jueves, 9 de febrero de 2012

Charlatán de soledades

Yo soy muy partidario, en casa, en el ascensor, y hasta en la calle, cuando va uno paseando por ahí... Desde chicos hemos mostrado gran inclinación por esta actividad del hablar con uno mismo. Hemos sido siempre, se podría decir, unos grandes charlatanes solitarios.


 
Es moneda común asegurar que esto del hablar solo es signo evidente y claro de locura, pero también podríamos traer hasta aquí a Machado, don Antonio, y citar aquello de que quien habla solo sueña con hablar con Dios un día..., aunque seguramente sea también ese sueño una gran locura.

No lo sé, pero no vamos a entrar ahora en estas filosofías. Sea locura o no, tan solo queremos dejar testimonio de lo sano que nos ha resultado siempre este ejercicio del hablar en soledad y en voz alta, de lo bien que nos ha venido para desahogar nuestros malos humores sin ofender ni fatigar al prójimo, para sacar al fresco nuestras imaginaciones y fantasías verbales sin atorrar a nadie, y para mejorar  al mismo tiempo nuestra oratoria y nuestro arte gramático.

Por ejemplo, algunas indignaciones, nosotros las destilamos de esa manera, y les decimos unas frescas tremendas a estos y a aquellos...¡Nos quedamos luego tan a gusto! Y algunas de las entradas de este blog, antes de pasar al ordenador, han nacido así, esperando el ascensor, o en el cuarto de baño, incluso también alguno de los artículos de los jueves han germinado en estos monólogos solitarios, en  estos soliloquios, que es palabra que no viene del maridaje de solo y loco, pero lo merecería.

De manera que, desde aquí lo recomendamos muy vivamente. El único riesgo, como queda apuntado más arriba, es que sus vecinos lo tomen a uno por loco. Y si uno es un loco o no lo es, eso es cosa de muy difícil discernimiento.

Nosotros, como lo hacemos en voz muy baja, a veces nos creemos que no se nos puede comparar de ningún modo con esos dos o tres señores que se pasean por esta ciudad dando grande voces... Esos sí que están locos de verdad, pensamos cuando nos los cruzamos por la calle... Nosotros, diciéndolo bajito, nos creemos que no estamos idos, lo cual, si uno se detiene a reflexionar un rato, resulta muy inquietante, ya que parece que lo primero que piensa un loco, por ejemplo esos que van voceando por ahí, es que no lo son en absoluto... De forma que, en esto de la locura, uno casi nunca puede estar seguro de nada.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Bolsillos insondables

"El misterioso fondo de mis bolsillos", "Viaje al fondo de mis bolsillos", "Bolsillos profundos"... De todas estas maneras podríamos haber titulado esta entrada, y todas para hablar de los sustos que me llevo cada vez que meto mi mano en uno de ellos y no acabo de encontrar las llaves del coche, o las de casa, o, peor aún, tampoco la cartera. Cuando estoy a punto de darme por vencido, aparecen al fin, como por arte mágica. Sin embargo, esos segundos de zozobra no nos los ahorra ya nadie.

Me ocurre esto con casi todos los chaquetones y cazadoras, incluso con la chaqueta del muerto, pero el peor es, sin duda, el abrigo de lana que me compré hace ya unos cuantos años en unas rebajas de enero. Es un abrigo de señor que tengo impecable porque es un abrigo bueno, de esos que duran para toda la vida, y también porque durante un tiempo no me lo puse apenas. Decía A. que se había pasado de moda. Afortunadamente, como la moda es de naturaleza circular y no deja de rodar ni un solo momento, ahora ya no parece un abrigo antiguo, y aquí está otra vez sobre mis hombros, tan elegante y tan al día.

Es este abrigo, por ser de lana, prenda de mucho abrigo, y como estas últimas semanas ha afilado el invierno su navaja manchega, y vienen las mañanas aguzadas y cortantes, me lo pongo cada vez que tengo que salir de casa. Y, claro, cada vez que busco la cartera, o las llaves de casa, o las del coche, me llevo unos sustos imponentes. Y ando así desasosegado y sin aliento.

Porque tiene mi abrigo unos bolsillos insondables, y aunque no lo parezca, estoy convencido de que podría perfectamente echarme en ellos el mismísmo ordenador portátil, como si se tratase de un mechero, y hasta a alguno de mis alumnos de 1º, tan chiquitillos, podría llevar dentro de ellos, y darles una vuelta. El problema sería tratar de recuperarlos.

