lunes, 30 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XVII)

Tranco decimoséptimo (Palacio)

En la sobremesa, después del capítulo de The wire, puse en el ordenador el DVD que había comprado el otro día en Oviedo, unos cortometrajes de Víctor Erice. Uno de ellos lo rodó en este valle. Es una película preciosa, en blanco y negro y casi muda. Se titula Alumbramiento y dura apenas once minutos. Los personajes, hasta las tomas finales no dicen ni mu. Sin embargo, no es una película silenciosa. Todo lo contrario. Se escuchan en ella el llanto de un recién nacido, el vibrar sordo y amodorrado de la hora de la siesta, el piar de algún pájaro, el zumbido seco de las guadañas que cortan la hierba, los pasos iguales de un reloj de pared... Se trata de una película breve y simbólica, llena de un doloroso lirismo... El tiempo, la vida, la muerte...

Al llegar los títulos de crédito, ya un poco distraídos, creímos reconocer un nombre. Volvimos atrás. Efectivamente, ahí estaban el nombre y el apellido, no muy común, de don A. Para comprobar que era él, vimos un documental que traía como extra el DVD, grabado con una cámara doméstica, sobre el rodaje de la película. Al final hay varias tomas del grupo de actores, que posan junto al director para unas fotografías. Efectivamente, el segador 1 se parece extraordinariamente a don A.. Sin embargo, hay algo en su rostro que nos parece distinto. Podría ser él, o tal vez un primo suyo... La película se rodó en 2002, y esa extrañeza podría ser, simplemente, el paso de los años...



De manera que dos días después, le pregunté a don A. por ello. Sí, el segador 1 es él. Lo llamaron, le hicieron una pequeña prueba y estuvieron una semana rodando. Al comienzo, estaba un poco preocupado, pues pensaba que al ser zurdo, tal vez eso supusiese un impedimento a la hora de grabar, qué sabía él. Pero le dijeron que no se preocupase, que lo único que debía hacer era segar como lo había hecho toda su vida. Sale en tres planos: uno de espaldas, cabruñando; otro, un plano de detalle de sus manos, aguzando la piedra de afilar; y ya el último, segando... Nos explicó que lo rodaron en un prado que se ve desde la casa, y en el caserío que hay en el límite de él. Don A. no ha visto la película nunca. No llegó a estrenarse en los cines, aunque si lo hubieran hecho, tampoco la habría visto, pues lo más seguro es que no hubiese tenido tiempo para ir. Este cortometraje es uno de los episodios de una película colectiva en el que colaboraron varios directores internacionales: Ten minutes older: the trumper. No sé en otros países, pero aquí, ya lo decimos, no se llegó a estrenar nunca.



-Vinieron, lo rodaron y se fueron. Y ya no supimos nunca más nada de aquello.

Le invitamos a  que la viese. Pusimos el ordenador en la mesa de la cocina y le ofrecimos un asiento delante de ella. Mientras iba pasando la película, nos contaba don A. cosas de aquellos días, y le alegraba reconocer a sus vecinos, y los nombraba en voz alta. Al terminar, nos explicó que el director era un hombre muy suave y muy amable, y muy curioso de todo, especialmente de los nombres que les daban a las herramientas y aperos, a las labores de cada día, y que ya conocía él muchos de ellos, porque, les contó, era vecino, de Santander... Recordó que les porfiaban mucho para que comiesen con ellos en una carpa que habían levantado junto al caserío, y que les traían la comida en unas furgonetas. Pero que él nunca accedió, pues teniendo su casa a la mano, cómo iba a quedarse a comer allí. 




-Yo creo que, de todos los vecinos que salimos, soy el primero que la ve...

Naturalmente, le regalamos el DVD. Al principio se negaba a aceptarlo, pero insistimos asegurándole que nos iba a costar muy poco hacernos con otra copia -exactamente tres euros, que es lo que nos había costado en la Fnac, donde tenían un buen número de ellas-, y que cómo no iba a tenerlo él en su casa... Nos lo agradeció una docena de veces. Cuando nos despedimos era ya noche cerrada.





                             

viernes, 27 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XVI)


Tranco decimosexto (Palacio)

Después de comer, me fui al bar, a tomar un café y a leer "La Nueva". Es este un periódico impagable del que somos partidarios entusiastas porque se pueden leer en él, además de las novedades acostumbradas, historias peregrinas y extraordinarias. Por ejemplo, esta:

" Un paseo mortal.

Los erizos europeos son habitantes comunes en las periferias de las ciudades, en los barrios que conservan el contacto con el campo, pero rara vez suelen aventurarse por el centro. Sin embargo, ayer uno de estos osados paseantes llegó de noche al núcleo de Oviedo. Y allí murió, atropellado... Irónicamente, en mitad de un paso de cebra".

Son artículos muy variados, que tocan, además de aspectos de la vida animal -como se ve en este primer ejemplo-, todas las facetas del alma humana, tan insondable y misteriosa. Un clásico de este periódico son las crónicas que rastrean el origen astur de personajes ilustres, célebres o famosos, aunque también se deja constancia de estas raíces en el caso de personajes más oscuros, ya sean ladrones, atracadores, estafadores, prófugos o asesinos... Si alguien, por esto o por aquello, salta a las páginas de un periódico y tiene un abuelo asturiano o pasaba los veranos en Gijón - o en cualquier otro lugar de esta tierra-, no dejará "La Nueva" de darnos noticia de ello.

Una tarde anterior, había leído esto:

"La búsqueda de un ojo de cristal perdido en la playa revoluciona a los bañistas de Luanco.

Los socorristas, tras ser requeridos por la dueña de la prótesis, avisaron por megafonía del extravío, pero nadie halló el óculo".

Continuaba esta noticia dando detallada cuenta de la hora exacta de la pérdida -las dos y diez de la tarde-, del color del ojo -marrón- y del poco entusiasmo y las chanzas que despertó entre los bañistas el anuncio de los socorristas. 

Terminaba la crónica con una larga reflexión sobre la cantidad de cosas que se pierden en una playa: monedas, alhajas, juguetes... Hasta una dentadura postiza se perdió una vez. Y concluía con un impactante y desesperanzado testimonio: "En el mismo arenal de Santa Marina, la bañista Paula García perdió sus gafas de sol entre la arena y tampoco las recuperó".

No me digan que no es hermoso poder leer noticias como esta. Y escritas así, además, como si estuviesen sacadas de un periódico de hace muchos, muchos años, con palabras tan bonitas como "óculo" o "bañistas", que parecen exhalar un perfume antiguo.

Dos días después, apareció esto:

"Un bañista encuentra el ojo de cristal que perdió una turista en la playa de Luanco.

