miércoles, 22 de diciembre de 2010

Cerrado por Navidad

"Nadie se equivoca si va hacia el Norte" (John Irving)

Eso vamos a hacer nosotros, mañana temprano. De manera que tendremos que cerrar por unos días este negocio nuestro. Pero no queremos irnos sin felicitarles a todos los que tienen la generosidad de asomarse por aquí las navidades. Les dejamos, para ello, un villancico de las Vainica Doble (¡Atención! Modo de empleo: pongan en marcha el vídeo bajado de yutube, pero absténganse de mirarlo. Suban hacia la letra y solamente escuchen la canción al mismo tiempo que siguen aquella o, si lo prefieren, escúchenla con los ojos cerrados. Las imágenes, se lo aseguro, son espantosas. La canción, en cambio, a nosotros nos gusta mucho - aunque hubiésemos preferido - nota pedante- la versión de su disco "Grandes éxitos" del 2007, y no esta de "Carbono 14", un poco menos despojada-). Ah, y también un belén que nuestro amigo Santiago Ydáñez, artista pintor y petardario, ha colgado en su página de facebook.

¡Oh Jesús!


¿Dónde está, señora María,
el niño que nació ayer?,
¿dónde está, señor José?,
que yo le quiero ver.


¡Ay! Señora María,
qué dulce y hermoso es,
panalito de miel primoroso,
a ver si se cría bien.


Dígame, señor José,
qué nombre le va a poner,
si se llamará como usted...
No, que le llamaremos Jesús.


¡Oh, Jesús!,
de porcelana de Belén,
quiéreme, que soy tu hermano.


¡Oh, Jesús!,
de palo santo de Nazaret.
óyeme, que a ti te canto.


Cuánto, cuánto gentío,
señora María, le viene a ver,
en este día de invierno frío,
al crío que nació ayer.
Cuánta gente, señora,
camino de Belén,
pastores, vecinos, ¡qué alegría!,
los magos de Oriente también.


Se diría, señora María,
que el niño desnudo, que ha dado a luz,
y que está entre la mula y el buey,
es el Rey de Jerusalén,
rey Jesús.


¡Oh, Jesús!,
Jesús de plata de Galilea,
mírame, soy de hojalata.


¡Oh, Jesús!,
Jesús de oro de Jerusalén, por favor,
despiértame si en sueños lloro.


Se diría, señora María,
que el niño desnudo, que ha dado a luz,
y que está entre la mula y el buey,
es el Rey de Jerusalén,
rey Jesús.


¡Oh, Jesús!,
de porcelana de Belén,
quiéreme, que soy tu hermano.


¡Oh, Jesús!,
de palo santo de Nazaret,
óyeme, que a ti te canto.


¡Oh, Jesús!,
Jesús de plata de Galilea,
mírame, soy de hojalata.


¡Oh, Jesús!,
Jesús de oro de Jerusalén,
despiértame si en sueños lloro.


¡Oh, Jesús!,
de porcelana de Belén,
quiéreme, que soy tu hermano.
¡Oh, Jesús!,
de palo santo de Nazaret,
óyeme, que a ti te canto.


¡Oh, Jesús!





Belén

martes, 21 de diciembre de 2010

De jardines ajenos (II)

Y ya que estamos (ver entrada anterior), parece buen momento para vistar, por segunda vez, jardines ajenos.

"Cuando hablamos de Cervantes nos vuela la imaginación a don Quijote. Cuando pensamos en don Quijote creemos ver rasgos de Cervantes. Las dos figuras se transparentan, las dos se confunden, las dos trenzan una derrota semejante" (Andrés Trapiello)

"Todos los demás placeres son vanos. Ninguno es tan dulce como la melancolía" (Robert Burton)

"...la realidad de que solo podemos conseguir una personalidad imitando a otros" ( Orhan Pamuk)

"Me gustaría mucho pasar el resto de mi vida viajando por el extranjero, si en algún otro lugar pudiese pedir prestada otra vida, para pasarla después en casa" (William Hazlitt)

"Tú te ves forzado  a inventar, eres escritor. Por eso te he creído. ¿A quién creer, sino a los escritores?" (Su madre a Elias Canetti)

"Salvo que haya perdido el tiempo en una ciudad, nadie podrá pretender que la conoce bien" (Julien Green)

"El arte verdadero no es cultura, es naturaleza" (Ramón Gaya)

"Un iluso hace cuatro ilusos, cuatro veinte, veinte ciento" (Joan Perucho)

"Uno quisiera saber chino, y árabe, y gaélico, y ver en los poemas de todas las lenguas los sueños de todos los hombres" (Álvaro Cunqueiro)

"No hay nadie que no piense ser un gran escritor antes de ponerse a escribir" (Josep Pla)


lunes, 20 de diciembre de 2010

Hojeando

Lo que tendríamos que hacer, al comprar un libro, es leerlo de inmediato. Y no comprar otro hasta que no hubiésemos acabado aquel. Pero no. Siempre estamos leyendo otra cosa, y los libros que llegan a casa saben que tendrán que esperar un tiempo antes de que les hagamos caso. Unos aguardan más, otros menos. Y habrá alguno que, pasado el tiempo, no sabremos ya el motivo por el que nos hicimos con él y no lo leeremos jamás. Lo que sí hacemos con todos es hojeralos un rato, antes de colocarlos en el montón de espera. Y ayer, antes de hacer tal cosa con ellos, lo mismo hicimos con el "Viaje a pie" y  los "Cuadernos americanos".



"-¿Qué hacen ustedes en invierno, al atardecer, cuando los trabajos del campo han terminado y hay que recogerse en casa?
-Al atardecer-me contestó el payés sentenciosamaente- damos de comer a los animales.
-¿Y luego?
-Luego, nos acercamos al fuego, nos sentamos a la lumbre y pensamos.
-¿Y cada día hacen ustedes lo mismo?
-No. No hacemos cada día lo mismo. Muchas veces solo nos sentamos."