Tan prodigiosos son estos bolsillos que temo perder en ellos, cualquier día, mis propias manos, extraviadas en esas galerías y profundidades, sin saber cómo encontrar la salida...


P.D. Esta entrada vana fue escrita, en un folio con membrete del instituto, en la tarde de ayer, para no aburrirme mientras mis alumnos de 2º de Bachillerato hacían el primer examen de esta evaluación, la mano en la mejilla casi todos, y sus miradas melancólicas y muy lejanas, perdidas, digo yo, en aquellos primeros años del siglo XX, tan vanguardistas y tan llenos de fiebre... O en cómo copiarse mientras yo me distraía con estas cosas.

martes, 7 de febrero de 2012

Titulares

Será cosa de la genética, pero hemos empezado a leer el periódico por el final, como lo lee mi padre desde que yo guardo memoria. Al principio lo hacía para ver antes que nada las esquelas, por si había muerto alguien de Ablaña, La Pereda o Baíña, e informar a mi madre de que no tardaría en llamar don Antonio para que fuese a tocar el armonio al funeral. Y ahora ya se le ha quedado esa costumbre, y pasa revista a los que se han muerto antes que él.

El caso es que, de un modo inconsciente, me he descubierto últimamente comenzando la lectura de la misma manera que mi padre, aunque el periódico que nosotros leemos no traiga esquelas. Lo que sí trae, en cambio, son, en la última página, unos titulares muy inquietantes.

Hace quince días, este: "Mi padre me leía a Homero en la cuna", declarado por una tal Miren Arzalluz, que es la conservadora del Museo Balenciaga; y antesdeayer, este de Toni Cantó: "Todo el mundo recuerda su primera oveja".



No sé. A mí se me quitan las ganas de seguir leyendo nada. Si a mí mi padre, en la cuna, me hubiese hecho lo que el suyo a la tal Miren, yo no lo contaría, desde luego. Y lo de las ovejas, en fin, lo de las ovejas prefiero ni comentarlo.




lunes, 6 de febrero de 2012

Crónica deportiva

El viernes el equipo de P. no perdió. Les tocaba contra los de las Seiscientas, pero como tenían estos una excursión, pidieron el aplazamiento, y lo jugarán, ese partido, otro día. 

El jueves, en cambio, en el futbito, no solo caímos derrotados después de un final de infarto, sino que yo volví a casa con el dedo gordo del pie derecho lastimado. Sucedió que me disponía a rematar a puerta con ese pie, el malo mío, tras un hermosa pared con A., que tiene un guante en el suyo, cuando un defensa rival se cruzó a la desesperada, como si la vida le fuese en ello, de tal modo que golpeé al balón y a su tibia juntamente. Yo apenas me quejé, que para algo soy del norte, pero él lanzó un dolorido lamento y se quedó unas segundos tumbado en el suelo. Puro teatro. Se levantó de inmediato y al poco nos coló dos goles como si tal cosa, mientras yo cojeaba pundonorosamente por la cancha. 

A la mañana siguiente, tenía el dedo del color de las berenjenas, y bastante hinchado. Lo cubrí con un grueso calcetín -el frío era afilado-, y me fui a la universidad, que teníamos cita para que les mostrasen a los alumnos de 2º de Bachillerato lo moderna que es la de Castilla-La Mancha. Uno de los profesores que los recibió hizo una intervención antológica alertándolos de los peligros de la inconsciencia juvenil, esa que les hace olvidarse de los plazos de las matrículas y las becas. Al lado de los de Muchachada Nui no habría desentonado lo más mínimo. Si llego a saber que íbamos a ser regalados con semejante monólogo, lo hubiese grabado con el móvil y lo habría podido colgar hoy aquí. Sin embargo, no disfruté del todo, porque sentía latir mi dedo gordo como si le estuviesen bombeando aire, y no quería ni imaginarme el color que tendría en esos momentos.

Al llegar a casa, como efectivamente el color era inquietante, y el aspecto el de una morcilla de Burgos, me fui al médico. Fui en coche, no solo por el pie, sino también por el frío, negrísimo, y porque también había que arreglarle a este la luz de cruce, también la derecha, que se había fundido.