La afectada agradece la devolución de la prótesis dada la dificultad de reponerla. La pérdida del óculo se produjo debido a un golpe de mar". Esta alegre noticia venía a tres columnas y con el acompañamiento de una foto del ojo de cristal recuperado, a todo color. Efectivamente, era un ojo marrón.

Hoy, lo estaban comentando los parroquianos, traía, además de su esquela, la noticia de la muerte de un cura en Avilés, oriundo de este valle y que será enterrado mañana en el cementerio de Villanueva.

Pues se va a poner esto bueno de curas- comentó la tabernera.

Creo que va a venir hasta el arzobispo- añadió uno que venía de Llanes y parecía estar bien informado.

Nos quedamos todos cavilosos y en silencio. "¡Un arzobispo aquí!", parecíamos pensar. El silencio lo rompió un bebedor de la barra:

- Un cuervo muy grande para un lugar tan pequeño. 



jueves, 26 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XV)

Tranco decimoquinto (Palacio)


Día de caminatas y peregrinajes. Por la mañana, A. y yo, a pie hasta Niembro. Dejamos el coche en la gasolinera de Posada y, paso a paso, llegamos al pueblo, primero, y luego más allá del Bao. Nos cruzamos con otros caminantes y con gente corriendo, estos con dolorosos gestos de sufrimiento. También con un personaje de Stevenson, un hombre cenceño y cojo, con uno de esos zapatones tremendos en uno de sus pies, que salía de su casa –una edificación destartalada y torcida frente al pequeño puerto- con gesto torvo y ocupadas sus manos en liar un cigarrillo. No habría desentonado entre la tripulación de la Hispaniola

Como era la bajamar, le faltaban a la iglesia y al cementerio pegado a ella, el espejo del mar. Aún así, pocos lugares conocemos tan hermosos como este.







Y algunas horas más tarde, después de la merienda, llevamos los coches hasta Teyeu y nos fuimos, paso a paso también, por el camino real arriba, en busca de los restos de la calzada romana.

Cuando apenas habíamos avanzado unos cien metros, encontramos una portilla cerrando el camino. Preguntamos en una casa –la última habitada- y nos dijeron que era para impedir que se escapasen las vacas que los pastores acostumbraban a subir hasta los pastos de la cumbre. Salvamos entonces ese obstáculo y comenzamos el ascenso.

Al poco, escuchamos unos gritos ásperos en la pared de la derecha. Descubrimos a dos o tres decenas de cabras que ramoneaban impasibles entre los riscos. Los gritos, guturales, broncos y desabridos, los daba el cabrero, que se movía en lo más alto de la montaña. Llamaba al amplio rebaño a recogerse. La mayoría, al escuchar esos gañidos, empezó a moverse hacia un sendero que se divisaba a la izquierda, reuniéndose allí y avanzando disciplinadas hacia el pastor. Otras, sin embargo, se hicieron las distraídas y siguieron a lo suyo. Entonces, el pastor, además de continuar con aquellos destemplados gritos, comenzó a lanzarles unos pedruscos enormes, como debieron de serlo los usados en al batalla de Covadonga. Fue así como las consiguió meter en vereda.

El camino que llevábamos nosotros, en el fondo del valle angosto, es un camino solitario que no acostumbran a seguir los turistas. Por lo que pudimos comprobar, por allí solo pasan algunos vaqueros y pastores. Se veía en las boñigas y las cuadras que se encontraban a cada paso. Es, también, un camino estrecho lleno de helechos y espinos, a la orilla de un riachuelo dorado.

Unos metros antes de encontrarnos al fin con los adoquines del imperio, tuvimos que franquear esa corriente de agua. Había cruzados tres troncos sobre ella, pero nos parecieron poco estables e inseguros. De manera que salvamos el río saltando de piedra en piedra, dándonos unos a otros las manos, como en juego infantil…

Al rato, se empinó mucho el camino, y se hizo más estrecho aún, ahogado por más densos espinos. Casi en la cumbre, nos encontramos con tres vacas del país, cruzadas delante de nosotros, que nos impedían el paso. Nos echaron una ojeada displicente y continuaron rumiando sin hacer cuenta de nosotros ni moverse un punto de donde estaban… Decidimos entonces que ya habíamos caminado más que suficiente y nos volvimos por donde habíamos llegado.



Aquí tardo un mundo en hacer la cama porque por la pequeña ventana de nuestra habitación me llama, incansable, ese mismo mundo: el juego constante de las montañas y las nubes, el canto de los pájaros, los tractores que pasan, renqueantes y tísicos, algunos paseantes, el águila que se posa, majestuoso y grave, en la pomarada de enfrente…






Hoy cruzó frente a la casa, otra vez, el hombre hosco. Que, nos hemos enterado, no es un hombre arisco sino un pobre infeliz. Un simple que anda estos caminos tímido, retraído, miedoso de todo…







miércoles, 25 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XIV)

Tranco decimocuarto (Palacio)

Fuimos hasta Llanes, a una feria de quesos. Aquí, el queso es un asunto serio. En un espacio tan estrecho como el que en el mundo ocupa este concejo, puede uno probar un número inverosímil de variedades. Aquí, el del queso, más que un mundo es un universo.

Los chiquillos los probaron todos, pequeños pedazos que les ofrecían en tablas de madera oscura: gamonedo, pría, beyos, vidiago…

Antes de llegar a la Plaza de Santa Ana, donde estaban montadas las pequeñas casetas, un penetrante aroma bajaba por la calle Mayor, heraldo de lo que allí se negociaba.

La Plaza de Santa Ana es un lugar precioso. Un reducido espacio adoquinado y rodeado de casas nobles y antiquísimas por donde no pasan los coches. En una esquina hay un muro de piedra que esconde un jardín, una pequeña arcadia oculta, y a su lado, modesta y encalada, la ermita de la santa. En una de las casas hay una veleta en forma de barco de vela que a nosotros nos gusta mucho. Se movía, esa mañana, muy dulcemente, supongo yo que soñando con largos viajes, melancólica de otros vientos...

Pero quizá lo más bonito de ese lugar sea el pasadizo que se abre en uno de sus costados y que conduce, como si fuese la estancia de una misma vivienda, a la Plaza de Cimadevilla, más pequeña aún, y casi secreta. Esa callejuela que une estas dos plazas como un pasillo, está cruzada, en lo alto, por una galería cerrada, como las que se ven en algunos pueblos de Italia. Había también allí algunos tenderetes, pero que vendían otras golosinas: panes redondos como ruedas de carro, rubias boroñas, perfumados embutidos, empanadas pantagruélicas, tentadores dulces…

Curiosos andábamos entre todos estos manjares cuando descubrimos de pronto dos puntos rojos en el cielo. Eran dos globos de un rojo intenso, que se perdían hacia lo alto, navegando libres. Eran los globos publicitarios que regalaban en el diminuto pabellón entoldado del banco que patrocinaba la muestra quesera. Estaban hinchados con helio y en cuanto los chiquillos se distraían y aflojaban la mano con la que los sujetaban, se les escapaban los globos hacia lo alto, como el dinero de los preferentistas, subiendo rápidos hasta que se perdían de vista, disueltos en el azul… En muy poco tiempo, se llenó el cielo de puntitos escarlata, y la plaza del llanto desconsolado de un coro de infantes. Si yo hubiese sido el padre de una de esas tiernas criaturas – P. seguía probando quesos, ajeno al drama-, habría aprovechado para explicarles que eran esos globos metáfora perfecto del negocio financiero, que de un banco solo puede uno esperar lo peor, y que si te da algo, no tardará en arrebatártelo… Pedagogía económica.