"No existe fuente tan pequeña que el cielo no se refleje en ella".



Estos dos pienso que no van a esperarnos mucho.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Día feliz

Feliz porque al levantarnos y abrir la ventana la lluvia cantaba alegre en el patio de luces; porque estaba gris e invernal y no había prisa ni necesidad alguna de salir a la calle; porque, bajo un solo paraguas, P. y yo nos acercamos a la feria, a ver si había algo que le gustase; porque luego fui a la biblioteca y a nuestra librería de guardia; porque vi una manisfestación muy colorista y civilizada, clamando contra las reformas de las pensiones; porque me fui a comer con buenos amigos...



Nos gustan los días de lluvia porque nos recuerdan nuestra infancia; y los días fríos y desapacibles por la misma razón; nos gusta nuestro trabajo y no tener que ir a trabajar; nos gustan las bibliotecas y las librerías y las ferias de libros viejos; nos gusta pasear por la calle con P., bajo un paraguas; también las manifestaciones, cuando son civiles y ordenadas; y por supuesto, nos gustan mucho nuestros buenos amigos.

Un sábado de lluvia firme y cantarina nos trae siempre a la memoria los sábados lluviosos de la infancia, cuando no había prisa por levantarse, y podíamos quedarnos un rato más en la cama, despiertos, remoloneando entre las sábanas, escuchando la música del agua en los cristales, que nos hacía disfrutar aún más  de ese estar recogidos bajo las mantas.

Seguramente por ser de naturaleza insegura y retraída, nos sentimos mejor en los otoños e inviernos, bajo el abrigo. Nos sentimos más protegidos que con la ropa de verano.

También somos grandes partidarios del paraguas. Nos parece un invento magnífico. Como la bicicleta, se trata de un objeto imposible de mejorar. Antiguo y moderno al mismo tiempo, siempre es un placer salir a la calle con uno. Indudablemente, mejora a  la gente, la vuelve más interesante. Una persona, debajo de un paraguas, siempre tiene su misterio, su novela, y parece que va pensando en cosas profundas y de un interés considerable. Este amor, sin embargo, no debe de ser recíproco, pues no hay paraguas que regrese a casa con nosotros. Los pierdo todos. Me abandonan. Por esta razón, hemos aprendido a caminar sin ellos bajo la lluvia, y también nos gusta.





La manifestación, por su parte, tenía un aire muy navideño. Todas las banderas que portaban los manifestantes eran color papanoel, blancas y rojas. La marcha la abría un joven que arrastraba con una cuerda un cubo de latón con esos mismos colores. En el cubo iba echando petardos que, al explotar dentro, retumbaban con grandísimo estruendo. Un petardario.





Algo parecido ya lo había industriado nuestro amigo Santiago Ydáñez, artista pintor, que en una exposición que le hicieron en Granada, al lado de sus cuadros colocó un cepillo de lata y un vaso lleno de petardos para que los visitantes los hiciesen explotar allí dentro. Cuando la fuimos a vistar, él mismo nos mostró cómo funcionaba. Saltaron las tapas de los enchufes en las paredes, un visitante se levantó un metro del suelo y el guardia apareció con el corazón en la boca... Pero esa es otra historia.






Cuando pasaban a mi lado, un adolescente que se resguardaba en el fondo de un portal, comenzó a gritar: "Rojos", bramaba. Y se retiraba al fondo penumbroso del portal. Los que iban en las primeras filas, como eran sindicalistas veteranos, ancianos la mayoría, y con el ruido de los petardos, miraban sin ver y se ponían la mano al lado de sus grandes orejas, por saber qué les voceaban. El adolescente se fue creciendo. "Rojos, cabrones", rugía. Pero continuaban estallando los pequeños explosivos en el petardario, y nadie lo escuchaba. Sacaba la cabeza del portal, cruzaba la línea de sombra, chillaba, y rápidamente volvía a lo oscuro. "Rojos, hijoputas", berreó. Pero la manifestación fluía sin hacerle ningún caso. Volvió a intentarlo un par de veces más y como si lloviese, que ciertamente lo hacía. Vencido, se calló y ya no salió más de su oscuro rincón. En otro tiempo, pensé, en mi pueblo, lo habrían perseguido, le habrían dado alcance y le habrían medido las costillas con los palos de sus banderines. En este sentido, las cosas pienso yo que han mejorado. ¿No?

Camino a la comida, me encontré un mercado navideño en el Altozano. Adornos, platerías, lámparas orientales, jabones perfumados, quesos enormes como ruedas de carro, panes medievales, de un tamaño semejante... Y un tiovivo cerrado y sin niños por culpa del frío y de la lluvia.


sábado, 18 de diciembre de 2010

Regalo

Sin que nos diésemos cuenta, han puesto una Feria del Libro en nuestra calle. Tan distraídos somos. Es una feria pequeña, muy poca cosa, pero nostros la hemos recibido como un regalo antes de tiempo. De manera que ayer por la tarde, mientras P. estaba en Kun-Fú, estuvimos visitándola. Son los mismos libreros que vienen todos los años por marzo o abril, más el librero de viejo autóctono, el que pone un puesto cada domingo en la Plaza Mayor.




