jueves, 13 de septiembre de 2012

Postales de verano (I)

A las afueras, rodeado de bosques de castaños, parece este hospital una vieja clínica suiza, un poco decadente y abandonada. Desde la habitación de mi padre se ve un paisaje lujoso de grandes árboles y se escucha el diálogo constante de los pájaros que se esconden entre sus ramas. 

G., el compañero de habitación, minero retirado con los pulmones enfermos, mira los grandes castaños por la ventana:

- Si llueve a finales de agosto, vaya castañes que van a cogese esti otoño. Muches y buenes. Y luego, tras un largo silencio, suspira y termina:

- ¡Cuánta fame quitaron aquí les castañes!




Después de un largo y angustioso ataque de tos, de una tos pedregosa y rara, nos cuenta G. lo que sigue:

"Y eso que no tengo silicosis. La silicosis sí que ye terrible. Acuérdome mucho de un vecín míu, el probe, que un día que ya no podía más salió a la mitad de la calle y allí plantau empezó a cagase en Dios, y a preguntar que dónde estaba, qué cómo podía estar haciendo con él eso. ¡Qué voces daba! Probe hombre. Fíjate en lo desesperau que debía estar, todo el día afogau, sin poder respirar casi, y rotu de toser... Después que se metió en casa, o lu metieron, que de eso no me acuerdo, no se oyó una mosca en esa calle durante muchu tiempu. De esi silencio sí que me acuerdo bien, como si lo estuviera sintiendo ahora mismo".




Hoy, cuando salí a comprar el periódico para subírselo a mi padre al hospital, muy temprano era, me crucé con un gitano que caminaba muy deprisa, un poco cojo. Llevaba, sujetándolo como podía, como abrazándolo, un cuadro tan grande que casi le tapaba por completo. Era una Santa Cena y el gitano, que era muy bajito, estiraba el cuello por encima del marco dorado para poder ver dónde pisaba y no tropezarse. Y así, con el periódico le llevé también esa escena a mi padre.




Cuando llego con el periódico, cada día me pide G. noticias de los mineros que marchan a pie hacia Madrid. Le digo el lugar al que llegaron ayer (Benavente, Tordesillas, Villacastín...) y él mueve la cabeza arriba y abajo y se queda largo rato en silencio.




En la encimera de la cocina, al lado del microondas, tiene mi madre una pequeña botella de plástico llena de agua bendita. Y cada mañana, antes de salir de casa, se moja con ella el dedo índice, se persigna y se echa también unas gotas por los hombros, como si fuese colonia. Y entonces ya sale al mundo.

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