Los quesos, en las casetas de madera, estaban presentados de dos formas: o bien a la manera medieval, grandes ruedas blanquecinas y mohosas; o bien en pequeñas porciones, en plásticos al vacío y perfectamente etiquetados. Probamos algunos: sabores fuertes, enérgicos, con mucho carácter…

Al llevar ya un largo rato allí, la combinación de aromas tan intensos comenzaba a embriagarnos, y además los chiquillos, como continuasen zampando, se iban a quitar las ganas de comer. De modo que compramos un par de ejemplares, de los pequeños, de los que recordaban esos ruedines que se les ponen a las bicis de los niños cuando están aprendiendo a guardar el equilibrio. También nos llevamos uno de esos panes antiguos y unos dulces y, con el cielo cuajado de globos, nos volvimos para casa…







martes, 24 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XIII)

Tranco decimotercero (Oviedo)


Nada más llegar, me separé del grupo y me fui a visitar librerías, como quien visita sagrarios en la Semana Santa. ¡Qué corteses y finos los de la capital cuando los vistamos los de pueblo! Al entrar en la calle de San Francisco, me esperaba una gallarda banda de gaitas, que en cuanto aparecí por la esquina desde la Plaza de la Escandalera, comenzó a marchar al tiempo que hinchaban los fuelles de sus instrumentos y lanzaban al aire, como serpentinas, vibrantes notas de alegría.Y así fueron, escoltándome, hasta la misma puerta de Ojanguren

Salí de allí casi una hora después, con un grueso volumen de Cunqueiro bajo el brazo –cientos de artículos rescatados de viejos periódicos y revistas que aguardaré a leer hasta la llegada del invierno y las tardes oscuras y frías-. La banda me esperaba en la Plaza del Ayuntamiento. Aunque parecían estar distraídos, sin mirarme siquiera, cuando me vieron subir por  la calle del Peso volvieron a colocarse las gaitas sobre los hombros e iniciaron una animada melodía que me precedió hasta El Fontán, donde había quedado citado con los amigos y la familia. Naturalmente, aunque no se me escapa que esto se lo hacen a todos los que llegan de Palacio, iba yo al borde de las lágrimas, conmovido por la gentileza.

Luego, reunidos ya todos, acometimos una larga comida en el Brighton. Es un lugar agradabilísimo y muy pequeño –prácticamente lo llenamos nosotros-, regentado por dos muchachos encantadores. Sonaba una música indescriptible que, sin embargo, armonizó a la perfección con el buen ánimo que llevábamos, con la comida y la conversación, fácil y ligera como esas canciones: Rafaela Carrá, Mari Trini, Massiel, José Vélez… Canciones que todos conocíamos.

Después nos fuimos hasta el Café Paraíso, en la calle del mismo nombre. Es un lugar que hace honor a su nombre, y digo esto sin exageración. Se está allí, si no hay mucha gente –cuando nosotros llegamos solo estaba el camarero-, en la gloria. Sobre todo si te puedes repantigar en el sofá rojo que hay al fondo y frente a la puerta. Allí tumbado, me hice con uno de los gruesos volúmenes de Jot Down y estuve leyendo un rato hasta que me quedé un poco dormido…

Cuando me desperté, los chiquillos se habían ido solos, con M. y N., hasta su casa. De manera que dimos otro paseo y subimos luego a recogerlos. Estuvimos allí un rato, charlando en la terraza que da a las pistas deportivas de la Universidad y a la sierra del Aramo. Cuando comenzó la tarde a difuminarse en una amplia gama de grises, nos volvimos, como los reyes, a Palacio…







lunes, 23 de septiembre de 2013

Paréntesis (II)

Al ir al supermercado el otro día, ya oscurecido, me encontré con un regalo inesperado: una luna espectacular colgada sobre los altos edificios al final de la calle. Era cosa de ver. Me asombró que la gente no se parase, como yo, en mitad de la acera, con la boca abierta... Era una luna hecha a compás, una luna perfecta, como de atrezzo teatral, un gigantesco farol chino lleno de una luz blanca y magnífica... Estaba allí como en el centro de un escenario, y solo con su presencia embellecía la ciudad como una joya deslumbrante en el cuello de una muchacha poco agraciada.

Horas más tarde, cuando bajé la basura, ya se representaba otro acto. Había mudado el vestuario y lucía ahora de negro y oro, rodeada por el encaje de unas nubes oscuras. Debía de estar acercándose el desenlace y parecía que no tardaría en hacer, esa luna espléndida, mutis por el foro.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XII)

Tranco duodécimo (Campo de Caso)

Nos levantamos temprano, porque calculamos que tardaríamos un par de horas hasta nuestro destino. Al salir a por los coches, nos encontramos al hombre hosco a la vera de la casa. Se metió, al vernos, por el camino que usan los jabalíes en el invierno. Se quedó en mitad de este, medio oculto tras unas zarzas, cucando.

Le pregunté a la vecina si podíamos irnos tranquilos. Me aseguró que sí. Que era, ese hombre de fiero mirar, un simple, un pobre infeliz. Como Beto. Beto murió poco antes de nuestra llegada a Palacio, por primera vez, hace tres años. Era el borracho oficial del pueblo. Un hombre inofensivo al que la comunidad solo podía hacer un único reproche: que aliviase sus necesidades en cualquier lugar, en mitad de un camino o al lado de cualquier casa, a la puerta de la iglesia o del cementerio incluso… Este no hace nada de eso, y tampoco tiene afición a la bebida. Tan solo esa manía de vagar desasosegado por el pueblo y ese mirar  furtivo y huraño.

Desde la Pola de Siero, por la nueva carretera –inaugurada, literalmente, dos días antes- se llega a El Entrego en breves minutos. Muy pronto aparecen los pozos – El Sotón, San Mamés-, los polígonos, las fábricas… Sin embargo, no han pasado ni veinte minutos y toda ese paisaje oscuro parece cosa de imaginación, y una naturaleza limpia e incontestable –bosques, ríos, altísimos riscos, montañas tremendas…- se despliega a ambos lados de la carretera. Diríase que estuviésemos a miles de kilómetros de la tristeza de esa industria moribunda.