 


Son, también, los mismos libros de siempre: viejas colecciones de clásicos, libros de cocina, de la Segunda Guerra Mundial, esotéricos o de chistes... Pero, también como siempre, encontramos entre algún montón de estos libros huérfanos y polvorientos uno o dos que nos interesan. Esta vez fue uno de Pla -este hombre, como sabe que nos gustan mucho las cosas que escribe, nos sale al encuentro a la mínima oportunidad- y "Los cuadernos norteamericanos" de Hawthorne. Con ellos bajo el brazo nos volvimos a casa, tan contentos.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Viejas fotos

Con F., mirando en el ordenador unas fotos antiguas que le han mandado sus sobrinos, bomberos de Madrid. En una de ellas, se ve a su padre en el campo, arando. Y F., mientras la contempla, va diciendo unas palabras preciosas: muleto, braván, bravancillo, luvio, jáquima... Y da mucho gusto oírselas.


jueves, 16 de diciembre de 2010

Barcelona (VII y último)

Martes 7 de diciembre
La última mañana, muy temprano, me fui un rato yo solo a buscar una librería de viejo en la calle Doctor Rizal. Había visto en internet que tenían algunas cosas que nos interesaban, sobre todo una novela leída ya hace tiempo y perdida en una mudanza. La recuerdo bien, y queremos tenerla porque, además de ser un hermoso libro, tiene un comienzo que mi madre repitió literalmente un día sin habérsela leído nunca ni tener conocimiento de su existencia. La novela comienza así:
                -¿Y si no nos muriéramos nunca?- dije en un susurro.
Y exactamente esa fue la pregunta que se hizo mi madre, en voz alta, una vez que regresábamos de Oviedo, de pasar la tarde. Habíamos merendado en el Rialto, paseado un poco alrededor de la catedral,  hecho algunas compras… Poco más. Pero mi madre había disfrutado tanto de todas esas pequeñas cosas, que al acomodarse en el asiento de atrás del coche, suspiró y se preguntó en voz alta lo mismo que ese personaje imaginado por el novelista: “¿Y si no nos muriéramos nunca?”- dijo mi madre. Y  todos nos quedamos, entonces, en silencio.
Encontré la librería muy rápidamente. La calle es muy estrecha y corta, una de esas calles sin importancia que tal vez por hallarse muy próxima a las grandes avenidas (esta está a dos pasos, literalmente, de la Diagonal y la Travesera de Gracia), pasan desapercibidas, calles tímidas y secretas que solo conocen los que en ellas viven o trabajan, lugares por los que apenas pasa nadie. La librería estaba al final, un pequeño local desapercibido. Casi paso de largo. Desde la calle apenas se veía nada del reducido escaparate. Empujé la puerta, pero estaba cerrada. Resultó ser una de esas en las que hay que llamar al timbre, como una joyería. Me abrió un hombre de mediana edad, embutido en un grueso jersey de lana, que solo me dejó pasar cuando le dije qué era lo que iba buscando. Cerró la puerta de nuevo y tras consultar en su ordenador, se fue a buscar el libro a la trastienda. Al quedarme solo, pude contemplar mejor la pequeña librería. Es preciosa. Las estanterías cubren todas las paredes desde el suelo hasta el techo, repletas de libros muy cuidadosamente colocados, y de trecho en trecho hay fotos de escritores colocadas en el filo de las baldas. Como la calle es tan estrecha y sombría, tenía la luz encendida, una luz ámbar muy acogedora, que invitaba a quedarse allí toda la mañana. El librero no había encontrado la novela en su rebotica, y comenzamos a buscarla los dos, a cuatro manos, entre las estanterías. La encontré yo, rápidamente, o tal vez fue ella la que me encontró a mí, que con los libros nunca se sabe. Pagué el libro y nos despedimos, el librero y yo, con muy corteses palabras, animándome él a que siguiese entrando en su página. Se lo prometí  y ya me fui, tan contento con la novela que plagia a mi madre bajo el brazo.



Me encontré con la familia en la Plaza de Cataluña, que es un lugar tan amplio y con tanto tráfico de gentes y de coches que resulta desoladoramente desangelado. Habían ido hasta allí para hacer unas compras de última hora. Tuvimos que distraer un poco a los chiquillos, para comprarles algunas regalos que recibirán la noche de Reyes. Con eso y una pequeña vuelta por la cercana Plaza de la Universidad, ya llegó la hora de irse a la estación y ponerle punto final a este viaje.
En el tren de vuelta, esta vez en un vagón que no venía de Badajoz y era como todos los demás, limpio, cómodo y nuevo, pasamos el tiempo releyendo a Pla, escribiendo algunas de estas cosas y repasando las fotos que habíamos sacado.


Al principio, estuvimos viendo el mar, a nuestra izquierda, largo rato. Tenía un color de plata triste. Luego llegó el fundido en negro de la noche.


Fin

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Barcelona (VI)

Lunes 6 de diciembre
Tras el desayuno en un bar del barrio (Les Corts), rodeados de parroquianos que llevaban el jersey metido por los pantalones, de nuevo nos echamos a las calles y de nuevo en busca de las huellas que Gaudí dejó en la ciudad (uno se habría ido a cualquier otro sitio, pero es lo que tiene viajar en grupo con la familia). Esta vez al Parque Güell, en lo alto. Al bajar del metro en Vallcarca, pasa como con todos los metros del mundo, que sale uno de nuevo a la calle un poco confundido, sin saber muy bien por dónde tirar. Pero aquí no hay duda. Aunque no llevemos un plano del barrio ni veamos indicación municipal alguna, indefectiblemente se llega a ese parque sin pérdida ni distracción. No hay que hacer otra cosa que seguir al gentío que se baja en esa estación. Es  tan amplio y numeroso, y camina con tanta devoción en la dirección  adecuada, que parece una romería camino de la capilla del santo. Y, bueno, algo de eso hay.



El barrio es tremendo. Levantado entre barrancos, las calles tienen todas la forma de una montaña rusa, con inclinaciones inverosímiles y vertiginosas. Por la Bajada de la Gloria, paradójicamente se sube hasta el parque y, afortunadamente, para que los romeros se alivien un poco en la ascensión, han puesto unas escaleras mecánicas, de modo que vas tan ricamente y es un poco como si estuvieses en el Corte Inglés. Sin embargo, aquí la vida pensamos que debe de ser bien difícil, por la orografía y los turistas que venimos en peregrinación.
El parque está bien en lo que tiene de parque y porque desde él se ven el mar –la primera vez que lo vemos desde que llegamos- y la ciudad, tendidos a sus pies. "Barcelona siempre causa un mayor efecto vista desde una altura, de arriba abajo, que desde el plano del terreno de una calle cualquiera. De arriba abajo parece una ciudad más blanca que desde el suelo: entonces es grisácea", dice Pla.