Iba fantaseando con una escayola y una muleta, y con lo interesante que estaría uno así, con semejantes complementos. "¿Qué te ha pasado?", me preguntaría la gente, y yo, con aire desolado, les contestaría que jugando al fútbol, y se creerían todos que soy un futbolista magnífico y un gran deportista.

Pero al médico no le impresionó lo más mínimo mi dedo gordo, descartó la rotura y me recetó un gel antiinflamatorio y que dejase de jugar al menos durante quince días, que ya vamos teniendo una edad...

Luego, en el taller, también resolvieron lo del foco fundido en un santiamén. Mientras esperaba, una pareja que acababa de comprarse un coche nuevo se fotografiaba delante de él, y le pedían al comercial que los sacase guapos, y que se viese bien el coche...

Eso fue lo que pasó el primer viernes en el que el equipo de P. no perdió.




viernes, 3 de febrero de 2012

La culpa es huérfana

Hoy nadie quiere tener la culpa de nada. Antes era diferente, y por eso tenías que ir a confesarte regularmente. Aunque  rebuscases en tu memoria y no encontrase nada que declarar en tu contra, era seguro  que algo habrías hecho.  El sentimiento de culpa estaba, entonces, muy arraigado. Yo ya no me acuerdo de lo que le contaba al cura emboscado tras la rejilla del confesionario, pero algo le decía. Luego este te absolvía previo rezo de tres o cuatro padrenuestros, y ya te volvías para casa mucho mejor, aliviado y limpio. Hasta la próxima vez. Ahora ya nadie se confiesa y nadie tiene la culpa de nada. Yo mismo, cuando vuelvo de Mercadona y me he olvidado de traer algo de lo apuntado en la lista de la compra por A., cuando esta viene hacia mí para interrogarme, le digo que es que no había, que se había agotado y aún no lo habían repuesto... Y me quedo tan campante.



Todo esto viene a cuento de las declaraciones del dueño del Banco de Santander, que declaró el otro día que la culpa de toda esta crisis era de los políticos. A mí me dio mucha risa, porque no me digan que no es divertido que venga un banquero a hablar de culpas. No seré yo quien defienda a uno solo de nuestros políticos (ya podían ser de otros), pero que un señor banquero con tirantes venga ahora con esas es para partirse de la risa. Un señor, por cierto, que se llama Botín, lo cual a mí siempre me ha fascinado. Ni a Galdós, al que tanto le gustaba ponerles nombres significativos y sonoros a sus personajes (Doña Perfecta, Fortunata, Ido  del Sagrario, Santa Cruz...), se le habría ocurrido uno tan ajustado. No Emilio Fortuna, o Emilio Beneficiado, no, Emilio Botín, como el de los bandoleros que asaltaban diligencias... Con un apellido así, se ve que está uno obligado...

Nuestro amigo P., que es catedrático de empresariales, les plantea cada año a sus alumnos el siguiente dilema: saca un euro de su bolsillo, lo levanta entre el índice y el pulgar y les pregunta que a quién se lo darían antes, ¿a él o a Botín? La respuesta correcta, según nuestro amigo, es la segunda, pues ese señor podrá obrar, con ese euro, el milagro de la multiplicación, mientras que él te lo devolverá igual que se lo diste, ni más ni menos. Seguramente tiene razón nuestro amigo P., pero siempre que nos lo cuenta le objetamos que si se lo das a Botín también puede pasar que nunca te lo devuelva, o que te devuelva cincuenta, treinta, veinte céntimos... Así que, siempre le decimos lo mismo, nosotros se lo daríamos a él, que sabemos que es persona decente y muy honrada. Porque si Botín no nos lo devolviese, la culpa no sería suya, sino de la volatilidad de los mercados o, peor, sería nuestra, por haber querido vivir por encima de nuestras posibilidades y albergar la fantasía de que unos pobres hombres puedan beneficiarse del milagro aquel de la multiplicación de los panes, los peces y los euros...