Campo de Caso –El Campu en asturiano, que en esta zona se lleva a rajatabla el bilingüismo- es un lugar bien pintoresco. Silencioso, dulcemente dormido en mitad de la mañana luminosa… En la oficina de turismo –muy aparente-, nos explican que todos los museos del concejo –que nos son pocos: el del agua, el de la madera, el de la miel…- están cerrados.



De aquí parten rutas para senderistas y mochileros de una belleza apabullante. La ruta del Alba o la de los Arrudos, nosotros las hicimos en la mocedad.



Pero hoy venimos hasta aquí más reposadamente, con intenciones mucho más modestas, a ver los pueblos, pasear, comer algo y airearnos un rato. Visitamos, por ejemplo, la cueva del Bollu ( o Devoyu o Debollu, según las distintas señalizaciones que vimos). La cueva le habría gustado mucho a Cunqueiro, pues cuesta trabajo, a su lado, no creer en trasgos, xanas o ayalgas, y no imaginar, en algún rincón de ese paraje maravilloso, un tesoro guardado por un moro…



Como el Campo, Rioseco es un pueblo lánguido, callado, solitario… Comimos allí, en un pequeño hotel a orilla de la carretera. Este acto, en este pequeño reino, reviste casi siempre graves riesgos, y no conviene, por tanto, tomárselo a la ligera. Pide uno lo que cree un modesto refrigerio, por ejemplo una ensalada, un poco de carne o pescado, y aparece el tabernero con unos largueros como canoas de tribus primitivas, y sobre ellos, unas cantidades de comida con las que poder alimentar a todo el clan: la huerta de la finca metida en un hondísimo plato, pitu de caleya, jabalí, sardinas con jamón… Y luego, los postres tiene unos nombres tan dulces y tentadores (frixuelos con miel o chocolate, arroz con leche…) que resulta imposible resistirse…

Con este bagaje, subimos trabajosamente hasta Soto de Agües. Casas de piedra, corredores, galerías, y hórreos, decenas de hórreos y paneras, y cuadras, muchas cuadras, la mayoría abandonadas pero otras con la tená llena de la hierba recién segada.

Hasta ese momento, se había mostrado el día espléndido, transparente el aire, perfilado con una nitidez absoluta. Como esculpido por un cantero feliz. Sin embargo, a media tarde, cuando ya volvíamos, comenzó a nublarse y parecía que el día, ya cansado, se estuviese durmiendo…

Paramos en Bimenes (Martimporra y San Julián), a merendar. Acompañamos nuestro café con alegres recuerdos de estos lugares en la niñez.


Al llegar a la casa, comenzó a llover.


miércoles, 18 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XI)

Tranco undécimo (Palacio)

Volviendo de Nava -donde pasamos la tarde- por la antigua carretera general, recuperamos la toponimia de una infancia de felices excursiones dominicales: Infiesto, Arriondas, Villamayor, Beleño, Llano de Margolles, Santianes, Ribadesella... ( A propósito de asuntos toponímicos escribió hace poco  un par de entradas- una y otra- en su blog A. Trapiello. En la primera, entre los comentarios, se puede leer esto que pego aquí: 
  1. Ya lo sabrán casi todos ustedes. Cultismo que frenó la normal evolución fonética del latín al castellano (diptongación de la vocal tónica, pérdida de la postónica), dícese que MÉRIDA debería ser MIERDA.

  2. Yo no lo sabía y ni siquiera sé si eso es así, y no una mixtificación. Parece más bien cosa de mala idea. Pobres emeritenses. Este verano nos contó alguien que había visto desde el tren y escrito en uno de esos muros ferroviarios que hay en las afueras de las ciudades, este grafiti en la capital manchega: "Albacete: ni cagues". Parece una invención de Solana, para la España negra. Pobres albaceteños, con cuánta paciencia han de llevar la cruz de un ripio que rima también con la mala idea. 

    Ea).



Esto tendría que escribirlo mi prima M.J., que es la genealogista de la familia y lleva años fatigando archivos y parroquias para recuperar la memoria de nuestros más antiguos ancestros. Algunos vivieron muy cerca de aquí, en el concejo de Cangas de Onís, en el lugar de Intriago. Parece ser que venimos de los Alonso de ese pueblo, que se mezclaron con otros apellidos de la zona, o viceversa, por ejemplo los Labra, y vivieron sus vidas en estos valles. Muchos de ellos fueron bautizados, se casaron y fueron enterrados en la iglesia de Abamia, donde también está la tumba de Frasinelli y, cuentan la leyenda y una piedra labrada, don Pelayo y su mujer, Gaudosia... Se trata de una iglesia antigua, guardada, como tantas en el país, por un tejo centenario... En el arco de una de las puertas se puede ver todavía la figura de un obispo traidor, don Oppas, al que un espantable demonio arrastra por los pelos...






Sé también -gracias a mi prima- que en tiempos de Felipe II, acertó a pasar por aquí una delegación real, y que los miembros de esta, hombres naturalmente piadosos, no dejaban de acudir a este templo a realizar sus oraciones. Y que lo hacían armados con sus lanzas, que dejaban apoyadas en la puerta, no muy lejos de sus manos, por cuidado del oso, que era entonces vecino de estos montes y, sobre todo en el invierno, bajaba hasta este lugar y si no era una vaca o una oveja, no le hacía ascos a un colorado campesino...

Hoy está el lugar bastante abandonado, y solitario, y silencioso, y ni osos ni lanceros reales se ven ya por allí. Ni siquiera turistas...





Bajo el alpende del jardín, pudimos contemplar hoy cómo se disolvía la tarde como un terrón de azúcar (moreno).

martes, 17 de septiembre de 2013

Álbum de verano (X)


Tranco décimo (Palacio)

Casa Xico es hoy un restaurante famoso en el país. Sin embargo, no siempre fue así. Hay historias peregrinas que cuentan que, cuando lo abrieron, una casa de comidas para los trabajadores que abrían la carretera a Rianxena, era tan solo un salón al lado de una cuadra, y que al mismo tiempo que sacaban los platos de la cocina, salía algún familiar del pesebre, las botas llenas de cucho, de darle de comer a las vacas…

Entonces, a los peones y capataces que comían allí eso les importaba poco, porque la comida era ya deliciosa. Luego, cuando la carretera estuvo concluida, y los obreros se fueron, comenzaron a aparecer gentes más finas y descansadas que, aburridas de sus restaurantes habituales, encontraban el hecho de comer junto a una cuadra muy pintoresco y graciosísimo. De todas formas, como había ocurrido antes, la fama del negocio creció a causa de las verdinas.