Salvo algunos barrios como este, Barcelona es un delicado plano inclinado que va de la montaña hasta la orilla del Mediterráneo con una inclinación delicada y muy llevadera. Y de nuevo traemos a Pla hasta aquí, ahora a propósito del Paseo de Gracia: “El Passeig de Gràcia es un acierto (…). Uno de sus encantos más visibles proviene del plano inclinado, suave pero marcado, que dibuja sobre el suelo. Las calles que están en plano inclinado, que tienen la inclinación atinada y justa poseen el don de aumentar la belleza de las señoras que suben y de dar a sus movimientos una gracia esbelta. Las ciudades ganan mucho si las señoras las acompañan…


El  descampado central parecía un zoco, con tantísimas personas sacando fotos y decenas de mercaderes que ofrecían todo tipo de baratijas extendidas sobre grandes pañuelos: figurillas gaudinianas, abanicos, carteles de toros, paraguas… Nos fijamos en un grupo de japoneses. Debían de estar haciendo el tour europeo y se les veía ya a todos muy cansados. La guía les contaba cosas, pero ninguno le hacía el menor caso y la seguían por inercia, disciplinados y serios pero absolutamente distraídos. Si en cada capital a la que viajan les cuentan un montón de cosas, es lógico que llegue un momento en el que no les quepa más en la mollera. El saber ocupa lugar, y no poco, y por eso estaban los japoneses con ese aire de hastío y desidia, que lo mismo parecía darles ocho que ochenta a los pobrecillos. Estos que les cuento, ni fotos sacaban.

En la entrada sur, lo ya conocido: galerías un poco prehistóricas, azulejería de variados colores, techumbres infantiles, el famoso lagarto policromado y dos casitas como pasteles de nata y nueces recién cocidas en el horno de “Hansel y Gretel”. La gente pululaba por allí como hormigas incansables, y sobre todo se agolpaba frente al lagarto, para echarse fotos a su lado. A mí, contemplando la escena, me salió la vena materna y empecé a fantasear con la posibilidad de que me diesen un euro por cada foto que se sacaban. En unos pocos minutos, calculé que ya habría alcanzado lo que cobramos en un mes. Fue entonces cuando mi cuñada soltó un aforismo magnífico: “Con lo fea que es la gente, ¿para qué querrá tanta foto?”

Y por fin abandonamos el lugar, a pie, dejándonos caer por ese plano inclinado del que habla tan positivamente Pla.
Lo mejor del día vino tras esta visita, cuando dimos con el barrio de Gracia. Tienen sus calles algo de pueblo grande, estrechas y de casas no muy altas, y algunas son magníficas, como la calle Verdi. Restaurantes sirios, librerías de viejo,  tiendas de ropa usada en los barrios más modernos de Londres y gente paseando alegre arriba y abajo. Pero lo que más nos gustó fue la Plaza de la Virreina, una plaza preciosa, abierta y respirable, con una iglesia, una fuente y casas de vecinos del XIX. En ella paramos a tomar un café, en una de sus terrazas y se estaba allí tan ricamente.





Si uno sigue luego por la calle Asturias, llega, en muy pocos pasos, a otra plaza, esta famosa por una vieja y hermosa novela: La Plaza del Diamante. Aunque sabemos que Mercè Rodorera la eligió no por su belleza sino por lo eufónico de su nombre, es decepcionante. Muy fea, con edificios nuevos y tristes, tiene que soportar una de las esculturas más horrorosas que haya visto uno –y mira que hemos visto algunas-, dedicada a la pobre Colometa. Además, se ve que por las noches los jóvenes del barrio hacen en ella botellón y los vecinos están que trinan.  Una pena.

Cuando se hizo de noche, bajamos al Raval. Antes, muy antiguamente, fue el lugar de los hospitales y los conventos; luego, más cerca de este tiempo nuestro, barrio de mala fama, sicalíptico y peligroso; y hoy, algunas de sus calles y plazas, templo de modernidad y vida, de mucha juventud, muchos bares y un enorme museo de arte moderno. Pero lo más bonito que nosotros hemos visto en ese sitio es la Iglesia de la Misericordia, que ya no es una iglesia sino una librería, una enorme y afortunada librería, para nosotros una especie de paraíso en la tierra. Estuvimos curioseando en ella largo rato, preguntándoles cosas a los dependientes, que parecían saberlo todo, tenerlo todo. También tienen una cafetería y mullidos sillones donde poder sentarse a hojear los libros que te apetezca. Quedamos un poco abrumados. Así que no compramos nada, y tan solo salimos de allí con una hermosa postal de Stevenson y su familia, sentados en el porche de su casa en Samoa.






Continuará

martes, 14 de diciembre de 2010

Barcelona (V)

Domingo 5 de diciembre (tarde)
Después de comer nos fuimos hasta el Barrio Gótico, Ribera y el Born. Ya era de noche y la densidad humana muy alta. A duras penas logramos alcanzar las puertas de Santa María del Mar. Es una iglesia preciosa, que ha cobrado mucha fama por culpa de una novela que gira alrededor de ella. En sus puertas, cuando esto era un barrio de pescadores, pidió limosna San Ignacio. Estaban las puertas abiertas de par en par, y el gentío fluía entre ellas como un líquido espeso. Pero antes de entrar nosotros también, escuchemos a Carlos Pujol: “Santa María es la gran oración visible del barrio de Ribera; una oración alta y esbelta que ha resistido a la Historia con cicatrices que tal vez la afeen, pero que son también señales de humanidad; lo que envejece pierde brillo y lisura, se estropea con las heridas del tiempo, pero conquista la grandeza y el honor de haber vivido”. Y ahora ya podemos pasar.


