viernes, 7 de septiembre de 2012

Cuaderno de Palacio (III)

Se han pasado los chiquillos toda la mañana jugando al tranco, que aquí se le dice lirio. No sé qué nombre me gusta más. Es un entretenimiento ciertamente primitivo ese de golpear el extremo de un palo posado en el suelo para levantarlo y, una vez allí, en mitad de su vuelo, golpearlo de nuevo con otro palo más pequeño, con todas las fuerzas de las que uno sea capaz, para lanzarlo lo más lejos posible. Pero precisamente por esa naturaleza suya antigua y un tanto bárbara, le encontramos a este juego del tranco o lirio -como ustedes gusten llamarlo-, algo muy puro y delicado, con el mismo carácter aristocrático y british que se le puede encontrar, por ejemplo, al cricket o al golf. En realidad vendría a ser este entretenimiento algo así como un golf rústico y salvaje. Un deporte de villanos llevado a cabo por caballeros. Caballeros como nosotros que, después de estar un rato contemplando cómo se lo pasaban de bien los críos, no lo resistimos más y nos sumamos a ellos.




Todas las noches que las nubes se van de excursión, se dibuja sobre los tejados de las casas, con toda nitidez y puntualmente, el carro de la Osa Mayor.




Detrás de nuestra casa tienen los caseros un poco de huerta: patatas, cebollas, rizadas lechugas. Esta mañana, mientras leía, vi llegar al señor A. Arrancó una de esas lechugas con volantes y dos cebollas grandes y blanquísimas. Subió luego hasta el jardín, que las había cogido para nosotros. Dejamos entonces la novela a un lado y tas darle las gracias nos pusimos a charlar y ya no paramos hasta que llegó la hora de comer. No tenemos otra cosa que hacer. Tal vez por eso nos miró con desaprobación, cuando llegó de sus trabajos y afanes, el gorrión que ha hecho su nido en una grieta entre las piedras de la casa.




Algunas mañanas, después del desayuno y de hacer las camas, salgo al jardín con una novela de setecientas páginas. Enfrascado en su lectura voy desarrollando unos bíceps prodigiosos. Los demás, mientras tanto, andan a sus cosas: paseando unos, dando una vuelta por el pueblo, jugando al lirio los otros... Cada poco levanto la vista del libro, lo dejo a un lado para desentumecer los músculos y me quedo unos minutos contemplando la montaña. Luego, poco antes de comer, llegan los gorriones y se posan a mis pies. Uno, lo conozco bien, es el que vive entre las piedras de la casa. Se pasean delante de mí despreocupados, sin miedo ni recelo. Alguien que se dedica a leer libros tan gordos o a quedarse mirando el paisaje como un pasmarote no debe parecerles peligroso. Se mueven por el jardín desenvueltos y relajados. Pienso que si nos quedásemos mucho más tiempo aquí acabarían por dirigirnos la palabra. ¡Y qué cosas tan interesantes podrían contarnos los gorriones!




Pasamos por la vaquería, antes de ir a dar un paseo a Llanes, a decirles a los caseros que se había ido la luz y aún no había vuelto, y a preguntar si había sucedido lo mismo en todo el pueblo. Parece ser que sí, nos respondieron, y que hasta tuvo el cura que celebrar la misa a oscuras. A una misa así, sí que iríamos, comentamos, y ya seguimos charlando, saltando de una cosa a otra (del río que cruza cantarín tras la vaquería, de sus crecidas algunos inviernos, al negocio declinante de la leche, y luego a los maquis que fatigaron estas montañas, y a la batalla terrible del Benzúa, tras el que ya se ocultaba el sol y había empezado a darnos sombra...), y se nos pasó el tiempo sin sentir y ya regresamos a casa, sin pasar por Llanes, al mismo tiempo que la luz volvía al fin.




Todas las noches, al bajar la basura hasta los contenedores que hay al final de la carretera, descubrimos media docena de luciérnagas que brillan en las cunetas. El camino de las luciérnagas, le llamamos a ese tramo, y lo bajamos cada noche felices y contentos, como caminantes a los que les hiciesen un homenaje con esas luces fantásticas.




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