Conocidas también como “verdinas de Llanes”, parece ser que llegaron al valle de Ardisana muy a comienzos del siglo pasado. Evolución de la Phaseolus vulgaris, hay quien dice que las trajo el Conde de la Vega del Sella desde Francia, para cultivarlas en unas tierras suyas que tenía por aquí. Otros, en cambio, hablan de algún anónimo indiano que las habría encontrado en  ultramar. Quién sabe.

El caso es que en Casa Xisco hacen con ellas un plato incontestable, delicioso y de fácil digestión. Su carta es sencilla: esas verdinas con pantruque (una mezcla de tocino, cebolla, harina de maíz, huevo, sal y una cucharada de pimentón), que son el plato estrella, cebollas y patatas rellenas y, sin uno ha quedado con apetito, unos tostos rubios con chorizo y huevos fritos…

El lugar, si uno desea acercarse a probar estas suculencias, se rige por un protocolo muy estricto: solo admiten clientes con reserva y además con la comida ya encargada –cuántas raciones de verdinas, cuántas cebollas, cuántos tostos…-.

Así lo hicimos nosotros y allí nos presentamos a la hora convenida. Estaban, cuando llegamos, encerrando al perro en un cobertizo frente al restaurante –ahora muy limpio-, porque, nos contaron, a poco que se descuiden se sube el can a las mesas y trata de probarlo todo.

El local no es muy grande, apenas media docena de mesas. En la que estaba al lado de la nuestra ya se encontraban sentadas tres señoras mayores. Lo probaron todo: las verdinas, las patatas rellenas de carne y las cebollas de bonito, los tostos, los chorizos y los huevos… Y, de postre, un pastel de nueces y dos raciones de arroz con leche. Con el remate, claro, de un café de puchero y unos chupitos de un licor de la casa…

Daba gloria verlas comer. Se las veía felices, sin miedo al futuro ni a los disgustos gástricos que suelen traer esta clase de convites… Yo las miraba con disimulo y con envidia. Desde que le dije adiós a mi vesícula, comidas de esta naturaleza las enfrento con prevención: un poco de esto, un poco de lo otro, y a los tostos y sus aceitosos acompañantes, el homenaje de aspirar su aroma y nada más…

Al final, se acercó hasta nuestra mesa la dueña, a saber qué nos había parecido todo, y a traernos una dalia que acababa de cortar en su jardín. Una oscura, elegantísima dalia, y también una celinda, que son flores de mayo, pero que este año, con tantas y tan tardías lluvias, nos han podido florecer hasta ahora…



(Foto hecha por P. con el móvil de A.)


Sale volando el petirrojo, con su pechera oxidada, de entre las hortensias, y se agitan estas como alegres chicas del cancán, chicas del Folies Bergère o de algún otro cabaret semejante. Eso parecen a veces las hortensias, dispuestas sobre los muros. Como si estuviesen a punto de iniciar una coreografía picante y feliz.



lunes, 16 de septiembre de 2013

Álbum de verano (IX)

Tranco Noveno (Palacio)

Qué hermosa una casa frente a un bosque y, trasera, una pequeña terraza sobre un río lírico e infatigable… Así encontramos varias camino de Teyeu, en el camino real, que fue calzada romana y por la que se puede llegar, si uno quiere y tiene tiempo y fuerzas, hasta los mismísimos lagos de Covadonga, tan famosos.


Al ir a bajar la basura, a la hora entre fusco y lusco, nubes doradas en el cielo. A la izquierda, hacia la marina, habían encendido ya las luces de El Allende. Colgaban de la montaña como candiles diminutos.


En el jardín, esta mañana, escanciando la sidra que nos trajo V. Rompía contra el borde del amplio vaso –el vaso de sidra tiene ancha la boca, y se va estrechando algo hasta la base- y se deshacía en una espuma rubia y murmuradora. No hacía falta acercar el oído para comprobar que sonaba, la sidra así batida, como el mar cuando hay oleaje y parece hervir.


En Villanueva, después de tres años todavía no sabemos qué camino lleva al campanario, que está exento de la iglesia, y más alto, en un otero de carbayos cabe esta. Debe de ser camino secreto, que se abra solo para el campanero, cuando va este a tañerlas y a hacer rodar las redondas campanadas sobre todo el valle, sobre Palacio, Ardisana, Mestas…


Pasan a nuestro lado dos caminantes. Van embebidos en su charla. El más alto le cuenta a su compañero que sabe él de unos collares que traducen a la humana lengua el ladrido de los perros. Le pregunta entonces el otro que a qué idioma, pues si no es al castellano, de poco le va a servir a él… Le explica el otro que no hay problema en eso, pues existen collares para todos los idiomas civilizados: castellano, francés, italiano…, e incluso, por motivos obvios, para otros más difíciles y barbáricos: inglés, alemán, noruego… Esto es lo que pudimos escuchar, al pasar a nuestro lado esos dos señores, muy serios e preocupados…


A la hora de la siesta, cuando más distraídos estábamos, se presentó una lluvia muy sonora y enérgica, estruendosa en el tejado. Y al poco y lejano, el rugido de varios truenos como un retumbar de caballeros antiguos. Como si todavía anduviesen por estos valles don Pelayo y los suyos, al galope por el camino real, rumbo a Benia, Corias, Abamia o Cangas…







viernes, 13 de septiembre de 2013

Álbum de verano (VIII)

Tranco octavo (Palacio)

Vinieron C. y H. a por M. Y R., a punto de irse de viaje a Vietnam. Trajeron consigo unos cachopos medievales. Los componen por cientos en una carnicería de la calle Campomanes, en Oviedo, muy cerca del seminario. Anuncian –y no hay razón para ponerlo en duda- más de doscientas clases –la ciencia combinatoria da para eso y para más-. Algunas las detallan en un pasquín: cecina y queso de cabra; jamón ibérico y foi; jamón serrano, queso azul y pimientos del piquillo; dulce de manzana y queso de cabrales; cebolla caramelizada y setas al ajillo; setas al ajillo y morcilla matachana; jamón ibérico, gambas y espárragos; salmón ahumado, espárragos y setas… Como se ve, aunque algunas combinaciones resultan un tanto fantásticas y extravagantes, con la lectura de ese pequeño folleto ya se siente uno perfectamente alimentado. Los cachopos que comimos nosotros –ya no recuerdo de qué eran- resultaron deliciosos y nos condujeron hacia la sobremesa con el mejor de los ánimos…



Esta mañana, al llegar a Posada, cruzaba el pueblo una briosa banda de gaiteros. Sonaba –nos pareció a nosotros- mejor que la mejor de las escocesas…



Hemos amanecido hoy dentro de una redoma de niebla. Como aquellas que llevaban dentro un genio.