El interior, como ocurre con todas las catedrales, es impresionante. El de esta es ligero, lleno de aire y espacio. Para retirarnos de la marea humana, nos sentamos en uno de los bancos, y estuvimos allí un buen rato, recogidos en la penumbra, mirando a lo alto, rodeados por la luz ambarina y poética de las velas. Supongo que para apagar el rumor de la turistada que se movía inquieta entre las naves, un señor estaba frente al órgano, y lo tocaba muy inspiradamente, es decir, un poco al tuntún, por donde su imaginación le llevaba, y quedaba muy bien porque le ponía a aquella escena una melodía grave y armoniosa que disimulaba muy bien los estragos de tanta gente paseándose por allí. Me acordé entonces de mi madre, y de cómo hace ella algo parecido en su parroquia.



Luego callejeamos por el barrio, por plazas y callejones, dejándonos llevar por la corriente humana, cada vez más fuerte. En la Plaza Nueva había otra feria de motivos navideños; en la calle Petrixtol vimos dos largas colas de personas delante de dos chocolaterías centenarias, una de ellas de inspirado nombre, “Dulcinea” se llama; en la calle Canuda pasamos al lado de la Librería Farré, en la que hay un sillón verde en el que se sentaba Perucho todas las tardes cuando iba a hacer tertulia allí y a rodearse de libros de verdad, y muy cerca de esta contemplamos el sólido edificio del Ateneo, a donde Pla venía huyendo del frío de las pensiones (desde la calle, por sus altos ventanales, se podían ver suntuosas lámparas y  techos historiados). A su lado, en la Plaza de Madrid, hay un pequeño jardín muy hermoso y, en una hondonada de este, una necrópolis romana. Paseamos entre las tumbas y las estelas, leyendo los nombres de los allí enterrados (¿Cómo fue tu vida, oh, Cornelia Cosme?) y pensando en lo raro que es el tiempo, en lo vieja que es la historia.
Y ya muy cansados, tan solo tuvimos fuerzas para encontrar una mesa vacía –la lucha por el metro cuadrado, en estos barrios, es feroz-, en una de las terrazas de la Plaza del Pino, a la sombra de su iglesia,  tomarnos una cerveza y volvernos al hotel.
Sin embargo, antes de irnos definitivamente a descansar, saqué fuerzas de flaqueza para tomarle unas fotos a un edificio que hay justo al lado del hotel. Parece un museo de arte moderno, sobre todo por la noche, que se ve iluminado de un azul cambiante y movedizo, pero no, tan solo es una exposición de la marca Roca, de saneamientos, ya saben, váteres, lavamanos, grifería y bidés. Pero, eso sí, todo del más avanzado y exclusivo diseño.




Desde que Duchamp consiguió meter uno de estos objetos en un museo, ya todo es posible y, por tanto y como es natural, habrán pensado los de Roca que por qué no hacerlo al revés, esto es, meter el museo es sus urinarios. Y así lo han hecho.



Continuará

viernes, 10 de diciembre de 2010

Barcelona (IV)

Domingo 5 de diciembre (todavía de mañana)

Después de la experiencia futbolística, fuimos a encontrarnos con los demás al Paseo de Gracia, a ver a Gaudí. A nosotros, la verdad, Gaudí nos entusiasma poco. Esos edificios suyos nos dejan siempre una sensación de rara incomodidad, no sabemos cómo mirarlos, nos sumen en la más completa perplejidad. Probablemente era un verdadero genio, y a eso apunta lo que se sabe de su persona: su humildad extrema, su desprecio por las cosas de este mundo, su fe profunda, su entrega obsesiva a una labor sostenida en unas ideas de las que nadie era capaz de apartarle ni un palmo… Pla cuenta que alguna vez se cruzó con él por las calles: “Llevaba un traje negro, brillante y deshilachado, unas pantuflas oscuras, una camisa de una limpieza equívoca; mientras caminaba solía comerse un corrusco de pan o una naranja que había comprado en la esquina inmediata; caminaba encorvado, obsesionado, sin mirar nada, azorado, pobre, miserable. Si hubiese alargado la mano pidiendo caridad a la genta que pasaba, nadie habría podido decir, por su aspecto, que no era un pobre de solemnidad. Pobre, en realidad, lo era. Pocos casos se dan de desprecio tan profundo, de insensibilidad tan definitiva por el dinero, como el de Gaudí. La singularidad de este hecho provocaba reacciones de rechazo. Lo cierto es que las formas externas de Gaudí muy poca gente las aceptaba. Se decía que eran impropias de su categoría, de una singularidad intolerable, completamente contrarias a los mínimos deberes de la ciudadanía”. Y cuenta que quien lo conocía se quedaba asombrado al comprobar, hablando con él, cómo un hombre de aspecto tan menesteroso se transformaba al tomar la palabra: “Cuando ese hombre de aspecto tan mísero y deprimente se echa a hablar –le cuentan a Pla el escultor Josep Llimona-, en su persona tiene lugar una transformación tan grande, tal transfiguración, se crea instantáneamente un clima de seriedad y elevación tan grandes, surge un hombre de unas convicciones tan profundas, un hombre que dice unas cosas tan nuevas, tan enormes y a mi entender de tanto sentido, que es natural que la gente que el arquitecto tiene delante, sobre todo la gente saturada de tópicos y tonterías, se indigne desaforadamente. Gaudí es uno de los espíritus más libres, menos convencionales de la tierra”.

Todo esto hace que le tengamos un respeto enorme a la figura de este arquitecto, pero sus edificios, por mucho que los miremos, continúan sin gustarnos ni una pizca. Pujol describe la Casa Batlló como un edifico “de queso fundido en policromía”.



