El partido de este viernes, el de baloncesto, el de P., fue, sin duda, el más doloroso de todos. Porque el equipo contra el que se midieron era más o menos como el suyo, o incluso un poco peor. Y sin embargo también perdieron.
El principio fue esperanzador, 6-0. Luego remontaron los otros, y de nuevo el EBA se despegó, 12-6. La cosa fue marchando más o menos así hasta que tras un nuevo empate los que se estiraron fueron ellos. Nunca se iban muy lejos, pero allí estaban. Se sucedieron los empates, pero al final, 35-39 para los contrarios... La cara de P. era un poema. Y eso que consiguió una canasta impresionante, en carrera y desde bastante lejos, con una soltura y naturalidad que yo no le conocía... Se la alabe mucho, a ver si le alzaba el ánimo, pero nada...
Yo creo que no jugó demasiado, que el entrenador lo mantuvo mucho tiempo en el banquillo.Se lo habría dicho a su entrenador si no supiese que eso a P. le habría avergonzado lo indecible. Se lo habría afeado amargamente y con aspereza si no fuese un entrenador tan alto y fornido -es el pívot del equipo que juega la liga nacional-. Cuando metió esa canasta imposible, la gente lo aplaudió mucho. Estuve a punto de decirles a todos, en voz alta, que ese era mi hijo. Me contuve en el último instante. Y me di cuenta de que, si no me controlo, podría llegar a ser, sin esfuerzo alguno, uno de esos padres energuménicos y ridículos que siguen a sus hijos a los partidos como las madres de las folklóricas a estas, y matar por él, como la princesa del pueblo.
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