jueves, 2 de febrero de 2012

Con el agua al cuello

La primera vez que oímos hablar de las novelas del comisario Jaritos fue por boca de mi prima M.J., que nos las alabó mucho. A nosotros las novelas negras, que se les dice ahora, nos gustan bastante. El motivo de esta afición tal vez sea porque en ellas, incluso en las mejores, la muerte tiene muy poca importancia y es, podríamos decirlo así, un asunto secundario. Si se trata de novelas de crímenes, resulta inevitable que algunos personajes se mueran y sea además la suya una muerte repentina y violenta. Porque el interés de esta clase de relatos radica en cómo se las va arreglando el héroe para resolver esos asesinatos y de qué modo termina por descubrir al culpable. De modo que si no fuese por ellos, los pobres asesinados, adiós novela. Así que lee uno todos esos descubrimientos de cadáveres con la mayor de las tranquilidades, y hasta hay ocasiones en las que pasamos las páginas deseosos de que aparezca un nuevo fiambre (usemos la terminología del género). Cuando  lee uno esta clase de novelas, se vuelve cruel y despiadado. Son, desde este punto de vista, narraciones deshumanizadas. Pero qué gusto da leerlas, incluso algunas rematadamente malas. ¡Cómo relajan el espíritu y disuelven las murrias que nos acongojan! 

El caso es que, llevados por la recomendación de mi prima, leímos hace ya un tiempo Muerte en Estambul, y, efectivamente, nos gustó bastante. Al margen de la trama, que ya no recordamos, nos quedó la memoria del comisario Jaritos, y la relación con su mujer, la señora Adrianí, él tan griego y tan machista, ella tan autoritaria, tan aguerrida, con tanto carácter... Luego, aunque nos hicimos el propósito de leer el resto de las protagonizadas por este comisario gris e inteligente, otras lecturas nos fueron apartando de esa decisión nuestra, y no leímos más. Hasta hace un par de semanas.

Un sábado por la mañana, mientras nos afeitábamos muy lentamente, escuchamos en la radio una entrevista con el padre de Jaritos, Petros Márkaris. Hablaban de la última novela del comisario, Con el agua al cuello, y de cómo reflejaba en ella la crisis de su país, y de que el misterio al que se enfrentaba en ella Jaritos era una serie de asesinatos de banqueros, corredores de bolsa, especuladores financieros, altos ejecutivos de las agencias de calificación... Nos puso los diente largos. Estas navidades, en una muy coqueta librería de Úbeda, nos la regalamos a nosotros mismos.



Hemos pasado momentos muy agradables recogidos en su lectura. No creo que haya, además, un libro donde se explique mejor cómo están los griegos hoy, sus problemas con las pensiones y los sueldos, los atascos de Atenas, las manifestaciones. Y será difícil encontrar en ningún sesudo estudio económico una explicación más transparente del modus operandi de los bancos y de este capitalismo salvaje que todo lo devora, especialmente los ahorros de los más débiles.

No voy a contar nada más, tan solo que por fin el comisario cambia de coche y que, por consejo de su yerno, se compra un seat, por solidaridad con otro país en dificultades, y que sale la final del mundial de Sudáfrica, y que aunque a Jaritos no le gusta nada el fútbol, ni lo entiende en absoluto, también por influencia de su yerno y su hija, que sí son aficionados, desea que gane España. Bueno, y antes de irme, también voy a dejar aquí una teoría muy sugerente de la señora Adrianí para resolver algunos de los graves problemas económicos de su país:

"-Dime una cosa-le pregunta la señora Adrianí- ¿se han vuelto locos?

Me pilla desprevenido (el narrador es el mismo comisario).

-¿De quién hablas?

-De esos que os han cargado con cinco años laborables más. No entiendo  cómo os resignáis sin hacer nada.

-¿Qué quieres que hagamos? Somos policías. No podemos salir la mitad de nosotros a la calle a romper escaparates mientras la otra mitad se dedica a perseguirnos y detenernos.

-Lo que podéis hacer, yo no lo sé, pero recuerda el viejo dicho: los primeros ochenta años son los difíciles, después te mueres y te quedas muy tranquilo.. Pues bien, ahora los primeros ochenta años no solo son difíciles, sino que, a este paso, pronto serán todos laborables. (Todo un carácter, la señora Adrianí).

-¿Tienes tú una solución mejor? (Casi todas las conversaciones entre ellos son así, como un ejercicio de esgrima).

-Sí. Que reduzcan la población  del país a la mitad. Quedaremos cinco millones y medio de habitantes, y los gastos se reducirán también a la mitad. Los franceses echan a los gitanos rumanos, ¿no?

-Si echamos a la mitad de la población, no sólo se reducirán los gastos, sino también los ingresos, ¿no te das cuenta?