En La Pedrera había una exposición de Mariscal. Como la entrada era gratuita y los chiquillos andaban ya un poco cansados, entramos para que se divirtiesen un rato y se refrescasen. Efectivamente, no se lo pasaron del todo mal.  Este diseñador y dibujante no solo conserva cierto aspecto de niño grande, sino que todo lo que hace está tocado por un aliento infantil muy astuto y comercial. No sé si es un artista, pero está claro que es un hombre muy ingenioso y capaz de cualquier cosa. Había dibujos que colgaban de las paredes en largas tiras, formando un bosque de papel por el que tenías que cruzar sin tocarlos (no por juego sino porque si los rozabas te reñían), muebles de madera muy graciosos en los que no te podías sentar, construcciones de plástico de muy vivos colores a las que no te dejaban acercarte, casitas de cartón a las que estaba prohibido entrar, juguetes, llaveros y toallas de cuando Cobi y las Olimpiadas, disecados tras una vitrina, telas para ropas, vídeos, bolsas de tiendas famosas, portadas de revistas… Al final, en un rincón, dejaban que los niños pintasen unas caretas de papel que te daban unas señoritas muy serias y circunspectas. Todas las azafatas de esta exposición se veían así, graves y solemnes, un poco disgustadas. Vigilaban como sabuesos que nadie se sentase en las sillas de guardería, ni entrase en las casitas de cartón pintado, ni tocase los dibujos. Tampoco dejaban que los niños corriesen o levantasen la voz, y si esto sucedía, los regañaban con severidad. Resultaba una incongruencia que una exposición de esa naturaleza tuviera unas cuidadoras tan poco acordes con el espíritu juguetón, alegre y lúdico de las obras que allí se presentaban, pero es algo que ya hemos visto más veces. En estos sitios, solo se puede reír el artista, solo él puede ser el gamberro y el transgresor. Los demás, incluidos los tiernos infantes, solo pueden mostrar admiración y una adhesión inquebrantable. A mí me parece un abuso y una gran incoherencia.







Luego, por el Ensanche, continuamos la procesión gaudiniana hacia la Sagrada Familia. Del Ensanche, Pla, que vivió algunos años en él, tenía una opinión muy desfavorable. Le molestaba casi todo: las cornisas, los balcones, la falta de color y, sobre todo, esa regularidad de tablero de ajedrez tan obsesiva que presentan esas calles. A mí, sin embargo, es un lugar que me gusta. Parece un barrio de un París más íntimo y de andar por casa, de calles anchas y respirables, con edificios en los que no nos importaría vivir.
La Sagrada Familia casi no era posible verla, por la cantidad de japoneses que la rodeaban y por una feria de adornos navideños que le habían puesto delante. No lo lamenté. Si las casas de Gaudí nos resultan difíciles de ver, imagínense este templo inacabado y tremendo. Yo, ante él, no sé qué decir. De modo que me limitaré a consignara aquí lo que escriben mis guías tutelares:
Es una inmensa y embarazosa iglesia a medio construir. ¿Qué haremos con ella? ¿Terminarla como se hacía con esa cosas siglos atrás, cuando muchas generaciones iban tomando el relevo, y cada época imponía su estilo? ¿O dejarla como está, inacabada, como un ambiciosísimo sueño de piedra que solo en pequeña parte puede hacerse realidad? Esta es la duda. Nos guste o no, hay que convivir con la Sagrada Familia, lo que pasa es que no sabemos cómo. Ha sido una herencia formidable, incomodísima, imposible de administrar, y los intentos de darle fin no son felices”. (Pujol)
La Sagrada Familia está bien. Es un templo de expiación. Pero aún podría encontrarse en un medio más adecuado dado nuestro impulso hacia la naturaleza: podrías ser una catedral sumergida (…). El templo nos daba la impresión de un naturalismo tan abrupto y tan fuerte, que nos resultaba imposible concebir que alguna vez pudiera acabarse –como es imposible concebir que alguna vez pueda acabarse el proceso, el devenir de la naturaleza. La Sagrada Familia será siempre una obra inacabada – es decir, será como la geología”. (Pla)

Continuará

Barcelona (III)

Domingo 5 de diciembre de 2010 (mañana)

Ir al Camp Nou. Eso es lo que se puede hacer sin esos dos libros en los bolsillos y cuando se tiene un hijo que se acaba de aficionar al fútbol y se ha hecho -como no podía ser de otra manera en estos tiempos y demostrando un evidente buen gusto- aficionado del Barça. La victoria en el Mundial ha hecho mucho daño. Yo, porque ya no tengo remedio, pero a mi hijo me habría gustado que no le llamase la atención este deporte. Que prefiriese, por ejemplo, el baloncesto o el atletismo. En esto es uno como los toreros o los artistas que andan todo el día de aquí para allá: "Yo, esta vida, para mis hijos, no la quiero". A mí el fútbol me ha dado largas horas de entretenimiento, y muchas satisfacciones -por ejemplo, el Mundial-, pero aunque no quisiera ser desagradecido, entiendo que los disgustos que nos llevamos cuando pierde el equipo que uno sigue son de un absurdo absoluto, y ridículas las desazones mientras lo vemos jugar... Pero es el caso que el domigo por la mañana, gris y desapacible, mientras el resto de la familia se iba a las Ramblas, P. y yo enfilamos hacia el campo del Barcelona, que lo teníamos, además, a dos pasos.


Aunque llegamos unos minutos antes de la hora de apertura, ya había una regular cola frente a las puertas. No les cuento lo que nos costaron las entradas porque a lo mejor esto lo lee mi madre y no quiero que se disguste. Con esas entradas te dejaban entrar al museo, donde se exponían todas las copas y trofeos ganados, visitar las gradas, las cabinas de las radios y las televisiones y el vestuario visitante. Luego, desde allí, te permitían saltar al campo por el mismo lugar por el que salen los jugadores, mientras por la megafonía sonaba un ruido de ambiente enlatado como si el campo estuviera lleno y fuese día de partido. Luego podías pasar por la sala de prensa y ya entrabas a una sala multimedia -como se dice ahora- donde se veían, en once pantallas gigantes, algunas de las gestas del equipo. Finalmente, y del mismo modo que ocurre en los museos de arte, la salida pasaba por la tienda, donde te vendían camisetas, gorros, lapiceros, ropa interior, toallas o cualquier otra cosa con los colores blaugranas.