En Llanes, nos encontramos de pronto con Santa Ana. Acababa de llegar a puerto. La estaban devolviendo a su capilla tras la procesión marinera. En cuanto estuvo bajo techo, comenzó a llover.


El otro día, en Oviedo, compré una gorra. No en Albiñana, que es sombrerería de solera, sino en uno de esos grandes almacenes en los que lo venden todo a unos precios ridículos. Me costó cuatro euros –todo será que cuando me la empiece a poner me deje calvo completo-. Me la probé. Me dijeron todos que me hacía mayor. No les hice caso. La compré por estrictos motivos literarios. Tengo para mí que esa gorra me va a ayudar a escribir, algún día, una novela. En primer lugar, sin esa mascota uno no tiene cara de escribir novelas. Con ella, en cambio, podrían cambiar las cosas… Tal vez me mantenga, los días del frío invierno, la cabeza abrigada, y no se me helarán, como ahora, las ideas, escenas, tramas y personajes… Quién sabe. Claro que es posible que la novela, si acaba saliendo, valga lo mismo que la gorra, o incluso menos…


Me despertó, en mitad de la mitad de la noche, el sonido de la lluvia dando de beber al mundo.




jueves, 12 de septiembre de 2013

Álbum de verano (VII)

Tranco séptimo (Palacio)

Todo el día brumoso. Paseos por el bosque. Por la mañana, monte abajo, de nuevo hasta Mestas. Por la tarde, monte arriba, a tomar un café en un hotel recién inaugurado, en lo más alto del pueblo y apartado de él.

Es una casona preciosa. Pero encontramos la puerta cerrada. No hallamos allí a nadie. Ni un coche, ni un ruido, ni un alma. Frente al hotel se extiende un prado enorme rodeado de nogales y avellanos y, a la sombra de un castaño enorme, han colocado un banco y una mesa de madera, supongo que para que los clientes se sienten en medio de ese paisaje y se alimenten de la belleza del lugar y de su silencio maravilloso.

Estuvimos un rato merodeando, a ver si aparecía alguien. Pero nada. Tenía todo el aire de un gran misterio. Pensamos que tal vez era todo aquello un espejismo.

A la vuelta, cuando íbamos a salir de la finca, divisamos al fondo del camino a un hombre viejo. Estaba de espaldas y parecía contemplar algo que nosotros no podíamos ver. Apuramos un poco el paso para darle alcance y hablar un rato, preguntarle por el hotel y la soledad de este. En una de las curvas del sendero, lo perdimos de vista, y cuando llegamos al lugar en el que lo habíamos descubierto, ya no estaba allí. Y aunque desde ese punto se divisaba ya todo el camino, no vimos a nadie sobre él…


Todas las mañanas pasa por la carretera, con  puntualidad kantiana, La Estrella de Castilla. Con un nombre así podría haber sido uno de los galeones de la Armada Invencible. Pero es una furgoneta blanca con dos panes dorados y en cruz pintados en los laterales del coche. Cuando la vemos cruzar la carretera delante de la casa, sabemos que ya podemos ir hasta el bar a recoger el pan nuestro de cada día. 




Cada mañana, al abrir las ventanas del baño grande, se mete el manzano, sus ramas gráciles y delgadas, por toda la casa…




Baja la niebla hoy como telón de teatro. Concluye el espectáculo silencioso de las montañas…



Después de largos días –muy largos para lo aquí se estila- hizo su aparición la lluvia. Llegó ceremoniosa, como dama de antaño. Se hizo anunciar el día anterior por los chambelanes que dan el parte meteorológico en la televisión, y, ya en la noche, por un orbayu tan discreto que parecía invisible y casi ni se notaba.

Al amanecer, todavía en la cama, el primer coche que pasó junto a la casa, de un madrugador, rasgó el asfalto mojado, y así fue que supimos de su llegada. De manera que madrugamos también nosotros y salimos al jardín, a recibirla. No hacerlo así habría sido una descortesía imperdonable.



Nos acompañan esta mañana, mientras leemos a cubierto en el jardín, la alegre parla pajareril, el quebrar de los gallos y perros, y todo el concierto animal que celebra el nuevo día y el regreso, al fin, de la lluvia. También suenan las esquilas de las vacas –que tienen mucho de música acuática- y, claro está, esa dulce canción de la lluvia menuda sobre los árboles y los prados sedientos.



A la tarde, suenan las campanas de la iglesia, redondas y ligeras. Como sonoras pompas de jabón sobre el valle…





miércoles, 11 de septiembre de 2013

Álbum de verano (VI)

Tranco sexto (Palacio)


Paseo hasta Mestas. A cada paso que dábamos, se levantaba la niebla un metro (más o menos). En Ardisana, cuando todavía estaba baja, junto al viejo lavadero merodeaba un hombre hosco, de barba cerrada y una extraña fiebre en los ojos. Miraba desconfiado a todas partes. Al vernos, se esfumó por una calleja.

Una hora antes lo había visto pasar delante de la casa, con un andar destartalado y la misma rara luz en la mirada. Avanzó hasta el final de la carretera, donde los contenedores de la basura, los abrió, y estuvo un rato rebuscando en ellos… “¿Quién será este hombre?”, nos preguntamos.

Después de Mestas volvimos por Riocaliente. Frente al río, que cantaba incansable la canción de su viaje, nos paramos en un chigre que se llama “El Mundo de la Cerveza”. Tomamos unas artesanales que se anunciaban en un cartelón junto a la puerta:

Muchos siglos atrás, en nuestra tierra, cuando las noches aún no se concebían sin el aullido de los lobos, las tribus astures todavía libres, adoraban a sus dioses en las ancestrales noches tan solo iluminadas por las hogueras que calentaban a las mujeres y hombres que nos antecedieron. Uno de aquellos dioses era Belenos, el cual era reverenciado como el Dios de la Luz y el Fuego. Aquella divinidad de poderes sanadores y ligada al culto solar, miles de años después da nombre a la primera cerveza asturiana, quizás sucesora de aquel “ythos” del que habla Estrabón, y que decía bebían los astures…

Naturalmente, con una literatura así, cómo negarse a probar semejante néctar… El aullido de los lobos, las nocturnas hogueras, Belenos, Estrabón… Daban ganas de coger la botella, bebérsela de un trago y, tras proferir un grito desgarrador y salvaje –lo que se imagina uno que gritarían los antiguos astures-, lanzarse de nuevo a luchar con los romanos – o a falta de ellos, contra madrileños y vascos, que son ahora lo que más se encuentra por estos lares-. Y venir luego a contarlo aquí, con ese mismo estilo inflamado del cartelón, y comenzar un gran ciclo narrativo asturiano… Sin embargo, nos limitamos a beber la cerveza, que no estaba mal…


La buena compañía de la mesilla de noche: Cunqueiro, Stevenson, Tóibín, Jabois…


Los petirrojos del jardín viven entre las hortensias. Son enérgicos y confiados. De ideas claras. Miran a todas partes como quien sabe muy bien lo que busca. Tienen el pecho del color de algunos atardeceres y el canto mecánico, como si le estuviesen dando cuerda a un reloj. Cantan poco. A lo mejor los petirrojos de nuestro jardín no son petirrojos…


Visita de don A. Aunque lo acaban de operar de una cadera, sube por el prado, en mitad de la noche, con juvenil agilidad. Nos trae, como saludo de bienvenida, dos docenas de huevos rubios, de gallinas de caleya, que son unas gallinas diletantes y flâneurs que se pasan el día por ahí, callejeando y libres… Con huevos así salen unas tortillas coloradas y sabrosísimas, como de otro tiempo.

