martes, 11 de septiembre de 2012

Cuaderno de Palacio (VI)

El único lugar desde el que se puede acceder a internet es el bar. Así que, por matar el gusanillo, me he ido esta tarde después de comer, con el portátil bajo el brazo, hasta allí. Pedí un café y la contraseña y me conecté para ver el correo y los periódicos. Pero casi no me enteré de nada de lo que leía porque llegó un cliente que comenzó a pegar la hebra con la dueña y ya solo pude prestarle atención a esa charla. Era, el recién llegado, mexicano, y según declaró llevaba un par de meses viajando por Ucrania y casi todos los países de la Europa del Este que aún no conocía bien. No tenía pensado venir a España, pero como no encontró billete para Polonia, se fue a Suiza y desde allí a Ibiza. Y ya en la isla, recordó que sus bisabuelos maternos habían sido asturianos, de este pueblo de Palacio precisamente, y por esa razón estaba allí. Y ya empezó a interrogar a la dueña por apellidos y vidas, por los trabajos y el tiempo y no sé cuántas cosas más... Era un hombre muy hablador y al parecer también políglota, pues aseguró dominar seis o siete idiomas. Llevaba ya bastante tiempo así platicando cuando apareció otro parroquiano, que venía de ver el telediario y que nada más entrar en el bar gritó: "¡Me cago en la puta!, ¿y el dinero? Todo ese dinero que dicen que ya no hay..., ¿dónde cojones está?" Entonces, el mexicano pagó su consumición y se despidió con grandes cortesías y, me pareció a mí, bastantes prisas.




Mientras leo en el jardín, estirado en una tumbona, comienza a llover. Como estoy bajo una sombrilla enorme, solo me mojo los pies. Es una sensación bien agradable. Como si alguien te estuviese haciendo cosquillas muy suavemente y con gran delicadeza. Casi como una caricia.




Esta tarde, en el Paseo de San Pedro. Es uno gran partidario de este lugar. Si se pudiese, nos pasaríamos la vida en él. Aunque hay bastante gente, todos paseamos en silencio o hablando en voz muy baja. Absortos en el mar o en la montaña, sin saber con cuál de los dos quedarse. Sucede con este sitio como cuando se entra en una iglesia, que o bien guardas silencio, o hablas en voz muy baja.




Cambia el mar su estado de ánimo cada día. No sabe uno cómo se lo va a encontrar al acercarse a su orilla. Hoy, por ejemplo, estaba furioso, y lanzaba una y otra vez su caballería blanca contra la arena. Estaba airado y violento, y no fue posible bañarse.




También la montaña se muestra diferente cada mañana. Aborrascada, silenciosa, melancólica, ensimismada... Hoy estaba, sin embargo, radiante.




Los caseros se mueven por estos caminos con un Renault 18 de más de treinta años. De su casa a la vaquería, al Molín, a la huerta. Y en los prados y por las caleyas, con un tractor más antiguo aún. Cuidan estos dos vehículos con un esmero también muy antiguo, impropio de estos tiempos, y no creen que ningún cacharro moderno pueda serles más fiel que estos dos suyos tan viejos. Cada atardecer vemos subir es Renault 18 por la carretera. Vienen a traernos la leche recién ordeñada.




Salió esta noche una luna llena grandiosa que se quedó en mitada del cielo como una gran actriz en mitad del escenario. Y desaparecieron las luciérnagas en el camino.




Al bajar la basura, cuatro rosas alargan el cuello por encima del muro de la casa del médico, para mirar, embelesadas, esa luna prodigiosa.





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