A P. la vista le entusiasmó, sacó unas doscientas fotos (las que ilustran esta entrada son obra suya, una pequeña selección) y hasta se puso un poco nervioso al saltar al campo. Eso lo grabó en vídeo. Naturalmente, el césped ni pisarlo, que había allí dos guardias, a la orilla, que te paraban en seco.






Cuando P. ya bajaba allí a toda carrera, grabándose, una de las vigilantas -sentada en un taburete como en cualquier museo de arte- me indicó: "Fíjese, allí está la capilla". Efectivamente, en ese túnel de vestuarios que lleva hasta el campo, diminuta y desapercibida, se abría una pequeña sala con dos o tres bancos corridos y al fondo, sobre una peana colgada en la pared, la Moreneta. No se paraba nadie allí, todo el mundo pasaba de largo, fascinados por el ruido ambiente y la cercanía de otro templo verde. En ese lugar, los dioses son otros, y esa pequeña virgen pinta poco. De este sitio Pla no dice nada porque ni existía, y si hubiese existido tampoco pienso que le hubiese llamado la atención. Pujol sí lo nombra, pero para decir que nunca lo ha visto ni ha estado en él, aunque  amigos que lo conocen le han dicho que es enorme. Nada más.

Efectivamente, es un mamotreto que, desde la calle, abruma. Rodeado de una alambrada, nos pareció muy feo, grisáceo como el día, puro cemento sin gracia alguna. Dentro, parece mucho más pequeño. Un prado lo mejora siempre todo. De todas formas, lo que más nos gustó a nosotros fue ver la camiseta de Maradona, alguna foto de Quini y enterarnos de que no se conoce, como le ocurre a la lengua vasca, el origen de los colores del equipo. Se barajan varias teorías: que si eran los del equipo suizo del fundador,  que si el color de los lapiceros que usaban los contables de la época o, finalmente, que si fueron las únicas telas que tenía por casa la madre de uno de los jugadores que fue la que les cosió sus primeras camisetas a todos. A mí, esta última me parece la más plausible.



Continuará

jueves, 9 de diciembre de 2010

Intermedio egocéntrico

Hoy me tocaba artículo.

Barcelona (II)

Domingo 5 de diciembre (mañana)

A Barcelona hemos venido con un pequeño plano y dos guías: "Barcelona y sus vidas", de Carlos Pujol, y "Barcelona, una discusión entrañable", de Pla. No son unas guías al uso, porque en realidad se trata de dos libros literarios, pero no creo que haya, para pasear esta ciudad, dos libros mejores. Las cosas que cuentan las guías no suelen servir para gran cosa, y por el contrario las que nos dicen Pla y Pujol son de una utilidad positiva, además de estar maravillosamente dichas. Gracias a ellos, vemos siempre mucho más allá.




Pujol nos conduce de la mano por todos sus barrios, los viejos y los nuevos, los prósperos y los de medio pelo, por los anchos paseos y los edificios famosos y por las calles escondidas, anónimas e íntimas. Nos muestra la ciudad visible y la invisible, la que se ve y la que se perdió: "Las formas invisibles del aire solo pertenecen a los imaginativos, que más allá de lo que ven los ojos adivinan otra ciudad que tal vez no fue bella, pero que empezó a serlo cuando se perdió". Es el libro de quien ha vivido la ciudad largos años, y paseado por todas sus calles, y se ha sentado en la mayoría de sus bancos, en sus parques y sus plazas, y viene ahora a contarnos de esos paseos y contemplaciones, para, si lo deseamos, le sigamos por ellas y nos sentemos a su lado, a escucharle las muchas historias que sabe, vistas, leídas u oídas, sobre esta ciudad que, evidentemente, ama.



Pla, siempre tan Pla, que también la ama, lo hace a su manera de payés desconfiado, y se muestra más distante, más gruñón, y nos dice sobre todo aquello que menos le gusta: los monumentos, la Plaza de la Universidad y la de Cataluña ("una de las más desdichadas del continente"), las cornisas y los hierros del Ensanche, cuyas líneas rectas le enervan, el Arco del Triunfo ("construido con el prurito de la originalidad, desprovisto de cualquier proporción, es una adefesio crispante"), los edificios modernistas ("El crecimiento de Barcelona coincidió, en un momento determinado, con una de las etapas de mal gusto europeo más acentuado y la coincidencia se vio agravada además por las genialidades autóctonas de nuestros arquitectos. Y así es Barcelona -pudiendo haber sido un plano inclinado lleno de encanto y gracia"), etc., etc. Pero, a pesar de todo esto, también es este libro un canto de amor a esta ciudad, y aunque hayan pasado ya muchos años desde que lo escribió, Barcelona sigue pareciéndose mucho al lugar en el que aquel ampurdanés cazurro y lucidísimo vivió  sus años juveniles y más tarde se hizo escritor.

Y así salimos a la calle la primera mañana, gris y un poco desapacible, mañana de domingo de diciembre, con estos dos libros en los bolsillos, para disgusto de A., que dice que así echo a perder el abrigo, que se estira por el peso. Pero, cómo vamos a salir sin ellos, qué haríamos entonces en esta ciudad.