Hablamos de la obra que han hecho, de ese cobertizo que nos abriga ahora del sol o la lluvia cuando salimos a leer en el jardín. Antes, en los años de la fiebre constructora, habrían tenido que esperar varios meses por el carpintero. Pero ahora han mudado mucho los tiempos y encargar la obra y tenerla concluida fue todo uno. Las tejas las pusieron ellos, entre don A. y V. Son tejas viejas, casi centenarias, que tenían guardadas. Como sucede con los huevos, nada que ver con las que se fabrican ahora. Las de ahora, nos explica don A., que fue en su mocedad tejero, son tejas sordas. Las haces chocar y solo producen un sonido seco y sin música. Por el contrario, unas tejas viejas, si las juntas, suenan cristalinas y puras, como campanillas…


Mientras hablábamos de estos asuntos, un resplandor se abrió como una flor en el cielo oscuro. Pensamos en el rayo y la tormenta. Pero lo que llegó a continuación no fue el rugir del trueno, sino el ruido redondo y sordo de un volador. Las fiestas de La Magdalena. Durante el verano, en Asturias, no hay noche sin una fiesta en un prado y silbantes voladores que alumbran y golpean el tambor del cielo.

martes, 10 de septiembre de 2013

Paréntesis (El usurpador)

El otro día empezó la Feria. A mí la Feria no me gusta ni en pintura. Ni el cartel que este año la anuncia me gusta.

La culpa de esta fobia mía (¿ferifobia?) no es, claro, de estas fiestas multitudinarias y fervorosas, sino mía. Se trata de un asunto que tiene que ver exclusivamente con mi misantropía y también -ahora lo verán-, con mi capacidad de empatía.

Ama uno la sombra, el silencio y el rincón, y estos diez días (!) de celebraciones son la apoteosis de todo lo contrario: luz, algarabía y expansión sin cuento ni tasa...

De manera que, a pesar de las presiones familiares, conseguí que se fuesen todos a celebrar sin mí y me quedé todo el fin de semana encerrado en casa, parapetado tras un libro -el "Héroes, aventureros y cobardes" de Jacinto Antón, que aprovecho para recomendárselo muy vivamente-.

El sábado, cuando llegaron de vuelta P. y A. traían consigo un relato espeluznante. Al parecer, una vez terminada la cabalgata y los fuegos de artificio con los que preceden todos los años la apertura de la Puerta de Hierro, se vieron atrapados en el paseo central por una densa marea humana que pretendía entrar, todos a la vez, al recinto ferial. Se ve que pensaban que con solo diez días de fiesta no iban a tener tiempo para disfrutarla a su gusto... No se podía dar un paso y componía todo el gentío una masa como de hormigón humano. A., la chica, se puso muy nerviosa y rompió a llorar. Sin embargo, otros, seguramente avezados ya de otros años y otras ferias, comenzaron a abrirse paso sin miramientos. Según P., que venía indignado, eran todos yayos los que mostraron un comportamiento tan grosero e insolidario. Uno blandió su bastón y sin importarle el mañana, ni que entre la amalgama que se había formado allí eran muchas las mujeres y los niños, comenzó a agitarlo a diestro y siniestro... Y los que no tenían bastón, colocaron sus brazos en jarras y se escaparon del tumulto clavándoles los codos a los que los rodeaban en las costillas, los riñones o los ojos...

Mientras me lo contaban iba yo palideciendo,  y principalmente no  por solidaridad con lo que acababan de sufrir, sino por imaginarme, en lugar de en casa, en el sofá tan ricamente con mi libro en las manos, entre ellos, sufriendo esa asfixia, la claustrofobia  y la estrategia demoledora de los abuelos manchegos...

Todavía no son capaces de explicar cómo lograron salir con vida de una trampa mortal como esa del comienzo de la Feria. El caso es que al fin ganaron una salida en su flanco derecho y, tras cientos de achuchones, pisotones y estrangulamientos, consiguieron librarse del hostigamiento de esos ancianos sin paciencia ni piedad y del resto de la marabunta humana, alcanzaron un espacio despejado y encontraron el camino de vuelta a casa...

Ellos ya parecen haber pasado el trauma -de hecho, el domingo y el lunes volvieron al lugar de los hechos-, pero yo no. Como si lo hubiese vivido en carne propia, cada vez que me nombran la Feria, se me va el color del rostro, rompo a sudar y me escondo, como mi madre cuando tronaba, en el armario empotrado del dormitorio.



(jovenescreativosdealbacete.blogspot.com)

lunes, 9 de septiembre de 2013

Álbum de verano (V)

Tranco quinto (Palacio)

Habíamos olvidado los nombre pero no el paisaje. Los vamos recuperando por el camino, como quien recoge las migas de pan que le conducirán de nuevo al hogar: Turanzas, Rales, Vibaño, La Herrería (y aquí, el indicador que te dirige a El Allende, que es como quien dice El Confín, y nos parece a nosotros el nombre más hermoso de todos…), Riofrío, Puentenuevo… Es aquí donde abandonamos la carretera principal y pasamos, efectivamente, por un puente –no tan nuevo pero sí pequeño y estrecho-, y por la carretera que parece un río –vueltas y revueltas-, subimos hasta el lugar de Palacio, hasta la casa en lo más alto del pueblo, frente a la mole del Mazucu, en el valle secreto y misterioso de Ardisana.


