016

Cuatro días en Berlín (III)

Segundo día. La cita

Amanecimos con el sol. A las cinco de la mañana. Sin persianas. Como resultaba evidente que no nos íbamos a volver a dormir, nos asomamos a la ventana. Se veía, a la izquierda, la Torre de la Televisión. A lo largo del viaje nos iba a parecer por todas partes y a cada momento. En cuanto levantabas la vista un poco, te asaltaba su imagen en los lugares más impensados: a la vuelta de cualquier esquina, reflejada en un ventanal, entre las torres de una iglesia. Como si fuese el ojo de Berlín.

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JA (2009)

JA (2009)


Desayunamos en una cafetería al lado de la casa. Mientras la gente entraba, pedía su café en un vaso de plástico y se iba con él a la calle, nosotros nos sentamos en unas mesas pequeñas y nos tomamos los nuestros con calma. La chica que nos atendió, amabilísima, se dirigió a nosotros en un español casi perfecto. Nos entendimos con ella como si fuese oriunda de Burgos o Logroño. Mientras nos tomábamos nuestros desayunos, contemplábamos a la gente. La enorme variedad humana. 

Aún era temprano pero no debíamos remolonear más de la cuenta porque teníamos una cita. A las diez de la mañana, en la Puerta de Brandeburgo. Era la primera vez que hacíamos tal cosa. Como no salimos mucho de casa, cuando lo hacemos vamos con nuestros libros, casi siempre antiguos, o a la buena de dios, a donde nuestros pasos nos lleven. Sin embargo, en esta ocasión nos hablaron de unos guías gratuitos, que podías reservar por internet, y que solían ser gentes muy preparadas y amenas. Trabajan por la voluntad. Al final, si te ha complacido la visita, les das lo que consideres; y si no..., si no se va el guía como vino.

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Camino a esta cita pasamos por el Kulturforum, donde será la Nueva Galería Nacional y ya funcionan varias salas de conciertos y una enorme biblioteca. Extraños edificios de rara arquitectura  pintados de una amarillo agrio. Al poco desembocamos en la Postdamer Platz. Manhattan debe de ser algo parecido a esta plaza. Tres rascacielos como los que se ven en las películas americanas, nefastos para el cuello y las cervicales. En la planta baja de una de esas torres, el Museo del Cine (nos acordamos mucho de Fritz Lang, de Billy Wilder, y nos preguntamos cómo sería esta ciudad cuando ellos la habitaban) y, tras un centro comercial gigantesco, el Sony Center, los primeros restos del Muro, que cruzaba su sinuoso camino por esta plaza. Han conservado cinco o seis planchas, que los artistas callejeros han decorado con ese horror vacui con que lo llenan todo. En el suelo, con unos adoquines, el rastro del muro aquel, como una cicatriz.


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JA (2009)

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El guía resultó ser un muchacho madrileño que lleva en Berlín quince años. Se fue de España antes de la crisis, para trabajar en la Wolkswagen. Al cabo de un tiempo se cansó y ahora se dedica a las visitas culturales y a la cerveza, no solo para beberla sino para estudiarla. Nos contó que está elaborando una ruta por las cervecerías artesanales más recomendables de la ciudad. Solo por eso, habrá que volver. Era un muchacho sabio y con grandes dotes pedagógicas. En tres horas nos explicó gran parte de la ciudad, desde sus orígenes -un pantano al que nadie quería acercarse a vivir-, hasta los últimos acontecimientos, pasando por las monarquías, la República de Weimar, el nazismo, la división, el Muro... Lo hacía muy bien y lo sabía. No fue una explicación académica, sino la visión de alguien que vive en la ciudad y la conoce bien, con amigos alemanes que le han contado historias terribles que compartió con nosotros. No evitó dar su opinión sobre toda clase de cosas, y las tres horas se nos pasaron en un suspiro. 

Nos llevó, desde la Puerta, al Monumento al Holocausto -nos explicó que no se puede correr, ni gritar, ni mucho menos subirse encima de los bloques de piedra, y que si un guarda encuentra a alguien saltándose alguna de esas prohibiciones, la reprimenda será tan áspera y gutural, que causará escalofríos solo verlo-; el lugar donde se encontraba la cancillería del Tercer Reich y el búnker donde se suicidó Hitler, que hoy pasa desapercibido porque es un aparcamiento de tierra entre bloques de viviendas; los edificos tremendos de  los ministerios del Tercer Reich, y a su lado, a la sombra de otro buen pedazo del Muro, el sitio donde se encontraba la sede de la Gestapo, hoy un solar que  alberga un museo del Terror; el Chekpoint Charlie, una trampa para turistas que no se parece ya en nada a lo que fue aquel paso entre las dos Alemanias, entre las dos partes desgarradas de la ciudad... Y de ahí a los edificios clásicos de la Gendarmenmarkt, con sus dos iglesias gemelas y su sala de conciertos, y muy cerca, a la Bebel Platz, la de la Universidad Humboldt de los veintinueve premios Nobel, donde estudiaron Marx, y Lenin, y dio clases Max Planck, que al parecer tenía tan mal carácter que no conseguía discípulo que lo aguantase, hasta que apareció Einstein. Esa plaza, rectangular y hermosa, es famosa también por lo contrario, por la barbarie de la quema de libros que el 10 de mayo de 1933 llevaron a cabo las camisas pardas y las Juventudes Hitlerianas. Estas bestias pardas entraron en la biblioteca del edificio de la universidad y arrojaron miles de libros a la plaza, donde luego les prendieron fuego. Hoy es un lugar precioso aunque la mitad de los edificios están en obras, medio ocultos por los andamios, sobre todo el de la Ópera. Allí nos despedimos de nuestro guía. Como no sabíamos qué cantidad sería justa, preguntamos a unos de Albacete que estaban en el grupo y tenían más experiencia en estas cosas. Fuimos generosos. 