Continuará

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Viaje a Barcelona (Prefacio)

La noticia del día, cuando salimos hacia la estación, era el caos en los aeropuertos donde miles de viajeros esperaban en vano a sus aviones. Desde la tarde anterior no despegaba ninguno. De manera que ya no eran viajeros, porque estaban quietos e inmóviles y, como es natural, terriblemente enojados, formando extensísimas  colas frente a los mostradores de las compañías aéreas. Al parecer, los causantes de este desorden y de que la gente no pudiese ir a donde pensaba, no eran otros que los controladores, que no se habían presentado a trabajar. Íbamos escuchando todo esto en la radio del taxi, noticias que nos glosaba amablemente  el taxista que, como todos los taxistas, de tanto escuchar la radio -preferentemente emisoras  de corte beligerante y episcopal-  tienen un largo catálogo de opiniones fuertemente solidificadas sobre cualquier tema: “Ahora, lo que tenía que hacer el gobierno es echarlos a todos a la calle”, deseaba con enfado. A nosotros todo este asunto nos tenía bastante inquietos. Poseemos una fuerte imaginación para las desventuras y no nos costaba demasiado esfuerzo vernos en el lugar de cualquiera de esos viajeros sin viaje, transeúntes frustrados encallados en  algún aeropuerto del país; o, peor aún, nos veíamos sin tren, varados también nosotros  en la estación porque se habían declarado en rebeldía los maquinistas de la Renfe, o los revisores, o los jefes de estación, o todos juntos al mismo tiempo. Así que íbamos en el taxi que no nos llegaba la camisa al cuello, un poco sudorosos, recordando aquello que dijo Pascal de que todos los males le vienen al ser humano por no saberse estar quieto en su cuarto y andar siempre por ahí.


Afortunadamente, los trenes funcionan hoy como si fuesen relojes suizos, y si llegan con algún retraso, recuperan el tiempo perdido sin esfuerzo alguno, diríamos que proustianamente. Eso fue precisamente lo que sucedió con el nuestro, que llegó a Albacete con media hora de retraso y, sin embargo, hizo su entrada en la estación de Sants con diez majestuosos minutos de adelanto sobre el horario previsto. Los trenes son, hoy, magníficos medios de desplazamiento. Este nuestro era un largo convoy formado por vagones de variada procedencia: unos venían de Málaga y Granada, otros de Sevilla y, por último, uno de Badajoz. Se habían juntado en Alcázar de San Juan y ya desde allí, seguían juntos el rumbo hacia Barcelona. El que venía de Badajoz era literalmente el último, el furgón de cola, y no sólo por ir colocado en el último lugar, sino por otras muchas razones. Era a todas luces el más viejo, y venía adornado además con esos mensajes indescifrables, escritos con su  característica tipografía, de los aficionados a los grafiti en todo el mundo, incluido Badajoz. El interior era también muy primitivo, quince o veinte años más antiguo que el resto de los vagones, de modo que cuando te dabas un paseo parecía como si estuvieses avanzando en la historia de España, o pasando de una temporada a otra de “Cuéntame”. Por ejemplo, la tapicería, que era verde y estaba limpia en los otros vagones, aquí era de un azul muy anticuado, aunque su tono original debía haber sido otro muy distinto, como se descubre en los cuadros antiguos cuando los restauran. No funcionaba la megafonía, tampoco los monitores de televisión, y la cafetería estaba tan alejada que era imposible llegar hasta ella. Al revisor ni lo vimos. Porque, efectivamente, fue este el coche que nos tocó en suerte. Sin embargo, tenía una cosa bien bonita este vagón, y es que al ser el último había una ventanilla por la que podíamos ver cómo iban quedando atrás los pueblos y sus estaciones, muy cinematográficamente, y cómo se perdía el camino que nos conducía a la ciudad, cómo íbamos dejando atrás las vías que nos llevaban hasta Barcelona.




A pesar de lo vetusto de nuestro coche, el viaje fue plácido y feliz. A mí me tocó ir con un señor de Badalona que venía de dejar a su padre en casa de un hermano, allá por las dehesas extremeñas. Como está  el hombre muy mayor, tiene que acompañarlo. Había sido el día anterior, catorce horas de viaje, y ahora volvía para su casa, otras catorce horas. Yo le habría preguntado de muy buena gana por la razón de tanta prisa, si es que no se lleva bien con su hermano a pesar de lo alejados que viven el uno del otro, cuánto tiempo tienen en casa a su padre cada uno de ellos, o si hay más hermanos y dónde viven, pero, como es natural, no le pregunté por nada de esto y hablamos de otras muchas cosas sin importancia. Así que entre la charla con este señor, la lectura del periódico y la contemplación del paisaje, se pasaron rápidas las horas.


El paisaje era levantino, de pueblos prósperos y bien alimentados, rodeados de grandes extensiones de huertas y naranjos. Luego, cuando se hizo de noche, era como viajar por un túnel, salvo cuando aparecían las luces de algún lugar. En las casas más próximas a las vías, veíamos de vez en cuando alguna escena cotidiana tras una ventana con luz: mujeres en  cocinas estrechas como pasillos o niños con la cara pegada al cristal para ver  pasar el tren mejor. Por las calles, ni un alma. Pero eso pasaba pronto, volvía la oscuridad y solo podíamos ver, en el cristal de la ventanilla, nuestro propio rostro, ya un poco cansado.



Los artistas pintores, si viajasen más en tren, podrían sacar unos autorretratos fabulosos en estos viajes nocturnos.


Al cruzar Tarragona, las grandes refinerías estaban iluminadas como en día de fiesta, y parecían el decorado de una película de ciencia-ficción. Las grandes industrias, por la noche, tienen todas el aire de una gran verbena popular. Pero como se ven vacías y solitarias, cobran un aire siniestro e inquietante, muy propio de esa clase de películas.

Y al poco tiempo, llegamos a Barcelona.

Continuará

viernes, 3 de diciembre de 2010

Los libros también huelen

Aunque carecemos de pulsiones fetichistas y tampoco nos tenemos por grandes sensuales, debo confesar que alguna vez me he descubierto con la nariz metida entre las páginas de un libro, aspirando con los ojos cerrados su perfume. Los hay que huelen maravillosamente. Uno de los grandes inconvenientes de los books actuales ese ese, que resultan inodoros. No dejan lugar a las perversiones. En cambio, un libro de papel, nuevo o viejo, si tiene un buen título y huele bien, nos predispone a su favor antes incluso de leer una sola línea.



En esta foto, el sumiller Luis García  huele antiquísimos y venerables libros en el último Salón del Libro Antiguo de Madrid. Si quieren ver el vídeo en el que hace el comentario, enlazar AQUÍ.