Amarillean como nunca los prados, agostados este mes de julio a causa de tantos días sin haber probado ni una gota de agua. Por el contrario, nos parecen más frondosos los bosques, cargadas sus ramas de verdes, temblorosas hojas. Medraron las lluvias en mayo y junio, tan constantes y copiosas que parecía el diluvio. Sin embargo, al llegar julio cesaron. Hace ya dos semanas que no hay noticia alguna de ellas…


Ha salido hoy el sol envuelto en una gasa. Es un sol modernista y decadente. Cuando atardece, antes perderse tras las montañas, va soltando sobre el paisaje, como un orfebre, polvo de oro…


Después de diecinueve días esplendorosos –aquí esta clase de contabilidad se lleva muy rigurosamente-, de días de soles benéficos y cielos despejados, abiertos, incontestablemente azules, despierta hoy cuajado de niebla, perdido el paisaje tras la borrina. Se agradece esta variación. Uno acaba por cansarse de casi todo. Ya se escuchaban quejas en la cola del supermercado, y en el campo se lamentaba el estado de los prados. Se hacían votos, en uno y otro lugar, por un poco de lluvia.

Luego, cuando al fin vengan dos o tres días como el de hoy, esas mismas gentes –y nosotros con ellas- lamentaremos un verano tan húmedo, y en las calles se pararán los amigos y conocidos a comentar un clima tan miserable. Y anunciará uno de ellos que, esa misma tarde, hará las maletas y cruzará el puerto, camino de León. “A secar”.


Y así rodarán los estivales días en esta bendita tierra.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Álbum de verano (IV)

Tranco cuarto (Asturias)

Gaviotas en Oviedo, conversando, como nosotros, en la calle del Peso. Habrán venido, también como nosotros, a ver a los viejos amigos…



En Santianes, pasando la tarde con N. y los chiquillos, nos encontramos con John Silver en una silla de ruedas eléctrica. Pero ya no parece John Silver. Hace veinte años andaba por estos caminos con la mirada turbia y unas muletas de madera, y se subía a las barricas de un oscuro chigre de Santaolaya, desde donde dejaba pasar, melancólico, el tiempo. Seguramente soñaba con su barco, con las largas travesías, con aquel tesoro perdido… Al despedirnos, al filo de la medianoche, lanzó N. – los tenía guardados de las últimas fiestas- dos voladores. Volvimos a casa felices y dejando tras nosotros un heroico aroma de pólvora quemada…



A la playa de El Espartal se llega entre naves industriales y una fábrica de cinz. Pero es hermosa esa playa, con un faro a la diestra y las torres de Salinas, lejanas, a la siniestra. Flotaban jirones de niebla sobre la arena que se movían como los muiles que se acercaban a las aguas poco profundas de la orilla. El mar estaba quieto y dormido. En la línea del horizonte, como en una página en blanco, la letra capitular de un carguero…


(El barquillero de El Espartal. Foto -bien hermosa- de Carmen Santamarina)

Entre otros muchos, conserva mi padre en su cartera un carné que le habilitaba para usar un encendedor. Se lo regaló mi madre cuando novios. Del encendedor ya no hay noticia. Sin embargo aún lleva mi padre en su cartera ese documento. No ha dejado mi padre de pagar nunca un tributo municipal, por insignificante o extravagante que fuera. En nuestra infancia, las únicas bicicletas de nuestro pueblo que estaban matriculadas fueron, cada verano, las nuestras…



Visita a Luna, que ha parido siete cachorros. Al llegar, encontramos solo a seis. Después de mucho buscar, descubrimos al séptimo bajo una pequeña manta. Estaba tan profundamente dormido, y ocupaba aún tan poco espacio en este mundo, que habíamos pasado a su lado sin darnos cuenta. Su madre ya no les hace mucho caso y, aunque son preciosos –pequeños, peludos, suaves…-, mi prima anda indagando a quién le gustaría adoptarlos… Y todavía no encuentra a nadie.


(Luna y algunos de sus cachorros)

En la librería, como después de mucho buscar entre las mesas y los estantes no encuentro lo que busco, me veo obligado a acercarme al mostrador y preguntarle a la dependienta. Como es una mujer muy profesional, hace como que no se inmuta, pero me doy cuenta de que se le ha subido ligeramente el párpado izquierdo:

-Busco un libro… Se titula “Nuevas maneras de matar a tu madre”…

Como el párpado le continúa latiendo, esconde el rostro tras el ordenador y, sin abandonar ese parapeto, me señala el piso de arriba.

-En la primera planta, por favor.



En Villaviciosa con J. y E. Comimos en El Catalín, de cara al mar, y luego nos acercamos a Tazones. La madre de J. nació allí. Su abuela era la maestra del pueblo. Llevaban, nos dice J. que contaba su madre, una vida muy miserable estas gentes. El trabajo en el mar era duro y peligroso y apenas dejaba para comer. Hoy, sin embargo, hay muchos más restaurantes que barcos, y tiendas para los turistas, de azabaches y otras golosinas.

Luego subimos hasta el faro. No había por allí ni un alma. Solo nosotros, el viento que silbaba entre los eucaliptos y el murmurar del mar al pie del acantilado. Como si fuésemos contrabandistas a la espera de la noche y de una señal en el horizonte...



(Faro de Tazones)





jueves, 5 de septiembre de 2013

Álbum de verano (III)

Tranco tercero (Viaje al Norte)



En el viaje, nos pusimos literarios…

Al pasar bajo el castillo de Garcimuñoz, llanto por el caballero Manrique, que batalló por él y sufrió, en aquel lance, una herida de lanza que acabó con su vida…

Cruzamos luego el Tajo. Del río aquel de Garcilaso, no queda ya nada. Ya no son vecinas suyas las ninfas de los cabellos de oro y sus aguas han dejado de ser puras y cristalinas…

En Madrid, el paisaje es ceniciento y triste. Como si la contaminación fuese acumulando en estos confines sus cenizas. Las afueras y desmontes por los que paseaba Baroja son hoy ciudades enormes sin señas particulares, aburridas, feas, sin gracia…

Resonaban en el Guadarrama los versos de Panero, y tras él, los místicos paisajes de Ávila y Segovia…

Por Medina del Campo nos vienen siempre a la memoria la pintura que hace de ella Ferlosio en su "Alfanhuí":  

Por Medina del Campo pasan todos los caminos. Ella está como una ancha señora sentada en medio de la meseta; ella extiende sus faldas por la llanura. Sobre la rica tela, se dibujan los campos y los caminos, se bordan las ciudades. Medina del Campo tiene cuatro sayas: una gris, una blanca, una verde y una de oro. Medina del Campo lava sus faldas en los ríos y se muda cuatro veces al año. Las va recogiendo lentamente y en ella empiezan y terminan las cuatro estaciones. Cuando llega el verano extiende su falda de oro: “¡ea, los pobres, salid a los caminos!”

Luego veo a mi padre, rapaz en la estación de este pueblo, con una maleta de cartón y ojos de sueño, recién llegado de un largo viaje nocturno para hacer la mili. Y no me olvido nunca, no sé la razón, de que la madre de Perucho era de aquí…

El Duero, en Tordesillas, ya no suena a romance ni a los versos limpios de Machado...

Al salir del túnel de El Negrón, brillaba Asturias como una piedra preciosa.