-Claro que sí. Que expulsen a los que deben los veinticuatro mil millones en impuestos. De todas formas, el Estado no cobrará esos impuestos ni en los próximos ochenta años laborables. Que se queden solo los idiotas que pagan impuestos. Los gastos y la corrupción se reducirán con la marcha de los evasores de impuestos, pero los ingresos no mermarán, porque los idiotas que pagan seguirán aquí.

La miro asombrado.

-¿Cuándo te licenciaste en ciencias económicas?"

A mí me ha parecido una teoría muy acertada.







miércoles, 1 de febrero de 2012

Cosas que leemos por ahí

Ahí es internet. Ayer fue un día fructífero. Paseando por un sitio y por otro, sin salir de casa, nos enteramos de todo esto:

Los pliegues de la memoria y de la historia son misteriosos. El tribunal que decide si se ha de juzgar a Garzón por este caso tiene entre sus miembros a Perfecto Andrés, magistrado por el que personalmente siento gran afecto y al que valoro como jurista. Además, escribe muy bien. Tiene un libro de memorias sobre sus primeros años como juez, en Toro, en el que relata como supo de la historia de Manuel Calvo, médico culto y buena persona, al que los sublevados el 36 fusilaron junto a la tapia del cementerio de Fresno de la Ribera. Años después, en la barra del bar Alegría, el hijo del fusilado vio el reloj de su padre en la muñeca del ciudadano que condujo la furgoneta hasta el cementerio. Perfecto Andrés quizá recuerda esa anécdota personal debatiendo si procede o no sentar a Garzón en el banquillo por los crímenes del franquismo. Y habrá recordado también la hermosa cita con la que abría su libro: “No contar ya la vida en años sino en montañas, en gestos, en infinitos rostros; nunca en cifras sino en ternuras, en furores, en penas y alegrías”. 
Hace años un joven fiscal dijo que en España el peligro para la democracia no eran los militares sino la judicatura. Sobre la reforma de la ley del aborto, dejo la palabra a las mujeres. Vi demasiados juicios sobre abortos clandestinos para no comprender lo que hay de drama en cada una de esas historias y el derecho de la mujer a que el aborto esté bien legalizado. Nunca olvidaré la frase de una madre contando al tribunal las últimas palabras de su hija adolescente, antes de morir. “Mamá, no le hables mal”, le dijo refiriéndose al chico que la embarazó y luego la dejó.
 Extraído de la intervención del gran Martí Gómez -al que tanto admiramos-, y que está transcrito en La Lamentable.

De la entrevista a Roger Scruton en New Stateman sobre su nuevo libro, Green Philosophy: How to Think Seriously About the Planet (Filosofía verde. Cómo pensar seriamente sobre el planeta):
“P. Qué piensan sus amigos de la derecha americana sobre su afirmación de que  conservadurismo no es lo mismo que la ideología del libre mercado?
R. Son muy gentiles y dicen ‘Scruton es un poco excéntrico, aunque quizás tiene algo de razón’. Hay, en cualquier caso, un gran movimiento en la derecha americana hacia un conservadurismo a la vieja usanza; reconocen que hay una límite a esas soluciones radicales de negocio para todas las cosas.
Mi libro es una defensa del asentamiento, que es algo que he tenido siempre como el sine qua non de una sociedad bien gobernada. No significa que la gente no pueda moverse, pero debe moverse primariamente en busca de asentamiento.
P. Es decir que, según su opinión, un sentido de lealtad a un lugar es esencial para tener una vida humana floreciente.
R. Sí. Un sentido de asentamiento. El amor es esencial y el amor no llega a la carrera, viene cuando uno se detiene.
P. El amor a un lugar no es siempre políticamente benigno.
R. Todo tipo de cosas pueden ir de mala manera. La gente es una mierda. Pero, cuando es contenida, puedes vivir con ella.”

Esto último es del blog de Íñigo Gurruchaga, en el que nos enteramos de cómo van las cosas por las islas británicas, porque a veces tenemos la fantasía de la anglofilia. Nos ha parecido llena de interés la última respuesta, y también eso de que el amor no llega a la carrera, sino cuando uno se detiene.

Y para acabar, esta cita tomada en Hemeroflexia, la bitácora de Trapiello:

"... el axioma crotalógico del Padre Fernández de Rojas, citado por Francisco A. Barbieri y recordado a su vez por Ferlosio: "En suposición de tocar [las castañuelas], mejor es tocar bien que mal".

Como se ve, la entrada de hoy nos la han hecho unos amigos.