 JA (2009)

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Dentro de los jardines de uno de los edificios de la universidad había un mercadillo de libros viejos. A P. le entró el capricho de hacerse con una edición de El Manifiesto Comunista, en alemán -en castellano ya lo tiene, que se lo regaló mi prima A.-, por comprarlo en el lugar donde su autor había estudiado. Pero ninguno de aquellos libreros lo tenía. Así que ya nos fuimos de allí, a comer, al cercano barrio de San Nicolás, a un local recomendado por el sabio guía.

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Es este barrio como una isla en mitad del tráfago de la gran ciudad. Muy cerca de la Alexanderplatz, a dos pasos de la gran avenida Unter den Linden y del Ayuntamineto Rojo, es una manzana de casas a orillas del Spree, con calles empedradas, una iglesia de ladrillo rojo y bares, restaurantes y cafés deliciosos. Comimos en uno de ellos: codillo, salchichas, chucrut, grandes jarras de cerveza y, para rematar, unos chupitos de lo que parecía alcohol de quemar. Como turistas.  El guía nos había dicho, entre tantas otras cosas de más fuste, que si encontrábamos, en Berlín, a un camarero simpático, habríamos hallado oro puro. Nosotros ya llevábamos dos hallazgos, y en la comida fue el tercero... No sé, si él lleva quince años en la ciudad sabrá bien lo que se dice, pero nuestra experiencia nos contaba otra cosa... Tal vez fuese cosa del tiempo, tan soleado y caluroso, que los tenía a todos de buen humor.

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Para llegar al barrio tuvimos que sortear todo tipo de obras, zanjas, vallas y demás molestias y pasar por el parque de Marx y Engels. Eso a P. le hizo ilusión. Nos sacamos unas fotos con unas esculturas muy serias y contundentes que hay a la entrada.


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Después de comer entramos en una cafetería que era al mismo tiempo tienda de antigüedades. Nos sentamos en unas butacas del siglo XIX, rodeados de cómodas, pianos, bibelots. Apuramos un café riquísimo... No es por llevar la contraria al sabio guía, pero la dueña resultó ser, otra vez, encantadora...

Luego paseamos un ratillo por el barrio y nos acercamos a Alexanderplatz. Grandes edificios, un hotel de sesenta o setenta pisos, tranvías, una estación de ferrocarril... Ruidoso y desangelado. Decidimos irnos de allí.

De vuelta hacia el oeste nos acercamos a la catedral y al parque de Monbijou. La gente estaba tirada en el verde, aprovenchando el calor del día y las barcazas surcaban el río silenciosas y llenas de turistas.


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Cuando pasamos al fin a la Isla de los Museos, estaban cerrando todos. No nos importó mucho. Otro motivo para obligarnos a volver. Paseamos un ratillo entre los jardines y los edificios medio en obras y ya cerrados a cal y canto. Todavía estaban colocadas las cintas con las que pastorean a los visitantes ante las taquillas y las puertas de entrada. En un punto había un cartelito que anunciaba que, desde ese lugar, le quedaban al visitante dos horas antes de acceder al interior. 


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Después de esta no visita a los museos, sesteamos un rato frente a la catedral. La gente, con el calor y el buen día estaba, efectivamente, de un humor estupendo, tirada lánguidamente sobre la hierba.


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De vuelta a casa, Unter den Liden abajo - que nos recordó mucho a la Castellana madrileña- pasamos de nuevo por el Memorial del Holocausto. Atardecía. Una pareja se hacía un autorretrato en lo alto de una de las lápidas y algunos muchachos estaban saltando de unas a otras. "Ahora vamos a ver el espectáculo del guarda", pensamos. "Va a venir el guarda y los va a encoger con su rugido germánico". Efectivamente, al rato apareció uno, bajito, con la panza desbordándole el cinturón de los pantalones. Se acercó parsimonioso a la pareja, que era la única que continuaba encima de uno de aquellos bloques grises, y con un gesto displicente de la mano les invitó a bajarse. No emitió ni un sonido. Los novios le obedecieron y él continuó su ronda, perdiéndose en el laberinto de piedra. 


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Cenamos en un restaurante turco a la puerta del apartamento, en unas mesas corridas sobre la calle. Oscurecía. De pronto, dejaron de pasar coches y apareció una enorme caravana de ciclistas... Algunos se paraban en el bar de al lado y se compraban unas cervezas, se las bebían y se reincorporaban a la caravana... La mayoría llevaba bonitas luces de colores prendidas en los radios de las ruedas.

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